Isabel II, la reina sin época
Bajo su reinado, el Reino Unido perdió su poderío imperial y sigue buscando su papel
Pablo Guimón, El País
El verbo coronar no se ha conjugado tanto en Londres como aquel 2 de junio de 1953. Llegaban las noticias de que Edmund Hillary había coronado el Everest. Y esa misma mañana, 27 millones de británicos veían por primera vez en televisión, a razón de nueve personas por pantalla, la coronación de una nueva reina en la abadía de Westminster. El país no cabía en sí de júbilo. “Siéntase orgulloso de ser británico en este día”, rezaba el titular de primera del Daily Express.
Los periódicos anunciaban el comienzo de una nueva época isabelina. Pero 63 años después se puede decir que, al contrario que su tatarabuela Victoria, a quien el miércoles pasado arrebató el honor de ser la monarca que más tiempo ha ocupado el trono británico, Isabel II no dará nombre a un época. Diga victoriano y pensará en trenes de vapor, en expansión industrial y geográfica, en miseria dickensiana, en Londres marcando el ritmo del planeta. Puede, en cambio, que los hechos acontecidos en los 23.229 días que lleva reinando Isabel II hayan sido demasiado dinámicos y diversos como para atraparlos en una sola palabra. Y si esta se encontrara no sería, desde luego, el nombre de la reina de Inglaterra.
Isabel II ha viajado más que ningún monarca de la historia. Ha visto su cara estampada en billetes de todos los continentes menos la Antártida. Su coronación fue la primera televisada, ha sido la primera reina de Inglaterra en enviar un mail y la primera monarca tuitera. Pero la influencia del país en el mundo, y la de la reina en el país, han mermado demasiado como para que Isabel II dé nombre a una era.
“No seré la soberana de una monarquía democrática”, le escribió la reina Victoria al primer ministro Gladstone en una carta —que afortunadamente su secretario privado pudo interceptar a tiempo—, amenazando con abdicar si seguía adelante con sus planes de reformar la Cámara de los Lores. Y eso, lo que Victoria se negaba a ser, es lo que ha sido Isabel II desde que se sentó en el trono de su padre.
Puede que nada represente mejor su asimilación del papel de una monarca constitucional que la respuesta que le dio a un parroquiano, hace ahora un año, al salir de la iglesia de Balmoral, cuando este le preguntó sobre la independencia de Escocia, sobre la que los ciudadanos estaban a punto de pronunciarse en referéndum. Le contestó que estaba segura de que los escoceses iban a pensárselo muy bien antes de tomar su decisión. Era todo lo lejos que podía llegar. En lugar de decirles qué hacer, dio por hecho que los escoceses actuarían con responsabilidad. Aunque luego en privado, según el relato de David Cameron a Michael Bloomberg que se coló en los micrófonos, la reina “ronroneara” de gozo al otro lado del teléfono cuando el primer ministro le comunicó que los escoceses habían decidido quedarse.
La vida de Isabel II cambió para siempre el año en que su país tuvo tres reyes. Jorge V pronunció sus dos últimas palabras en su lecho de muerte el 20 de enero de 1936. “¡Maldita seas!”, le dijo a la enfermera que le inyectó una dosis letal de morfina y cocaína para acortar su agonía y, como reconocería su médico, para lograr que su muerte fuera anunciada en la edición matutina de The Times y no en los “menos apropiados” diarios vespertinos.
Ese día su hijo Eduardo se convertiría en el rey Eduardo VIII, pero prefirió el amor que la corona y abdicó, el 11 de diciembre de ese mismo año, para poder casarse con la estadounidense dos veces divorciada Wallis Simpson. Su hermano Alberto heredó entonces el trono —como Jorge VI— sin quererlo. “Me derrumbé y lloré como un niño”, escribió en su diario el padre de la actual reina. La familia se mudó de la calle Piccadilly al palacio de Buckingham y ella, la pequeña Lilibet, saltó de repente a la primera en la línea de sucesión al trono a los 10 años.
