ANÁLISIS / Una excepcional oleada republicana
Hollande consigue transmitir que su país aún cuenta en el mundo
Joaquín Prieto, El País
Francia, y toda Europa con ella, se han asomado al abismo de la contienda entre comunidades étnicas y religiosas, y han decidido no dejarse arrastrar a esa dinámica de guerra. Uno de los atentados iba dirigido contra la libertad de expresión, el otro llevaba el sello del antisemitismo, pero los que desfilaban por las calles querían taponar los enfrentamientos comunitarios. Los asesinos de París han desencadenado un movimiento de unidad sin precedentes, enviando así un mensaje inequívoco a las debilitadas corrientes centrales de la política.
Hay al menos tres razones para pensarlo así. En primer lugar, las grandes demostraciones en las calles legitiman una lucha redoblada contra un terrorismo reducido a delincuencia, y no portador de valores políticos ni religiosos. François Hollande se juega su futuro y el de su partido a que sea posible mantener el respeto a todas las religiones, propio de un Estado laico, y Nicolas Sarkozy sabe que también es asunto suyo.
En segundo lugar, Hollande y el Gobierno de Manuel Valls consiguen transmitir a sus compatriotas que su país aún cuenta en el mundo, gracias a la cumbre internacional manifestada ayer en las calles de París. No todos los sectores aplauden la participación de algunos de esos mandatarios, poco ejemplares en el respeto a las libertades; pero puede más la sensación de que Francia sigue siendo un punto de referencia, aunque haya perdido su antiguo carácter de gran potencia.
Y el tercer elemento tiene que ver con la marginación de la extrema derecha. Pocos olvidan la denuncia constante de la inmigración y el viejo fondo antisemita del Frente Nacional. Las manifestaciones no se han hecho contra la extrema derecha, pero sí han recuperado la política del “cordón sanitario”, que desde hace decenios pretende mantener a esa fuerza política y a sus simpatizantes al margen de las fuerzas republicanas. Marine Le Pen y los suyos no han tenido otra opción que alzarse contra “el sistema UMPS”, sintetizando en ese término las siglas del partido de la derecha (UMP) y las del partido socialista; no es nada probable que su discurso se imponga al de los partidarios de la convivencia.
A poco más de dos años para las próximas elecciones presidenciales y legislativas, los socialistas en el poder no pueden hacer otra cosa que ofrecerse como “la fuerza tranquila” de la que habló François Mitterrand. Francia, y otros países de Europa, se juegan el futuro a ser capaces de aceptar y gestionar la pluralidad de culturas y orígenes diversos. Es difícil reanudar un pacto social puesto en cuarentena por la crisis económica, pero no queda otra para reducir al mínimo la violencia latente entre los que no se integran en sus países, y eso con independencia de los compromisos militares u objetivos de seguridad adoptados por los poderes del Estado. Es el objetivo buscado por los protagonistas de la gran oleada republicana en curso: protegerse contra las amenazas, pero rearmarse frente a las dinámicas de los halcones.
Joaquín Prieto, El País
Francia, y toda Europa con ella, se han asomado al abismo de la contienda entre comunidades étnicas y religiosas, y han decidido no dejarse arrastrar a esa dinámica de guerra. Uno de los atentados iba dirigido contra la libertad de expresión, el otro llevaba el sello del antisemitismo, pero los que desfilaban por las calles querían taponar los enfrentamientos comunitarios. Los asesinos de París han desencadenado un movimiento de unidad sin precedentes, enviando así un mensaje inequívoco a las debilitadas corrientes centrales de la política.
Hay al menos tres razones para pensarlo así. En primer lugar, las grandes demostraciones en las calles legitiman una lucha redoblada contra un terrorismo reducido a delincuencia, y no portador de valores políticos ni religiosos. François Hollande se juega su futuro y el de su partido a que sea posible mantener el respeto a todas las religiones, propio de un Estado laico, y Nicolas Sarkozy sabe que también es asunto suyo.
En segundo lugar, Hollande y el Gobierno de Manuel Valls consiguen transmitir a sus compatriotas que su país aún cuenta en el mundo, gracias a la cumbre internacional manifestada ayer en las calles de París. No todos los sectores aplauden la participación de algunos de esos mandatarios, poco ejemplares en el respeto a las libertades; pero puede más la sensación de que Francia sigue siendo un punto de referencia, aunque haya perdido su antiguo carácter de gran potencia.
Y el tercer elemento tiene que ver con la marginación de la extrema derecha. Pocos olvidan la denuncia constante de la inmigración y el viejo fondo antisemita del Frente Nacional. Las manifestaciones no se han hecho contra la extrema derecha, pero sí han recuperado la política del “cordón sanitario”, que desde hace decenios pretende mantener a esa fuerza política y a sus simpatizantes al margen de las fuerzas republicanas. Marine Le Pen y los suyos no han tenido otra opción que alzarse contra “el sistema UMPS”, sintetizando en ese término las siglas del partido de la derecha (UMP) y las del partido socialista; no es nada probable que su discurso se imponga al de los partidarios de la convivencia.
A poco más de dos años para las próximas elecciones presidenciales y legislativas, los socialistas en el poder no pueden hacer otra cosa que ofrecerse como “la fuerza tranquila” de la que habló François Mitterrand. Francia, y otros países de Europa, se juegan el futuro a ser capaces de aceptar y gestionar la pluralidad de culturas y orígenes diversos. Es difícil reanudar un pacto social puesto en cuarentena por la crisis económica, pero no queda otra para reducir al mínimo la violencia latente entre los que no se integran en sus países, y eso con independencia de los compromisos militares u objetivos de seguridad adoptados por los poderes del Estado. Es el objetivo buscado por los protagonistas de la gran oleada republicana en curso: protegerse contra las amenazas, pero rearmarse frente a las dinámicas de los halcones.