Los niños en la Primera Guerra Mundial: júbilo, trauma y gran miseria

Múnich, dpa
Uniformes, soldados de plomo y proclamas: muchos niños del Imperio Alemán vivieron el inicio de la Primera Guerra Mundial con fascinación. No obstante, el juego pronto dio paso a la cruda realidad. El fallecimiento de los padres, la gente muriéndose de hambre en sus casas y el sufrimiento de la guerra se hizo omnipresente.
Ataviados orgullosos con los uniformes no dudaban en aunar sus voces para cantar, recitar poesía o proclamas militares para apoyar a las tropas y superar al enemigo. El comienzo fue para ellos una gran aventura.



Virtudes prusianas como la disciplina y la obediencia eran el mayor precepto de la época. Sin embargo, lo que los pequeños representaban con sus soldados de plomo y sus juegos se convirtió en una realidad inconcebiblemente cruel. Muchos niños se encontraron en casa ante un dilema: en un primer lugar su gran entusiasmo por la guerra y después la muerte, el hambre y la ubicua miseria.

Todo comenzó con mucha euforia. A las familias burguesas les iba bien en el Reich alemán con el Kaiser (emperador alemán) Guillermo II. Quien se lo podía permitir daba una buena educación a sus hijos y los consentía. “En la época de la Primera Guerra Mundial había juguetes muy lujosos”, indica Urs Latus, del Museo del Juguete de Núremberg.

Alemania distribuyó sus juguetes por todo el mundo. Entre los más queridos se encontraban las cocinitas de muñecas y menaje del hogar en pequeño formato; juegos de cartas de grupos de cuatro con compositores, comandantes o poetas; juegos de construcción; ferrocarriles y sobre todo, juegos de guerra, desde figuras de soldados hasta imitaciones de campamentos, cañones o flotas de barcos. “El mundo del juguete tenía una gran carga de patriotismo”, explica Latus.

La educación tan bien era nacionalista. “En la escuela el profesor comentó que tenemos la obligación patriótica de no usar más palabras extranjeras”, escribió Elfriede Kuhr, una niña de 12 años de Schneidemühl en Poznan (actual Polonia) en agosto de 1914 en su diario de guerra.

Esto quería decir “Lebewohl” (adiós) en lugar de “Adieu” y “Mutter” en lugar de “Mama”, algo que no fue del agrado de la niña. “‘Mutter’ no es suficientemente cariñoso. Prefiero decir ‘Muttchen’ (mamita)”. Mientras, los chicos podían recibir entrenamiento en regimientos juveniles aunque fueran demasiado jóvenes para entrar en combate.

El historiador Sebastian Haffner vivió el inicio de la guerra en sus vacaciones de verano en Pomerania Central (actual Polonia). Para el entonces niño de siete años fue especialmente dolorosa la pérdida de los dos caballos más bonitos de la finca que fueron a parar a la caballería, según relató en la autobiografía “Historia de un alemán”.

En el viaje de regreso a casa le maravillaba el júbilo de los soldados. A pesar de privaciones como hambre, las enfermedades frecuentes y los zapatos de madera, él mantuvo su entusiasmo. “El parte militar me interesaba mucho más que las recetas de cocina”.

Echando la vista atrás, Haffner no duda en criticar este entusiasmo, sobre todo, por el trasfondo del posterior nacionalsocialismo. “La generación del nazismo nació en la década de entre 1900 y 1910, que vivieron la guerra como un gran juego”, indicó.

Del mismo parecer es el historiador de Friburgo Jörn Leonhard, autor de la obra “La caja de pandora: historia de la Primera Guerra Mundial”. En su opinión, quien vivió la Gran Guerra en su adolescencia fue propenso a convertirse en un soldado.

En el conocido como frente nacional creció la miseria. El mercado negro floreció y la comida escaseaba, también para la familia Mann en Múnich. “El peor tiempo de los nabos y de las patatas podridas no había comenzado aún, pero nosotros ya empezábamos a considerar que el pan con mantequilla podía ser algo total y fantásticamente grandioso y que una tableta de chocolate pertenecía sencillamente al reino de las maravillas”, recordó Klaus Mann en su libro “Niño de esa época”. Sin embargo, no fue algo tan dramático para él y sus hermanos. “El niño hace de todo una aventura”, recordó el que fuera hijo del también escritor Thomas Mann.

1916/1917 se convirtió en el invierno del hambre y la gente intentaba llenar el estómago con nabos en todas sus variantes. Lilly Hackel, de Berlín, intentaba desesperadamente hacer sabrosa la cebada para su hijo Hans Rudolf nacido en 1910. “Rudolfito, quieres “Kälberzähne” (plato elaborado con cebada) con mermelada o sin mermelada”, le preguntaba. Y el pequeños siempre respondía de manera seca: “Nada de nada”.

Las filas para conseguir comida se convirtieron en algo cotidiano, tanto para las madres como para los niños. “Se desarrolló un tipo de deporte que consistía en hacer fila durante horas para conseguir mantequilla, huevos o jamón y si era posible, encontrar tus propias fuentes”, recordóaba Mann.

Como consecuencia de esta pobreza, sobre todo, en las ciudades, aumentó el desinterés por todo lo militar, constató el historiador Gerhard Hirschfeld de Stuttgart. “Los niños se buscaron nichos en los que poder hacer soportable la guerra”, explicó. Más difícil fue, a su modo de ver, para los jóvenes entre 18 y 21 años. “Eran conscientes de que la guerra marcaba sus vidas”. Muchos se vieron obligados a sustituir en las fábricas a los trabajadores convertidos en soldados. Mientras, las madres trabajaban o pasaban el día en las largas filas.

“En un ambiente obrero es difícil mantener la autoridad”, indicó Hirschfeld. “La criminalidad en torno a las provisiones aumentó de manera notable en 1916. Sin embargo, no quiere decir que los jóvenes se convirtieran en criminales de repente. Era la pura miseria”.

La libertad también tenía su lado bonito. “Naturalmente volvemos a no tener clase. En la clase bailan las chicas para divertirse”, escribió Elfriede Kuhr en septiembre de 1914. Dos meses después la niña de 12 años estaba desilusionada: “Si dios oyera todas las plegarias, ningún soldado necesitaría morir. Pero él no oye nada en absoluto. Probablemente se ha quedado sordo a causa de los cañonazos”.

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