Cruzar la frontera para llegar a casa
La mayoría de los menores que cruzan solos a EE UU acaban reunidos con un familiar al otro lado, tras pasar un mes en los centros de acogida
Pablo Ximénez de Sandoval
Los Ángeles, El País
Cuando la violaron por segunda vez, le dijeron que la matarían si los denunciaba. Entonces la madre de Alina A., que llevaba siete años sin ver a su hija, decidió pagar 4.000 dólares para sacarla de su pueblo en el sur de Honduras y traerla a Estados Unidos. Embarazada de seis meses de aquella violación, Alina cuenta que emprendió camino junto con otras cuatro personas hacia EE UU. Tardó un mes en cruzar México. A pie, en camión y en el tren que llaman La Bestia. Unos días comió y otros no. Mientras el grupo esperaba un momento propicio para cruzar la frontera, el jueves 22 de mayo empezó a sangrar. Decidió que su hija sobreviviría a este viaje. Cruzó ella sola el Río Grande la noche del sábado 24 de mayo. Recuerda haber cruzado también una valla. “Allí estaba la migra (policía fronteriza)”. La tuvieron detenida unas horas y luego la llevaron a un hospital. Su hija, Lourdes Montserrat, nació sietemesina aquel lunes y es ciudadana norteamericana. Alina tiene 14 años.
Los menores que cruzan la frontera de Estados Unidos, 57.000 desde octubre, y que han desbordado las estructuras de acogida de Texas, llegan en su mayoría huyendo de experiencias traumáticas, principalmente la violencia de las maras en el triángulo norte de Centroamérica. El año pasado fueron 38.000. Es una avalancha.
Los niños son un tipo de inmigrante que se aleja del tópico. Quieren ser detenidos, cuanto antes mejor. Es la manera de garantizarse encontrar a su familia. “Llevan memorizado el teléfono de sus padres en Estados Unidos”, explica Alexia Rodríguez, vicepresidenta de programas para jóvenes de Southwest Key, una de las organizaciones que subcontrata el Gobierno federal para gestionar los albergues para los menores. A la madre de Alina la llamó la Patrulla Fronteriza el mismo sábado, a decirle que habían detenido a una menor que decía ser su hija.
Las administraciones implicadas en la atención a estos niños llevan décadas funcionando. Lo único nuevo son los números. Es imposible deportarlos inmediatamente gracias a la protección especial que les da una ley promulgada por George W. Bush en 2008 contra el tráfico de personas, que obliga a escuchar su caso en un tribunal antes de decidir sobre su deportación. Tras ser detenidos, en 72 horas la Patrulla Fronteriza debe completar el trámite de denunciarlos, entregarles la notificación para presentarse en el juzgado. Este es el estadio administrativo que más ha sufrido con la avalancha de menores. La administración no da abasto, los casos tardan semanas y los centros de detención no están acondicionados para tener tantos niños tantos días. Las limitaciones de los centros de detención son el cuello de botella que ha dado lugar a la crisis política y ha obligado al Gobierno federal a buscar otros lugares donde alojarlos en Arizona y California, a veces centros militares mal acondicionados para esta función.
Los menores indocumentados “llevan memorizado el teléfono de sus padres en EE UU”, explica una responsable de centros de acogida
Alina estuvo detenida 15 días en un centro de Laredo, Texas. Recuerda que no podía bañarse y “hacía mucho frío”. Su hija, prematura, se quedó en el hospital. Al cabo de ocho días pudo ir a verla una vez al día. Cuando le dieron el alta, las mandaron juntas a un albergue en Corpus Christi, Texas y luego a una familia de acogida.
Esta es la segunda Administración con la que tratan los niños. El objetivo de todo el procedimiento es juzgar al menor y, si es posible, deportarlo. Pero garantizando sus derechos como menor a estar protegido y en un ambiente adecuado. La Patrulla Fronteriza los entrega a la Oficina para la Reubicación de Refugiados, que los reparte en centros de acogida como los de Southwest Key, con base en Texas y 20 años de experiencia en este negocio. Esta empresa se hacía cargo en sus albergues de unos 10.000 menores al año. La cifra ha subido a 13.000 en el último año, explica Rodríguez. En estos centros, los menores pasan alrededor de un mes. Alina estuvo 12 días.
