Luto en la Tierra y en Macondo / Aracataca: realismo mágico y magia real
El pueblo donde nació Gabriel García Márquez guarda luto a la manera tropical: calor, belleza, ingenio y alguna historia tan rara que solo puede ser cierta
Pablo de Llano
Aracataca, El País
El primer día que llamó le dijeron hoy no puede ser. El segundo día se pasó horas buscándolo pero no lo encontró. El tercer día, cuando estaba casi para rendirse, una asistente le respondió al teléfono y antes de que le volviesen a decir que no, le pidió nada más una cosa: “Dígale que soy el tataranieto del coronel Vizcaíno”. Dos horas después, el estudiante de periodismo Carlos Eduardo Manrique, miembro de la comunidad católica Lazos de amor marianos, estaba sentado al lado de García Márquez viendo cómo desayunaba en su casa de Cartagena de Indias. Era el 6 de junio de 2013 y el genio anciano se estaba terminando un trozo de queso.
Manrique enseña la foto que le hicieron con él. García Márquez de camisa blanca y con un brillo agradable en los ojos nueve meses antes de morir. El muchacho es de Santa Marta y fue a Cartagena a intentar conocerlo. Lo logró y las notas que tomó fueron publicadas por El Espectador. Dice que fue la última entrevista que le hicieron. “Es un triste privilegio, pero es un privilegio”. Cree que Dios –“mi hermano Dios”– le ayudó a conseguirlo porque le había rezado muchos rosarios, y también cree que influyó que su tatarabuelo y el abuelo de García Márquez fueron compañeros de lucha por el bando liberal en la Guerra de los Mil Días. Del queso que desayunaba el escritor apenas tiene recuerdos. Dice que parecía blando y lo define como “un queso europeo”. Él tenía 22 años. Antes de eso cuenta que había entrevistado a Plácido Domingo y que había hablado en persona con Mario Vargas Llosa. Dice que pensó en abordar a Obama cuando visitó Cartagena pero un profesor suyo le pidió que se olvidase de eso si no quería acabar con un tiro preventivo en la frente. Sus planes de futuro pasan por el Papa Francisco y por Fidel Castro. En el caso de Bergoglio pretende empezar enviándole una carta. Si Carlos Eduardo Manrique fuera un lunático y sus historias delirios no estaríamos en Aracataca sino en Macondo, y en ese caso hubiese sido García Márquez el que se habría pasado tres días intentando desayunar con él para saber cosas del coronel Vizcaíno.
A dos metros de la mesa en la que habla Manrique, en la casa de comidas El patio mágico de Gabo & Leo Matiz, está enmarcado sobre una mesilla un autógrafo de García Márquez que dice Vale por 10 botellas de ron para el Mono Todaro, y eso conduce inevitablemente a la historia de Carmelo Todaro, cuyas claves, en ausencia del Mono, fallecido hace tiempo, se pueden conocer en boca de su cuñada Herminia Decola de Todaro, que este sábado combinaba la tarea de narradora para periodistas necrológicos con la de cocinera del arroz con carne guisada que se serviría a mediodía en su restaurante.
En 1983 García Márquez fue de visita a Aracataca y se encontró por la calle con su antiguo conocido Carmelo Todaro, que según la señora era “muy tomador de trago”. Ella dice que el Mono le dijo que aquí el hombre famoso era él y que lo debido sería que el emigrado le regalase una botella de ron. García Márquez buscó un papel, le escribió el vale con su firma al pie y cuando el Mono –al que no le llamaban así por simio sino por rubio– le preguntó donde podría intercambiar por algo útil ese trozo de papel, el otro le dio la respuesta que le puso el lazo a la historia: “Llévalo a Estocolmo”. Hacía dos años que el hijo pródigo había recibido el premio Nobel en la capital de Suecia por haber transformado el poso de recuerdos de su infancia en Aracataca en el onírico y descacharrante Macondo de Cien años de soledad. Del Mono se dice que era un sastre “espectacular” que se perdió por el ron. En una ocasión su esposa tuvo que impedirle que empeñase el vale de García Márquez para comprar alcohol. Pero nada igual al episodio de Walter Robles, un cliente que le llevó un pantalón para que le hiciese un dobladillo y al que le devolvió unas bermudas. El Mono Todaro, que luce sonriente con un botellín de cerveza en una foto que acompaña al autógrafo enmarcado, había vendido la mitad de la prenda para beber.
