El virus que se hizo fuerte al llegar a la ciudad

El río Ébola, un humilde afluente del río Mongala, da nombre el agente infeccioso que surgió en 1976 y que ha matado ya a más de 4.200 personas

Javier Sampedro
Madrid, El País
La crisis del ébola empezó en marzo para la opinión pública occidental, pero en África las desdichas tienen siempre raíces más profundas, hervideros recónditos, signos escritos en un lenguaje críptico y premonitorio. Fue el 6 de diciembre de 2013 cuando un niño de dos años llamado Émile murió en Meliandou, un pueblo de la prefectura de Guéckédou, al sur de Guinea. La muerte de un niño en África es una moneda demasiado corriente como para levantar una sola ceja, pero poco después siguieron la misma suerte su madre, Sia, su abuela Koumba y su hermana de tres años Philomène, lo que ya no es tan común ni en las zonas rurales de Guinea. Todos habían sufrido fiebre alta, vómitos y diarrea, pero nadie sospechó cuál podía ser la causa de tanta maldición familiar.


Los entierros en esta zona del mundo implican a menudo un contacto directo con los cadáveres, y este fue justo el caso de la ceremonia fúnebre de la abuela Koumba, donde uno de los asistentes se contagió y se llevó consigo la desgracia al pueblo cercano donde vivía. Poco después, un trabajador sanitario de Guéckédou se contaminó y sirvió como foco secundario para extender la enfermedad a Macenta, Nzérékoré y Kissidogou. Era febrero para entonces, y el peor brote de ébola de la historia caminaba con paso firme por África occidental, una región donde nadie esperaba que pudiera suceder algo así.

El niño Émile es lo que los epidemiólogos llaman el “caso índice” del actual brote. No es necesariamente el origen exacto de la epidemia, pero es lo más cerca que la investigación ha podido acercarse a él. Para finales de marzo, cuando se reconoció la naturaleza del virus y la alerta de Médicos Sin Fronteras llegó a la Organización Mundial de la Salud (OMS), se habían dado ya 111 casos en esas cuatro prefecturas de Guinea, con 79 muertes. El último informe de la OMS, datado el pasado viernes, recoge 8.376 casos –entre confirmados, probables y sospechosos— y 4.033 muertes. La enfermedad se ha extendido de Guinea a Liberia, Nigeria, Senegal y Sierra Leona, sin contar los dos casos aislados de Estados Unidos y España de los que todos hemos hablado sin cesar esta semana. Desde 1976, el virus ha matado a más de 4.200 personas

¿Qué tiene de especial este brote para haberse convertido en el peor de la historia? “El virus es el mismo que en los brotes anteriores de la República Democrática del Congo y Uganda”, dice en entrevista telefónica Ron Behrens, profesor principal de la London School of Higiene & Tropical Medicine (LSHTM). “Incluso a nivel de ADN se trata del mismo virus, pese a algunos polimorfismos" (cambios de ‘letra’ en el ADN, o más exactamente en el ARN, la molécula hermana que sirve de material genético al ébola).
El brote de las ciudades

“Lo realmente diferente de este brote”, prosigue Behrens, “es que ha ocurrido en el oeste de África, y no solo en zonas rurales como los anteriores, sino en ciudades, donde la densidad de población es más alta; el virus actual no tiene una capacidad de contagio de persona a persona mayor de lo habitual; lo que hay ahora es más gente alrededor susceptible de ser infectada”.

El director del LSHTM es el codescubridor del ébola Peter Piot, que tampoco oculta su sorpresa por los aspectos de este brote que carecen de precedentes. “Es la primera vez que países enteros se han visto afectados”, escribe en WorldPost’: “Es la primera vez que las capitales con grandes poblaciones urbanas están implicadas; y es la primera vez que el virus se diagnostica fuera de África; en los 38 años que llevo trabajando con el ébola, nunca pensé que el virus tomara estas dimensiones, convirtiéndose de un pequeño brote en una horrible crisis humanitaria”.

El virus debe su nombre al río Ébola, un humilde afluente del río Mongala que a su vez vierte al río Congo, y que solo aparecería en los tomos más gruesos de geografía de no ser por el agente infeccioso que surgió allí en 1976 y que hoy supera en fama incluso al virus de la gripe aviar y a los priones de las vacas locas’ Aquel primer brote de hace 38 años causó algo más de 400 muertes, lo bastante para llamar la atención de los epidemiólogos occidentales. Contribuyó a ello la forma espantosa en que mataba a los infectados, con un cuadro de hemorragias generalizadas de tal envergadura que llegó a describirse en la época como “el cuerpo estallando desde dentro”. Que eso sea una exageración será probablemente un pobre consuelo para los contagiados.

Un día de septiembre de 1976, un piloto de Sabena Airlines, la antigua aerolínea nacional de Bélgica, llevó un termo y una carta al laboratorio de Amberes donde trabajaba el joven Peter Piot. La carta era de un médico de Kinshasa, la capital de la República Democrática del Congo (entonces Zaire), y explicaba que el termo contenía una muestra de sangre de una monja que acababa de morir en Yambuku, una aldea junto al río Ébola, a consecuencia de una enfermedad enigmática. El médico pedía a los científicos belgas que intentaran confirmar si se trataba de la fiebre amarilla.

Piot se puso su bata blanca –una protección que se consideraba adecuada en la época—, abrió el termo, apartó con el dedo un vial que se había roto y utilizó el otro, que estaba intacto, para hacer las pruebas. No era fiebre amarilla. Tampoco la fiebre de Lassa, ni el tifus. Pero algo había en el vial, porque cuando lo inyectaron a ratones empezaron a morir uno tras otro en escalofriante sucesión.

Cuando pusieron una muestra bajo el microscopio, Piot exclamó: “¿Qué demonios es eso?”. Era un virus grande y largo con forma de gusano. La única cosa parecida que se había visto antes era otro virus llamado Marburg, que había causado un brote de fiebres hemorrágicas que una década antes había matado a un grupo de investigadores en un laboratorio de esa ciudad universitaria alemana. Piot fue poco después uno de los primeros científicos que viajaron a Zaire para estudiar la misteriosa epidemia. Hace ahora 38 años.

Behrens, como el resto de los científicos conocedores del virus, ve muy improbable que el caso de la enfermera española, o los casos similares de Estados Unidos y Brasil, den lugar a brotes en los países occidentales. “Solo si el caso índice no fuera detectado a tiempo podría haber un problema”, dice. “No creo que el riesgo sea muy alto.

Pero la epidemia de África occidental es la peor de la historia, y está causando una masacre. “Lo que falta no es tanto dinero, sino recursos humanos; es muy difícil conseguir técnicos que viajen allí”, añade Behrens.

Nadie ha inventado todavía el turismo virológico.

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