Mientras están allí, las personas que dicen ser sus padres o familiares deben probar su identidad y que tienen medios para que vivan con ellos. Si no encuentran a nadie que se haga cargo de ellos, se quedan en el sistema de albergues públicos hasta que son mayores de edad o hasta que un juez decide su caso, con muchas posibilidades de ser deportados.
Alina se presentó con su bebé y sin abogado en los juzgados de inmigración para defenderse de su proceso de deportación
Para más del 80%, el viaje acaba en casa de un familiar en EE UU. Según la Oficina federal para el Realojo de Refugiados, más de 30.000 niños fueron entregados a tutores legales desde octubre hasta principios de julio, la mayoría a padres o familiares cercanos. Uno de ellos era Alina, cuyo viaje empieza en su casa y termina en su otra casa, en Los Ángeles, donde vive su madre desde hace siete años limpiando casas. Ella dejó cinco hijos en Honduras con los abuelos y emigró huyendo de la violencia doméstica. Alina y su madre se reunieron después de siete años el pasado 21 de junio en Los Ángeles.
Alina está casi al final del viaje. Las mismas leyes que la protegen a este lado de la frontera la intentan devolver a su pueblo en Honduras. Pero ahora tiene la oportunidad de defenderse ante un tribunal, buscar varios de los recovecos legales que le permitan quedarse temporalmente en EE UU o pedir estatuto de refugiado, que rara vez se concede, según la abogada especializada Judy London. El pasado miércoles dio el primer paso. Se presentó con su madre y su bebé a la primera audiencia de su caso en los juzgados de inmigración de Los Ángeles. La juez dejó escapar un gesto de congoja al oír que la acusada, de 14 años, tenía un bebé. Al ver que no tenía abogado, como todos los demás menores que estaban allí, les concedió un mes y medio para buscarse uno y volver a la sala.
Mientras, Alina se ha matriculado en un colegio público de Reseda, al norte de Los Ángeles, en noveno curso de la educación obligatoria. En Honduras dejó el colegio cuando la violaron por primera vez. Su madre cree que tienen una oportunidad de quedarse en EE UU, que la juez entenderá su caso. “Si vuelve allí, la van a violar otra vez. Y no tiene quién cuide de ella”. Además, es madre adolescente de una niña norteamericana de dos meses, nacida en Texas. Alina mira a su bebé y masculla, como para sí misma: “A ella no la pueden deportar”.
Pablo Ximénez de Sandoval
Los Ángeles, El País
Cuando la violaron por segunda vez, le dijeron que la matarían si los denunciaba. Entonces la madre de Alina A., que llevaba siete años sin ver a su hija, decidió pagar 4.000 dólares para sacarla de su pueblo en el sur de Honduras y traerla a Estados Unidos. Embarazada de seis meses de aquella violación, Alina cuenta que emprendió camino junto con otras cuatro personas hacia EE UU. Tardó un mes en cruzar México. A pie, en camión y en el tren que llaman La Bestia. Unos días comió y otros no. Mientras el grupo esperaba un momento propicio para cruzar la frontera, el jueves 22 de mayo empezó a sangrar. Decidió que su hija sobreviviría a este viaje. Cruzó ella sola el Río Grande la noche del sábado 24 de mayo. Recuerda haber cruzado también una valla. “Allí estaba la migra (policía fronteriza)”. La tuvieron detenida unas horas y luego la llevaron a un hospital. Su hija, Lourdes Montserrat, nació sietemesina aquel lunes y es ciudadana norteamericana. Alina tiene 14 años.
Los menores que cruzan la frontera de Estados Unidos, 57.000 desde octubre, y que han desbordado las estructuras de acogida de Texas, llegan en su mayoría huyendo de experiencias traumáticas, principalmente la violencia de las maras en el triángulo norte de Centroamérica. El año pasado fueron 38.000. Es una avalancha.
Los niños son un tipo de inmigrante que se aleja del tópico. Quieren ser detenidos, cuanto antes mejor. Es la manera de garantizarse encontrar a su familia. “Llevan memorizado el teléfono de sus padres en Estados Unidos”, explica Alexia Rodríguez, vicepresidenta de programas para jóvenes de Southwest Key, una de las organizaciones que subcontrata el Gobierno federal para gestionar los albergues para los menores. A la madre de Alina la llamó la Patrulla Fronteriza el mismo sábado, a decirle que habían detenido a una menor que decía ser su hija.