Estalló la guerra y con ella, el primer contacto de la entonces princesa con el deber que la habría de acompañar el resto de su vida. Representó a su padre en apariciones públicas e ingresó en el servicio auxiliar de mujeres. Allí aprendió una soltura al volante que, muchos años después, llevó al príncipe saudí Abdulá a implorarle que fuera más despacio y mirara a la carretera mientras la reina le enseñaba la finca de Balmoral a bordo de su Land Rover.
Durante la guerra, también, Isabel mantuvo correspondencia con un joven oficial de la marina, Felipe de Dinamarca y Grecia, con quien contraería el 20 de noviembre de 1947 un matrimonio que dura hasta hoy, y el que nacieron cuatro hijos: Carlos, Ana, Andrés y Eduardo.
El día en que terminó la contienda, Isabel II vivió lo que recuerda como uno de los días más memorables de su vida. Convenció a sus padres para que les dejaran, a ella y a su hermana Margarita, sumarse a las celebraciones del día de la victoria. Aquel día, mezclada entre sus futuros súbditos, experimentó lo que es formar parte de una multitud anónima por última vez en su vida.
El delicado juego entre la apertura a la gente y la distancia ha sido ha sido otro terreno que ha acabado dominando la reina Isabel II. En la década de los noventa comprendió que, en los nuevos tiempos, no era una verdad absoluta aquello que escribió Walter Bagehot en 1867 de que, para preservar una monarquía constitucional, “no se debe permitir que la luz del día entre en la magia”. La muerte de Diana, exesposa del príncipe de Gales, sumió al país en el duelo y dejó entrar la luz del día en la privacidad de la familia real. La negativa inicial de la reina a hacer una declaración pública la separó del pueblo. Pero rectificó y recuperó el favor de una ciudadanía que aún hoy, con tres generaciones de herederos directos vivos, mantiene.
Fueron muchas las aspiraciones puestas en la reina de la posguerra, coronada a los 26 años. Pero la realidad pronto proporcionó un baño de humildad al país cuando, en 1956, la guerra del Sinaí demostró que la antaño potencia imperial no era más que una subordinada del poder emergente de Estados Unidos. El declive del imperio, consumado con la entrega de Hong Kong en 1997, parecía ya inevitable. Bajo el reinado de Isabel II, Reino Unido perdió un imperio y sigue buscando un papel. Pero no será ella, la reina sin época, la que se lo proporcione.
El verbo coronar no se ha conjugado tanto en Londres como aquel 2 de junio de 1953. Llegaban las noticias de que Edmund Hillary había coronado el Everest. Y esa misma mañana, 27 millones de británicos veían por primera vez en televisión, a razón de nueve personas por pantalla, la coronación de una nueva reina en la abadía de Westminster. El país no cabía en sí de júbilo. “Siéntase orgulloso de ser británico en este día”, rezaba el titular de primera del Daily Express.
Los periódicos anunciaban el comienzo de una nueva época isabelina. Pero 63 años después se puede decir que, al contrario que su tatarabuela Victoria, a quien el miércoles pasado arrebató el honor de ser la monarca que más tiempo ha ocupado el trono británico, Isabel II no dará nombre a un época. Diga victoriano y pensará en trenes de vapor, en expansión industrial y geográfica, en miseria dickensiana, en Londres marcando el ritmo del planeta. Puede, en cambio, que los hechos acontecidos en los 23.229 días que lleva reinando Isabel II hayan sido demasiado dinámicos y diversos como para atraparlos en una sola palabra. Y si esta se encontrara no sería, desde luego, el nombre de la reina de Inglaterra.
Isabel II ha viajado más que ningún monarca de la historia. Ha visto su cara estampada en billetes de todos los continentes menos la Antártida. Su coronación fue la primera televisada, ha sido la primera reina de Inglaterra en enviar un mail y la primera monarca tuitera. Pero la influencia del país en el mundo, y la de la reina en el país, han mermado demasiado como para que Isabel II dé nombre a una era.
“No seré la soberana de una monarquía democrática”, le escribió la reina Victoria al primer ministro Gladstone en una carta —que afortunadamente su secretario privado pudo interceptar a tiempo—, amenazando con abdicar si seguía adelante con sus planes de reformar la Cámara de los Lores. Y eso, lo que Victoria se negaba a ser, es lo que ha sido Isabel II desde que se sentó en el trono de su padre.
