¿Respeto o miedo?
Hay que tomar el relevo del semanario 'Charlie Hebdo' y defender el derecho de humoristas y viñetistas a tomarse el poder y la religión a cachondeo
Elvira Lindo, El País
Venga, venga, antes de que se enfríen los cuerpos del tío Bernard, de Wolinski, de Charb, Cabu, Tignous, Honoré o del policía Merabet; antes de que se prolongue en exceso la defensa de los archisabidos valores de Liberté, Égalité, Fraternité que dan sentido a la República Francesa; antes de que nos pongamos demasiado cansinos con la condena del crimen y la defensa de las libertades, vamos a proclamar a los cuatro vientos, para poner a buen recaudo nuestra intachable reputación, que no todos los fieles de esa religión son terroristas y que debemos vacunarnos contra el virus que el atentado puede desatar: la islamofobia. Porque si no lo hacemos, si no incluimos en cada uno de nuestros artículos la consabida frase “hay musulmanes pacíficos”, hay quien se apresurará a tildarnos de racistas, de fascistas, de Houellebecqs o de lepenistas. Pero digo yo que cada cosa tendrá su tiempo, que habrá que guardar un luto. Tres días, cuatro, siquiera una semana. Y en estos días de duelo por unos humoristas cuya lógica tarea consistía en tomarse la religión y el poder a cachondeo lo que toca es tomar el relevo y, en su nombre, defender nuestro derecho a tomarnos el poder y la religión a cachondeo, sin tener que hacer un inmediato repaso a las culpas de Occidente. Elijo e incluyo aquí unas palabras de un artículo, Filántropos y fascistas,escrito por una periodista marroquí, Zineb El Rhazoui, que se expresa con la razón que otorga la experiencia, y además es mujer, y creo que en este asunto hay que dar voz a quienes menos voz tienen:
“Yo, Zineb, nacida en Casablanca, donde me he criado, me reservo el derecho (a criticar el Islam). En nombre de los dieciséis años de educación islámica obligatoria, desde Primaria al Bachillerato, me reservo el derecho de criticar el islam como me venga en gana, sin que ningún(a) idiota útil de los barbudos me explique que yo estoy sufriendo un síndrome de odio a mí misma. Estos impostores de la diversidad deben en primer lugar comprender que criticar una idea no es lo mismo que insultar a quien la defiende. Sin este postulado de base no se puede llevar a cabo ningún debate de opiniones”.
Nombra Zineb a Salman Rushdie y fecha en aquel año 1989 en el que fue declarada la fatwa al autor de Los versos satánicos el nacimiento del término “islamofobia”, inventado, según ella, por algunas mentes del integrismo islamista para confundir la crítica legítima a una creencia religiosa con el racismo. Ahora sabemos que la amenaza a Rushdie fue el principio de una época. He leído estos días que Rushdie recibió una respuesta unánime de solidaridad en el universo cultural, pero no fue del todo así. Hubo ejemplos de mezquindad notoria, como el de John le Carré, que le acusó de provocador y de querer llamar la atención, y recuerdo también algunos juicios cobardicas de críticos que consideraban que había merecido la pena meterse en semejante berenjenal por lo que era sin duda una mala novela. Rushdie pagó su osadía con creces, no con la vida, pero sí con su libertad, que se vio mermada hasta el punto de convertirse en un prisionero de oro. Por fortuna, ha gozado siempre de un sistema inmunitario a prueba de bomba (expresión sin duda desafortunada) que alimenta sus reservas de coraje e ironía y que le ha permitido seguir escribiendo y opinando, tal y como hizo el miércoles, tras el atentado al semanario Charlie Hebdo:
“Respeta a la religión”, escribió Rushdie, “se ha convertido en una frase clave que en rigor significa ‘teme a la religión’. Las religiones, como todas las ideas, merecen la crítica, la sátira y, sí, nuestra falta de respeto sin miedo”.
Ahora sabemos que la amenaza al escritor Salman Rushdie fue el principio de una época
El atentado contra las Torres Gemelas nos hizo conscientes de que inaugurábamos una etapa histórica, la del terror sin fronteras. Recuerdo haber participado en una tertulia radiofónica al día siguiente de la tragedia. Yo lo hacía por teléfono, desde Manhattan pero lejos de la Zona Cero. No sabía más que los periodistas que daban su opinión desde España, todo lo más que podía hacer era dar unas notas de ambiente, por haber paseado hasta donde la ciudad era transitable y haber visto el rostro aterrado de los neoyorquinos, que se parecía, imagino, al mío. En un momento, una periodista, pretendiendo imagino ponerse en la piel de los pueblos oprimidos, se aventuró y dijo algo como “cuánta humillación habrán tenido que padecer esos jóvenes para verse abocados a practicar el terror”. Ya se sabe que las tertulias fueron inventadas para soltar idioteces, pero confieso que me pilló fuera de juego una tan tremenda como esta. No le contestaron los contertulios en el estudio y yo me quedé muda, como mudos andaban los neoyorquinos en aquellos días en los que la isla se convirtió en una cárcel y se palpaba la angustia en las esquinas. Hay opiniones que no se olvidan y esta se me quedó fijada en la memoria, probablemente por no haber tenido capacidad de respuesta. Creo que hoy, después de todo lo vivido, después de este último capítulo del terror, sí sería capaz de desmontar el retorcido razonamiento de quien, por cierto, no ha visto jamás su vida amenazada. Diría, por ejemplo: yo no tengo la culpa de su resentimiento, ni por mi condición de infiel, ni por mi condición de mujer, ni por mi condición de humorista.