Las administraciones implicadas en la atención a estos niños llevan décadas funcionando. Lo único nuevo son los números. Es imposible deportarlos inmediatamente gracias a la protección especial que les da una ley promulgada por George W. Bush en 2008 contra el tráfico de personas, que obliga a escuchar su caso en un tribunal antes de decidir sobre su deportación. Tras ser detenidos, en 72 horas la Patrulla Fronteriza debe completar el trámite de denunciarlos, entregarles la notificación para presentarse en el juzgado. Este es el estadio administrativo que más ha sufrido con la avalancha de menores. La administración no da abasto, los casos tardan semanas y los centros de detención no están acondicionados para tener tantos niños tantos días. Las limitaciones de los centros de detención son el cuello de botella que ha dado lugar a la crisis política y ha obligado al Gobierno federal a buscar otros lugares donde alojarlos en Arizona y California, a veces centros militares mal acondicionados para esta función.
Los menores indocumentados “llevan memorizado el teléfono de sus padres en EE UU”, explica una responsable de centros de acogida
Alina estuvo detenida 15 días en un centro de Laredo, Texas. Recuerda que no podía bañarse y “hacía mucho frío”. Su hija, prematura, se quedó en el hospital. Al cabo de ocho días pudo ir a verla una vez al día. Cuando le dieron el alta, las mandaron juntas a un albergue en Corpus Christi, Texas y luego a una familia de acogida.
Esta es la segunda Administración con la que tratan los niños. El objetivo de todo el procedimiento es juzgar al menor y, si es posible, deportarlo. Pero garantizando sus derechos como menor a estar protegido y en un ambiente adecuado. La Patrulla Fronteriza los entrega a la Oficina para la Reubicación de Refugiados, que los reparte en centros de acogida como los de Southwest Key, con base en Texas y 20 años de experiencia en este negocio. Esta empresa se hacía cargo en sus albergues de unos 10.000 menores al año. La cifra ha subido a 13.000 en el último año, explica Rodríguez. En estos centros, los menores pasan alrededor de un mes. Alina estuvo 12 días.
Mientras están allí, las personas que dicen ser sus padres o familiares deben probar su identidad y que tienen medios para que vivan con ellos. Si no encuentran a nadie que se haga cargo de ellos, se quedan en el sistema de albergues públicos hasta que son mayores de edad o hasta que un juez decide su caso, con muchas posibilidades de ser deportados.
Alina se presentó con su bebé y sin abogado en los juzgados de inmigración para defenderse de su proceso de deportación
Para más del 80%, el viaje acaba en casa de un familiar en EE UU. Según la Oficina federal para el Realojo de Refugiados, más de 30.000 niños fueron entregados a tutores legales desde octubre hasta principios de julio, la mayoría a padres o familiares cercanos. Uno de ellos era Alina, cuyo viaje empieza en su casa y termina en su otra casa, en Los Ángeles, donde vive su madre desde hace siete años limpiando casas. Ella dejó cinco hijos en Honduras con los abuelos y emigró huyendo de la violencia doméstica. Alina y su madre se reunieron después de siete años el pasado 21 de junio en Los Ángeles.
Alina está casi al final del viaje. Las mismas leyes que la protegen a este lado de la frontera la intentan devolver a su pueblo en Honduras. Pero ahora tiene la oportunidad de defenderse ante un tribunal, buscar varios de los recovecos legales que le permitan quedarse temporalmente en EE UU o pedir estatuto de refugiado, que rara vez se concede, según la abogada especializada Judy London. El pasado miércoles dio el primer paso. Se presentó con su madre y su bebé a la primera audiencia de su caso en los juzgados de inmigración de Los Ángeles. La juez dejó escapar un gesto de congoja al oír que la acusada, de 14 años, tenía un bebé. Al ver que no tenía abogado, como todos los demás menores que estaban allí, les concedió un mes y medio para buscarse uno y volver a la sala.
Mientras, Alina se ha matriculado en un colegio público de Reseda, al norte de Los Ángeles, en noveno curso de la educación obligatoria. En Honduras dejó el colegio cuando la violaron por primera vez. Su madre cree que tienen una oportunidad de quedarse en EE UU, que la juez entenderá su caso. “Si vuelve allí, la van a violar otra vez. Y no tiene quién cuide de ella”. Además, es madre adolescente de una niña norteamericana de dos meses, nacida en Texas. Alina mira a su bebé y masculla, como para sí misma: “A ella no la pueden deportar”.