La llave del embargo
Durante cinco décadas el bloqueo ha asfixiado al ciudadano y servido al régimen para justificar el control político
Mauricio Vicent
Madrid, El País
Hace aproximadamente 30 años, a mediados del año 1984, me tocó ir a hacer la copia de una llave a una ferretería que había en la calle San Miguel, en el corazón del bullicioso barrio de Centro Habana. Era uno de los pocos negocios estatales de la ciudad que ofrecía este tipo de servicios con cierta garantía, pues en otros lugares las reproducciones se hacían artesanalmente, limando a ojo moldes de llaves similares, pues la mayoría de las cerraduras instaladas en la isla eran de fabricación norteamericana. Debido al embargo de Estados Unidos, que comenzó casi con el mismo triunfo de la revolución de Fidel Castro, no entraban moldes de llaves originales, lo que complicaba todavía más la cosa, pero por suerte el cerrojo de mi piso era fabricado en los países socialistas, por lo que, pensaba yo, no debía haber mayores dificultades.
El Llavín, que así se llamaba el negocio en cuestión, era “Colectivo Vanguardia”, según rezaba un letrero rojo colgado en la pared, y tenía una moderna máquina para hacer las reproducciones. El empleado encontró sin dificultad un molde, lo puso en una máquina junto a la original y en unos minutos tenía mi copia. Cuando la probé al llegar al edificio de 12 y Malecón, donde vivía, la llave no entraba en la cerradura. ¡Ni el pico de la llave entraba! Bastante encabronado, cogí de nuevo una guagua repleta y volví a la tienda. Después de 40 minutos de cola, el trabajador de El Llavín me dijo que no tenía derecho alguno a reclamar.
“Debía haber mirado uté antes la advertencia”, afirmó. Efectivamente, encima de la máquina, escrita sobre un cartón, la siguiente frase decía: “Las copias de llaves se hacen sin garantía”. Yo estaba recién llegado y no había interiorizado aún que la eficiencia y el tiempo en el socialismo tenían otra dimensión, más si por una carambola histórica este sistema se desarrolla en el Caribe y encima se le suman variables como el embargo y la abierta enemistad de Estados Unidos. Así, la bronca en El Llavín fue subiendo de tono, y cuando el empleado se sintió acorralado soltó una frase que después escucharía muchas veces: “La culpa de todo la tiene Estados Unidos, que nos tiene bloqueados desde hace 25 años”.
Le hice notar por tercera o cuarta vez que mi llave era rusa, pero el hombre siguió con el mismo argumento ante la mirada cansada de la gente, que seguía haciendo cola. A muchos de los clientes les habría ocurrido lo mismo alguna vez, pero consideraban inútil protestar; este tipo de problemas eran inherentes al sistema, como la libreta de racionamiento o la ineficiencia de las empresas estatales, no tenía ningún sentido luchar contra algo que era de una forma determinada y nadie lo iba a cambiar.
La historia viene a cuento porque más de dos tercios de los 11 millones de cubanos que en la actualidad residen en la isla no habían nacido cuando ya los Gobiernos de Washington y La Habana habían roto relaciones, y el enredo de restricciones y prohibiciones que dan cuerpo al embargo estaba en vigor.
El embargo, o “bloqueo”, según el nombre oficial en Cuba, sin duda ha provocado miles de problemas a los cubanos, aunque, como reconoció valientemente ayer el presidente estadounidense Barack Obama, esta política no haya servido de nada en su propósito de lograr el derrocamiento del régimen.
El desabastecimiento crónico de determinados productos, la pésima calidad de otras mercancías y comestibles comprados antes en los antiguos países socialistas —compotas incomibles de Albania, conservas búlgaras y rusas sabrosas por el hambre, pero increíblemente eficaces para la acidez, o vinos de oscuras y remotas procedencias—, además de las restricciones financieras internacionales y la dificultad para acceder a medicamentos de última generación, que hubiera resultado más sencillo y económico comprar en Estados Unidos, han afectado a la mayoría de los cubanos desde que nacieron. El embargo está codificado en el ADN del cubano, y del mismo modo lo está el enrocamiento del régimen ante Estados Unidos como reacción a esa política de asfixia, cuya existencia ha servido de argumento y excusa para justificarlo todo: ibas a una oficina en horario público y estaba cerrada, cuestión del embargo; pedía un turista un mojito en la Bodeguita de Enmedio y no había limón ni hierbabuena (productos nacionales), el embargo de nuevo. Y así hasta el infinito.
Dijo ayer Raúl Castro que el restablecimiento de las relaciones con EE UU y las medidas anunciadas no terminaban con el problema “del bloqueo”, cuya derogación no depende del presidente Obama sino del Congreso, de mayoría republicana. Tampoco Obama ha liberado todavía el turismo norteamericano, otra pieza clave, pero el primer paso está dado. La semana pasada este periodista coincidió en La Habana con los estudiantes del buque escuela norteamericano M. V. Explorer, 624 jóvenes de 250 universidades de EE UU de visita en la isla. Aquello era el futuro. Ya no hay en el horizonte Llavín que valga.