Elvira Lindo, El País
Venga, venga, antes de que se enfríen los cuerpos del tío Bernard, de Wolinski, de Charb, Cabu, Tignous, Honoré o del policía Merabet; antes de que se prolongue en exceso la defensa de los archisabidos valores de Liberté, Égalité, Fraternité que dan sentido a la República Francesa; antes de que nos pongamos demasiado cansinos con la condena del crimen y la defensa de las libertades, vamos a proclamar a los cuatro vientos, para poner a buen recaudo nuestra intachable reputación, que no todos los fieles de esa religión son terroristas y que debemos vacunarnos contra el virus que el atentado puede desatar: la islamofobia. Porque si no lo hacemos, si no incluimos en cada uno de nuestros artículos la consabida frase “hay musulmanes pacíficos”, hay quien se apresurará a tildarnos de racistas, de fascistas, de Houellebecqs o de lepenistas. Pero digo yo que cada cosa tendrá su tiempo, que habrá que guardar un luto. Tres días, cuatro, siquiera una semana. Y en estos días de duelo por unos humoristas cuya lógica tarea consistía en tomarse la religión y el poder a cachondeo lo que toca es tomar el relevo y, en su nombre, defender nuestro derecho a tomarnos el poder y la religión a cachondeo, sin tener que hacer un inmediato repaso a las culpas de Occidente. Elijo e incluyo aquí unas palabras de un artículo, Filántropos y fascistas,escrito por una periodista marroquí, Zineb El Rhazoui, que se expresa con la razón que otorga la experiencia, y además es mujer, y creo que en este asunto hay que dar voz a quienes menos voz tienen:
“Yo, Zineb, nacida en Casablanca, donde me he criado, me reservo el derecho (a criticar el Islam). En nombre de los dieciséis años de educación islámica obligatoria, desde Primaria al Bachillerato, me reservo el derecho de criticar el islam como me venga en gana, sin que ningún(a) idiota útil de los barbudos me explique que yo estoy sufriendo un síndrome de odio a mí misma. Estos impostores de la diversidad deben en primer lugar comprender que criticar una idea no es lo mismo que insultar a quien la defiende. Sin este postulado de base no se puede llevar a cabo ningún debate de opiniones”.
Nombra Zineb a Salman Rushdie y fecha en aquel año 1989 en el que fue declarada la fatwa al autor de Los versos satánicos el nacimiento del término “islamofobia”, inventado, según ella, por algunas mentes del integrismo islamista para confundir la crítica legítima a una creencia religiosa con el racismo. Ahora sabemos que la amenaza a Rushdie fue el principio de una época. He leído estos días que Rushdie recibió una respuesta unánime de solidaridad en el universo cultural, pero no fue del todo así. Hubo ejemplos de mezquindad notoria, como el de John le Carré, que le acusó de provocador y de querer llamar la atención, y recuerdo también algunos juicios cobardicas de críticos que consideraban que había merecido la pena meterse en semejante berenjenal por lo que era sin duda una mala novela. Rushdie pagó su osadía con creces, no con la vida, pero sí con su libertad, que se vio mermada hasta el punto de convertirse en un prisionero de oro. Por fortuna, ha gozado siempre de un sistema inmunitario a prueba de bomba (expresión sin duda desafortunada) que alimenta sus reservas de coraje e ironía y que le ha permitido seguir escribiendo y opinando, tal y como hizo el miércoles, tras el atentado al semanario Charlie Hebdo:
“Respeta a la religión”, escribió Rushdie, “se ha convertido en una frase clave que en rigor significa ‘teme a la religión’. Las religiones, como todas las ideas, merecen la crítica, la sátira y, sí, nuestra falta de respeto sin miedo”.
Ahora sabemos que la amenaza al escritor Salman Rushdie fue el principio de una época
El atentado contra las Torres Gemelas nos hizo conscientes de que inaugurábamos una etapa histórica, la del terror sin fronteras. Recuerdo haber participado en una tertulia radiofónica al día siguiente de la tragedia. Yo lo hacía por teléfono, desde Manhattan pero lejos de la Zona Cero. No sabía más que los periodistas que daban su opinión desde España, todo lo más que podía hacer era dar unas notas de ambiente, por haber paseado hasta donde la ciudad era transitable y haber visto el rostro aterrado de los neoyorquinos, que se parecía, imagino, al mío. En un momento, una periodista, pretendiendo imagino ponerse en la piel de los pueblos oprimidos, se aventuró y dijo algo como “cuánta humillación habrán tenido que padecer esos jóvenes para verse abocados a practicar el terror”. Ya se sabe que las tertulias fueron inventadas para soltar idioteces, pero confieso que me pilló fuera de juego una tan tremenda como esta. No le contestaron los contertulios en el estudio y yo me quedé muda, como mudos andaban los neoyorquinos en aquellos días en los que la isla se convirtió en una cárcel y se palpaba la angustia en las esquinas. Hay opiniones que no se olvidan y esta se me quedó fijada en la memoria, probablemente por no haber tenido capacidad de respuesta. Creo que hoy, después de todo lo vivido, después de este último capítulo del terror, sí sería capaz de desmontar el retorcido razonamiento de quien, por cierto, no ha visto jamás su vida amenazada. Diría, por ejemplo: yo no tengo la culpa de su resentimiento, ni por mi condición de infiel, ni por mi condición de mujer, ni por mi condición de humorista.