Puede que nada represente mejor su asimilación del papel de una monarca constitucional que la respuesta que le dio a un parroquiano, hace ahora un año, al salir de la iglesia de Balmoral, cuando este le preguntó sobre la independencia de Escocia, sobre la que los ciudadanos estaban a punto de pronunciarse en referéndum. Le contestó que estaba segura de que los escoceses iban a pensárselo muy bien antes de tomar su decisión. Era todo lo lejos que podía llegar. En lugar de decirles qué hacer, dio por hecho que los escoceses actuarían con responsabilidad. Aunque luego en privado, según el relato de David Cameron a Michael Bloomberg que se coló en los micrófonos, la reina “ronroneara” de gozo al otro lado del teléfono cuando el primer ministro le comunicó que los escoceses habían decidido quedarse.
La vida de Isabel II cambió para siempre el año en que su país tuvo tres reyes. Jorge V pronunció sus dos últimas palabras en su lecho de muerte el 20 de enero de 1936. “¡Maldita seas!”, le dijo a la enfermera que le inyectó una dosis letal de morfina y cocaína para acortar su agonía y, como reconocería su médico, para lograr que su muerte fuera anunciada en la edición matutina de The Times y no en los “menos apropiados” diarios vespertinos.
Ese día su hijo Eduardo se convertiría en el rey Eduardo VIII, pero prefirió el amor que la corona y abdicó, el 11 de diciembre de ese mismo año, para poder casarse con la estadounidense dos veces divorciada Wallis Simpson. Su hermano Alberto heredó entonces el trono —como Jorge VI— sin quererlo. “Me derrumbé y lloré como un niño”, escribió en su diario el padre de la actual reina. La familia se mudó de la calle Piccadilly al palacio de Buckingham y ella, la pequeña Lilibet, saltó de repente a la primera en la línea de sucesión al trono a los 10 años.
Estalló la guerra y con ella, el primer contacto de la entonces princesa con el deber que la habría de acompañar el resto de su vida. Representó a su padre en apariciones públicas e ingresó en el servicio auxiliar de mujeres. Allí aprendió una soltura al volante que, muchos años después, llevó al príncipe saudí Abdulá a implorarle que fuera más despacio y mirara a la carretera mientras la reina le enseñaba la finca de Balmoral a bordo de su Land Rover.
Durante la guerra, también, Isabel mantuvo correspondencia con un joven oficial de la marina, Felipe de Dinamarca y Grecia, con quien contraería el 20 de noviembre de 1947 un matrimonio que dura hasta hoy, y el que nacieron cuatro hijos: Carlos, Ana, Andrés y Eduardo.
El día en que terminó la contienda, Isabel II vivió lo que recuerda como uno de los días más memorables de su vida. Convenció a sus padres para que les dejaran, a ella y a su hermana Margarita, sumarse a las celebraciones del día de la victoria. Aquel día, mezclada entre sus futuros súbditos, experimentó lo que es formar parte de una multitud anónima por última vez en su vida.
El delicado juego entre la apertura a la gente y la distancia ha sido ha sido otro terreno que ha acabado dominando la reina Isabel II. En la década de los noventa comprendió que, en los nuevos tiempos, no era una verdad absoluta aquello que escribió Walter Bagehot en 1867 de que, para preservar una monarquía constitucional, “no se debe permitir que la luz del día entre en la magia”. La muerte de Diana, exesposa del príncipe de Gales, sumió al país en el duelo y dejó entrar la luz del día en la privacidad de la familia real. La negativa inicial de la reina a hacer una declaración pública la separó del pueblo. Pero rectificó y recuperó el favor de una ciudadanía que aún hoy, con tres generaciones de herederos directos vivos, mantiene.
Fueron muchas las aspiraciones puestas en la reina de la posguerra, coronada a los 26 años. Pero la realidad pronto proporcionó un baño de humildad al país cuando, en 1956, la guerra del Sinaí demostró que la antaño potencia imperial no era más que una subordinada del poder emergente de Estados Unidos. El declive del imperio, consumado con la entrega de Hong Kong en 1997, parecía ya inevitable. Bajo el reinado de Isabel II, Reino Unido perdió un imperio y sigue buscando un papel. Pero no será ella, la reina sin época, la que se lo proporcione.