Suiza reaviva viejos temores en la UE
Bruselas advierte de los riesgos que afronta el principio básico de la libre circulación
Claudi Pérez / Lucía Abellán
Bruselas, El País
Suiza como señal de alerta. El sí en el referéndum para establecer cuotas a la llegada de inmigrantes reaviva temores latentes en Europa: el desasosiego que va dejando la crisis en el estado de ánimo de los europeos ha dejado ya algún rasguño en uno de los pilares fundamentales de la Unión, la libre circulación de personas. Suiza cristaliza el malestar que se venía gestando en el corazón de la UE, con actitudes hostiles a la libre movilidad en Reino Unido, Holanda, Francia e incluso Alemania: la flor y nata del proyecto europeo. Bruselas teme réplicas de la actitud suiza en medio de una crisis de gran calibre que está diezmando el contrato social de las últimas décadas, el Estado del bienestar. El peligro está ahí. Y aun así las fuentes consultadas consideran improbable que los socios europeos se atrevan a aprobar nuevas medidas que supongan, de algún modo, volver a las viejas fronteras, pese al ascenso de los partidos populistas y de su influencia en la agenda política.
“No vamos a negociar la libre circulación de personas”, dijo anteayer José Manuel Barroso, el presidente de la Comisión Europea, en un mensaje telegrafiado para Suiza. Y para Londres: Barroso dio un discurso en la London School of Economics que funcionó como aviso a navegantes. “Las normas no van a cambiar”, advirtió ante la tentación del primer ministro de Reino Unido, David Cameron, que lleva meses explicando que le gustaría frenar la llegada de inmigrantes europeos con la coartada de que abusan de las prestaciones sociales sin dar contrapartidas a cambio. Los datos de Bruselas demuestran que ese es un mito tan poderoso como falso: la imagen de un desempleado con pasaporte de un país del Este afincado en Londres o Ámsterdam que frecuenta el sistema de salud sin aportar nada a cambio se está instalando en la mente de muchos europeos como ejemplo indeseado de integración comunitaria, pero es un espejismo, un cliché adulterado. Las cifras han propinado un duro revés a Cameron y a otros líderes continentales, que vaticinaban un alud de inmigrantes búlgaros y rumanos a partir del 1 de enero, cuando acababan las restricciones temporales que limitaban la entrada en algunos mercados de trabajo.
Ese alud no se produjo. Pero es el último ejemplo de un chivo expiatorio mutante. Para los nazis eran los judíos, los gitanos, los homosexuales. En los sesenta una parte de Europa culpaba a los inmigrantes del desempleo y el alza de la delincuencia. Después de los atentados a las Torres Gemelas, los musulmanes se convirtieron en el enemigo para muchos, no solo en EE UU. El estallido de la Gran Recesión tenía que transformarse tarde o temprano en otro capítulo de esa vieja historia: en 2011, el Gobierno danés restableció de buenas a primeras los controles fronterizos con Alemania, y el francés Nicolas Sarkozy, que boqueaba en plena campaña electoral, se quejó de que una presunta masa de inmigrantes invadía Francia. Aunque se trataba de maniobras electoralistas —como lo son ahora—, de repente los ministros del Interior se pusieron a negociar, sin datos reales, el restablecimiento de los controles fronterizos. Al final todo quedó en agua de borrajas, pero ese debate dejó un poso que va aumentando a medida que la crisis se alarga. El referéndum de Suiza y la próxima respuesta europea a ese desafío se antoja fundamental para detener (o no) el intento de deconstrucción del proyecto europeo.
“La Comisión está obligada a buscar un equilibrio complicado: debe dar una respuesta rotunda a Suiza, pero a la vez no puede ser ni tan dura como para alimentar el victimismo de un país que está en medio de la UE, ni tan blanda como para permitir que Londres y otras capitales piensen que es gratis tomar medidas que van contra el espíritu y las normas más sagradas de la UE”, indica una alta fuente comunitaria.
Un diplomático europeo considera que la salida por peteneras de Suiza exige una respuesta política a la altura: “Ese tipo de medidas demuestra que lo que de veras está en crisis en Europa es la solidaridad. Pero no se puede olvidar que es fruto de una decisión democrática, y requiere pragmatismo: quedan tres años para que ese voto se transforme en legislación. Hay que hilar fino, esperar y ver en qué se traduce, sin obviar una señal clara que indique a todos los países que la libre circulación es innegociable: sin ella, el proyecto se viene abajo”.