Mauricio Vicent
Madrid, El País
Hace aproximadamente 30 años, a mediados del año 1984, me tocó ir a hacer la copia de una llave a una ferretería que había en la calle San Miguel, en el corazón del bullicioso barrio de Centro Habana. Era uno de los pocos negocios estatales de la ciudad que ofrecía este tipo de servicios con cierta garantía, pues en otros lugares las reproducciones se hacían artesanalmente, limando a ojo moldes de llaves similares, pues la mayoría de las cerraduras instaladas en la isla eran de fabricación norteamericana. Debido al embargo de Estados Unidos, que comenzó casi con el mismo triunfo de la revolución de Fidel Castro, no entraban moldes de llaves originales, lo que complicaba todavía más la cosa, pero por suerte el cerrojo de mi piso era fabricado en los países socialistas, por lo que, pensaba yo, no debía haber mayores dificultades.
El Llavín, que así se llamaba el negocio en cuestión, era “Colectivo Vanguardia”, según rezaba un letrero rojo colgado en la pared, y tenía una moderna máquina para hacer las reproducciones. El empleado encontró sin dificultad un molde, lo puso en una máquina junto a la original y en unos minutos tenía mi copia. Cuando la probé al llegar al edificio de 12 y Malecón, donde vivía, la llave no entraba en la cerradura. ¡Ni el pico de la llave entraba! Bastante encabronado, cogí de nuevo una guagua repleta y volví a la tienda. Después de 40 minutos de cola, el trabajador de El Llavín me dijo que no tenía derecho alguno a reclamar.
“Debía haber mirado uté antes la advertencia”, afirmó. Efectivamente, encima de la máquina, escrita sobre un cartón, la siguiente frase decía: “Las copias de llaves se hacen sin garantía”. Yo estaba recién llegado y no había interiorizado aún que la eficiencia y el tiempo en el socialismo tenían otra dimensión, más si por una carambola histórica este sistema se desarrolla en el Caribe y encima se le suman variables como el embargo y la abierta enemistad de Estados Unidos. Así, la bronca en El Llavín fue subiendo de tono, y cuando el empleado se sintió acorralado soltó una frase que después escucharía muchas veces: “La culpa de todo la tiene Estados Unidos, que nos tiene bloqueados desde hace 25 años”.
Le hice notar por tercera o cuarta vez que mi llave era rusa, pero el hombre siguió con el mismo argumento ante la mirada cansada de la gente, que seguía haciendo cola. A muchos de los clientes les habría ocurrido lo mismo alguna vez, pero consideraban inútil protestar; este tipo de problemas eran inherentes al sistema, como la libreta de racionamiento o la ineficiencia de las empresas estatales, no tenía ningún sentido luchar contra algo que era de una forma determinada y nadie lo iba a cambiar.
La historia viene a cuento porque más de dos tercios de los 11 millones de cubanos que en la actualidad residen en la isla no habían nacido cuando ya los Gobiernos de Washington y La Habana habían roto relaciones, y el enredo de restricciones y prohibiciones que dan cuerpo al embargo estaba en vigor.
El embargo, o “bloqueo”, según el nombre oficial en Cuba, sin duda ha provocado miles de problemas a los cubanos, aunque, como reconoció valientemente ayer el presidente estadounidense Barack Obama, esta política no haya servido de nada en su propósito de lograr el derrocamiento del régimen.
El desabastecimiento crónico de determinados productos, la pésima calidad de otras mercancías y comestibles comprados antes en los antiguos países socialistas —compotas incomibles de Albania, conservas búlgaras y rusas sabrosas por el hambre, pero increíblemente eficaces para la acidez, o vinos de oscuras y remotas procedencias—, además de las restricciones financieras internacionales y la dificultad para acceder a medicamentos de última generación, que hubiera resultado más sencillo y económico comprar en Estados Unidos, han afectado a la mayoría de los cubanos desde que nacieron. El embargo está codificado en el ADN del cubano, y del mismo modo lo está el enrocamiento del régimen ante Estados Unidos como reacción a esa política de asfixia, cuya existencia ha servido de argumento y excusa para justificarlo todo: ibas a una oficina en horario público y estaba cerrada, cuestión del embargo; pedía un turista un mojito en la Bodeguita de Enmedio y no había limón ni hierbabuena (productos nacionales), el embargo de nuevo. Y así hasta el infinito.
Dijo ayer Raúl Castro que el restablecimiento de las relaciones con EE UU y las medidas anunciadas no terminaban con el problema “del bloqueo”, cuya derogación no depende del presidente Obama sino del Congreso, de mayoría republicana. Tampoco Obama ha liberado todavía el turismo norteamericano, otra pieza clave, pero el primer paso está dado. La semana pasada este periodista coincidió en La Habana con los estudiantes del buque escuela norteamericano M. V. Explorer, 624 jóvenes de 250 universidades de EE UU de visita en la isla. Aquello era el futuro. Ya no hay en el horizonte Llavín que valga.