Aquí han decretado cinco días de luto oficial. Es el homenaje a su mito de un pueblo tropical de 50.000 habitantes en el que la mitad de la gente tiene agua medio potable y la otra mitad la recibe directa del río sin depurar. El agua es una obsesión en Aracataca, un lugar tan caliente que hacia el final de la tarde el sol se derrite en vez de ponerse y colorea el horizonte de un tono que no es rojo ni rosa ni mucho menos morado. Es un color imposible que pide que regrese García Márquez para ponerle nombre. Pero García Márquez no está. Quedan algunas de sus cosas. La casa-museo, una réplica de la vivienda donde lo criaron sus abuelos, Tranquilina y el coronel Nicolás. La casa donde su padre Gabriel Eligio trabajó de telegrafista. La estación de ferrocarril por la que ahora pasan los trenes de una compañía americana que se lleva carbón. Y luego queda lo que cada uno quiera ver de Macondo en Aracataca. Como unos guijarros del tamaño de un balón de playa que te encuentras colocados por las aceras y que recuerdan a esas líneas iniciales de Cien años de soledad en las que se habla de un río de aguas diáfanas que se precipitaban por un lecho de piedras pulidas, blancas y enormes como huevos prehistóricos. Pero sobre todo queda la gente.
Cuatro mujeres sentadas a una mesa juegan a una lotería artesanal a la hora de comer. Están debajo de un árbol al que le llaman maíz tostado. Quedan también las palabras. Los cartones con los que juegan están gastados y usan semillas de guanábana para ir marcando los números que van saliendo. Dicen dale, doy, 72, 37, 63, 28 y espera un momento, tengo que coger mil. Son tres mulatas jóvenes y una señora trigueña de unos sesenta con una bata de amarillo desleído. La señora critica a los que dicen en el pueblo que García Márquez no les dio nada. Ella opina que les dio mucho, y que no fue “ni por mi ni por ti” –señala a dos de las jugadoras de lotería– sino por él que a Aracataca se la conoce por todo el mundo. Entonces aparece una mujer negra llamada Aidé Salgado y dice que su abuela Casimira Cabarcas fue la partera de García Márquez. La partida sigue, y una de las jóvenes cuenta sobre la marcha que en el colegio se tuvo que aprender unas frases del escritor que aún es capaz de repetir de memoria y sin pausa para respirar. “Me siento latinoamericano de cualquier país pero sin renunciar a la nostalgia de mi tierra Aracataca a donde regresé un día y descubrí la materia prima de mi obra”. El hilo cultural se interrumpe cuando la señora es acusada de haber escondido cien pesos que estaban sobre la mesa. La veterana se ríe y saca de un bolsillo la moneda que hizo desaparecer sin que nadie se diera cuenta.
–¿En qué momento la robó?
–Cuando estábamos hablando de Gabo.
Pablo de Llano
Aracataca, El País
El primer día que llamó le dijeron hoy no puede ser. El segundo día se pasó horas buscándolo pero no lo encontró. El tercer día, cuando estaba casi para rendirse, una asistente le respondió al teléfono y antes de que le volviesen a decir que no, le pidió nada más una cosa: “Dígale que soy el tataranieto del coronel Vizcaíno”. Dos horas después, el estudiante de periodismo Carlos Eduardo Manrique, miembro de la comunidad católica Lazos de amor marianos, estaba sentado al lado de García Márquez viendo cómo desayunaba en su casa de Cartagena de Indias. Era el 6 de junio de 2013 y el genio anciano se estaba terminando un trozo de queso.
Manrique enseña la foto que le hicieron con él. García Márquez de camisa blanca y con un brillo agradable en los ojos nueve meses antes de morir. El muchacho es de Santa Marta y fue a Cartagena a intentar conocerlo. Lo logró y las notas que tomó fueron publicadas por El Espectador. Dice que fue la última entrevista que le hicieron. “Es un triste privilegio, pero es un privilegio”. Cree que Dios –“mi hermano Dios”– le ayudó a conseguirlo porque le había rezado muchos rosarios, y también cree que influyó que su tatarabuelo y el abuelo de García Márquez fueron compañeros de lucha por el bando liberal en la Guerra de los Mil Días. Del queso que desayunaba el escritor apenas tiene recuerdos. Dice que parecía blando y lo define como “un queso europeo”. Él tenía 22 años. Antes de eso cuenta que había entrevistado a Plácido Domingo y que había hablado en persona con Mario Vargas Llosa. Dice que pensó en abordar a Obama cuando visitó Cartagena pero un profesor suyo le pidió que se olvidase de eso si no quería acabar con un tiro preventivo en la frente. Sus planes de futuro pasan por el Papa Francisco y por Fidel Castro. En el caso de Bergoglio pretende empezar enviándole una carta. Si Carlos Eduardo Manrique fuera un lunático y sus historias delirios no estaríamos en Aracataca sino en Macondo, y en ese caso hubiese sido García Márquez el que se habría pasado tres días intentando desayunar con él para saber cosas del coronel Vizcaíno.