El debate sobre los mal llamados abusos en la libre circulación está plagado de prejuicios sin respaldo estadístico. Las migraciones de europeos dentro del club comunitario son hoy inferiores a la época de bonanza económica; así lo asegura la Comisión en un informe sobre movilidad interior presentado esta semana. Apenas el 2,8% de la población europea —14 millones de personas— vive en otro país miembro. La supuesta marea se vuelve aún más insignificante al bajar al detalle de cuántos son los potenciales abusadores de Estados de bienestar maduros como los de Reino Unido. Si se aísla lo que la Comisión llama inactivos (parados y sus familiares, estudiantes, pensionistas, discapacitados y otros ciudadanos que no trabajan), el peso sobre el total de la población europea se mueve entre el 0,7% y el 1%, según un estudio presentado a final de 2013. Los inactivos de otros países comunitarios representan entre el 1% y el 5% de los beneficiarios de las ayudas. Nada que pueda hacer temblar las arcas públicas de ningún país.
Lo que sí concede la Comisión es que los flujos intracomunitarios están aumentando muy rápidamente desde que comenzó la parte más cruda de la crisis y que, además, las cifras pueden estar infravaloradas. Bruselas reconoce que los problemas no son iguales en todos los países y que hay Estados (y sobre todo regiones concretas) que sufren la presión con más intensidad. Pero eso no justifica que se quiera dinamitar uno de los mayores logros de la Unión.
El umbral de saturación
El sueco Assar Lindbeck les llamaba los riesgos morales del Estado del bienestar: por ejemplo, crecimientos fulgurantes de las incapacidades laborales transitorias cuando las selecciones nacionales de fútbol juegan los tramos finales de las Copas del Mundo. Hay prácticas abusivas que son endógenas al funcionamiento del Estado del bienestar, pero a pesar de la propaganda de algunos patronos esas situaciones no son, ni mucho menos, generalizadas. También el debate sobre la inmigración está trufado de paradojas: los países que más se quejan son los que menos motivos tienen. Los cantones suizos menos favorables a imponer cuotas en el referéndum suizo fueron precisamente los que tienen más inmigrantes.
En la UE sucede algo parecido: los búlgaros y rumanos que han emigrado a Reino Unido, Alemania, Francia y Holanda, sumados, no son ni la mitad de los que ha acogido España, según los datos de la UE. Ni en España ni en Italia, países que albergan —cada uno— a más de un millón de rumanos y búlgaros, se han oído voces críticas. En Reino Unido suman 149.000; en Alemania, 272.000; en Francia, 91.000, y en Holanda no llegan a 26.000. Naciones Unidas calcula que existen 214 millones de emigrantes en el mundo, una cifra que ha crecido el 37% en las dos últimas décadas: en ese periodo, los números han crecido un 40% en Europa y un 80% en Norteamérica. Pero esa revolución de la movilidad está cargada de contradicciones: los países occidentales, con pirámides demográficas muy castigadas, necesitan como agua de mayo la llegada de inmigrantes, pero a la vez, con la crisis económica, la ciudadanía observa con un cierto temor esa llegada: todas las sociedades tienen un umbral de saturación, una capacidad limitada de absorción de inmigrantes.
Claudi Pérez / Lucía Abellán
Bruselas, El País
Suiza como señal de alerta. El sí en el referéndum para establecer cuotas a la llegada de inmigrantes reaviva temores latentes en Europa: el desasosiego que va dejando la crisis en el estado de ánimo de los europeos ha dejado ya algún rasguño en uno de los pilares fundamentales de la Unión, la libre circulación de personas. Suiza cristaliza el malestar que se venía gestando en el corazón de la UE, con actitudes hostiles a la libre movilidad en Reino Unido, Holanda, Francia e incluso Alemania: la flor y nata del proyecto europeo. Bruselas teme réplicas de la actitud suiza en medio de una crisis de gran calibre que está diezmando el contrato social de las últimas décadas, el Estado del bienestar. El peligro está ahí. Y aun así las fuentes consultadas consideran improbable que los socios europeos se atrevan a aprobar nuevas medidas que supongan, de algún modo, volver a las viejas fronteras, pese al ascenso de los partidos populistas y de su influencia en la agenda política.