A dos metros de la mesa en la que habla Manrique, en la casa de comidas El patio mágico de Gabo & Leo Matiz, está enmarcado sobre una mesilla un autógrafo de García Márquez que dice Vale por 10 botellas de ron para el Mono Todaro, y eso conduce inevitablemente a la historia de Carmelo Todaro, cuyas claves, en ausencia del Mono, fallecido hace tiempo, se pueden conocer en boca de su cuñada Herminia Decola de Todaro, que este sábado combinaba la tarea de narradora para periodistas necrológicos con la de cocinera del arroz con carne guisada que se serviría a mediodía en su restaurante.
En 1983 García Márquez fue de visita a Aracataca y se encontró por la calle con su antiguo conocido Carmelo Todaro, que según la señora era “muy tomador de trago”. Ella dice que el Mono le dijo que aquí el hombre famoso era él y que lo debido sería que el emigrado le regalase una botella de ron. García Márquez buscó un papel, le escribió el vale con su firma al pie y cuando el Mono –al que no le llamaban así por simio sino por rubio– le preguntó donde podría intercambiar por algo útil ese trozo de papel, el otro le dio la respuesta que le puso el lazo a la historia: “Llévalo a Estocolmo”. Hacía dos años que el hijo pródigo había recibido el premio Nobel en la capital de Suecia por haber transformado el poso de recuerdos de su infancia en Aracataca en el onírico y descacharrante Macondo de Cien años de soledad. Del Mono se dice que era un sastre “espectacular” que se perdió por el ron. En una ocasión su esposa tuvo que impedirle que empeñase el vale de García Márquez para comprar alcohol. Pero nada igual al episodio de Walter Robles, un cliente que le llevó un pantalón para que le hiciese un dobladillo y al que le devolvió unas bermudas. El Mono Todaro, que luce sonriente con un botellín de cerveza en una foto que acompaña al autógrafo enmarcado, había vendido la mitad de la prenda para beber.
Aquí han decretado cinco días de luto oficial. Es el homenaje a su mito de un pueblo tropical de 50.000 habitantes en el que la mitad de la gente tiene agua medio potable y la otra mitad la recibe directa del río sin depurar. El agua es una obsesión en Aracataca, un lugar tan caliente que hacia el final de la tarde el sol se derrite en vez de ponerse y colorea el horizonte de un tono que no es rojo ni rosa ni mucho menos morado. Es un color imposible que pide que regrese García Márquez para ponerle nombre. Pero García Márquez no está. Quedan algunas de sus cosas. La casa-museo, una réplica de la vivienda donde lo criaron sus abuelos, Tranquilina y el coronel Nicolás. La casa donde su padre Gabriel Eligio trabajó de telegrafista. La estación de ferrocarril por la que ahora pasan los trenes de una compañía americana que se lleva carbón. Y luego queda lo que cada uno quiera ver de Macondo en Aracataca. Como unos guijarros del tamaño de un balón de playa que te encuentras colocados por las aceras y que recuerdan a esas líneas iniciales de Cien años de soledad en las que se habla de un río de aguas diáfanas que se precipitaban por un lecho de piedras pulidas, blancas y enormes como huevos prehistóricos. Pero sobre todo queda la gente.
Cuatro mujeres sentadas a una mesa juegan a una lotería artesanal a la hora de comer. Están debajo de un árbol al que le llaman maíz tostado. Quedan también las palabras. Los cartones con los que juegan están gastados y usan semillas de guanábana para ir marcando los números que van saliendo. Dicen dale, doy, 72, 37, 63, 28 y espera un momento, tengo que coger mil. Son tres mulatas jóvenes y una señora trigueña de unos sesenta con una bata de amarillo desleído. La señora critica a los que dicen en el pueblo que García Márquez no les dio nada. Ella opina que les dio mucho, y que no fue “ni por mi ni por ti” –señala a dos de las jugadoras de lotería– sino por él que a Aracataca se la conoce por todo el mundo. Entonces aparece una mujer negra llamada Aidé Salgado y dice que su abuela Casimira Cabarcas fue la partera de García Márquez. La partida sigue, y una de las jóvenes cuenta sobre la marcha que en el colegio se tuvo que aprender unas frases del escritor que aún es capaz de repetir de memoria y sin pausa para respirar. “Me siento latinoamericano de cualquier país pero sin renunciar a la nostalgia de mi tierra Aracataca a donde regresé un día y descubrí la materia prima de mi obra”. El hilo cultural se interrumpe cuando la señora es acusada de haber escondido cien pesos que estaban sobre la mesa. La veterana se ríe y saca de un bolsillo la moneda que hizo desaparecer sin que nadie se diera cuenta.
–¿En qué momento la robó?
–Cuando estábamos hablando de Gabo.