“No vamos a negociar la libre circulación de personas”, dijo anteayer José Manuel Barroso, el presidente de la Comisión Europea, en un mensaje telegrafiado para Suiza. Y para Londres: Barroso dio un discurso en la London School of Economics que funcionó como aviso a navegantes. “Las normas no van a cambiar”, advirtió ante la tentación del primer ministro de Reino Unido, David Cameron, que lleva meses explicando que le gustaría frenar la llegada de inmigrantes europeos con la coartada de que abusan de las prestaciones sociales sin dar contrapartidas a cambio. Los datos de Bruselas demuestran que ese es un mito tan poderoso como falso: la imagen de un desempleado con pasaporte de un país del Este afincado en Londres o Ámsterdam que frecuenta el sistema de salud sin aportar nada a cambio se está instalando en la mente de muchos europeos como ejemplo indeseado de integración comunitaria, pero es un espejismo, un cliché adulterado. Las cifras han propinado un duro revés a Cameron y a otros líderes continentales, que vaticinaban un alud de inmigrantes búlgaros y rumanos a partir del 1 de enero, cuando acababan las restricciones temporales que limitaban la entrada en algunos mercados de trabajo.
Ese alud no se produjo. Pero es el último ejemplo de un chivo expiatorio mutante. Para los nazis eran los judíos, los gitanos, los homosexuales. En los sesenta una parte de Europa culpaba a los inmigrantes del desempleo y el alza de la delincuencia. Después de los atentados a las Torres Gemelas, los musulmanes se convirtieron en el enemigo para muchos, no solo en EE UU. El estallido de la Gran Recesión tenía que transformarse tarde o temprano en otro capítulo de esa vieja historia: en 2011, el Gobierno danés restableció de buenas a primeras los controles fronterizos con Alemania, y el francés Nicolas Sarkozy, que boqueaba en plena campaña electoral, se quejó de que una presunta masa de inmigrantes invadía Francia. Aunque se trataba de maniobras electoralistas —como lo son ahora—, de repente los ministros del Interior se pusieron a negociar, sin datos reales, el restablecimiento de los controles fronterizos. Al final todo quedó en agua de borrajas, pero ese debate dejó un poso que va aumentando a medida que la crisis se alarga. El referéndum de Suiza y la próxima respuesta europea a ese desafío se antoja fundamental para detener (o no) el intento de deconstrucción del proyecto europeo.
“La Comisión está obligada a buscar un equilibrio complicado: debe dar una respuesta rotunda a Suiza, pero a la vez no puede ser ni tan dura como para alimentar el victimismo de un país que está en medio de la UE, ni tan blanda como para permitir que Londres y otras capitales piensen que es gratis tomar medidas que van contra el espíritu y las normas más sagradas de la UE”, indica una alta fuente comunitaria.
Un diplomático europeo considera que la salida por peteneras de Suiza exige una respuesta política a la altura: “Ese tipo de medidas demuestra que lo que de veras está en crisis en Europa es la solidaridad. Pero no se puede olvidar que es fruto de una decisión democrática, y requiere pragmatismo: quedan tres años para que ese voto se transforme en legislación. Hay que hilar fino, esperar y ver en qué se traduce, sin obviar una señal clara que indique a todos los países que la libre circulación es innegociable: sin ella, el proyecto se viene abajo”.
El debate sobre los mal llamados abusos en la libre circulación está plagado de prejuicios sin respaldo estadístico. Las migraciones de europeos dentro del club comunitario son hoy inferiores a la época de bonanza económica; así lo asegura la Comisión en un informe sobre movilidad interior presentado esta semana. Apenas el 2,8% de la población europea —14 millones de personas— vive en otro país miembro. La supuesta marea se vuelve aún más insignificante al bajar al detalle de cuántos son los potenciales abusadores de Estados de bienestar maduros como los de Reino Unido. Si se aísla lo que la Comisión llama inactivos (parados y sus familiares, estudiantes, pensionistas, discapacitados y otros ciudadanos que no trabajan), el peso sobre el total de la población europea se mueve entre el 0,7% y el 1%, según un estudio presentado a final de 2013. Los inactivos de otros países comunitarios representan entre el 1% y el 5% de los beneficiarios de las ayudas. Nada que pueda hacer temblar las arcas públicas de ningún país.
Lo que sí concede la Comisión es que los flujos intracomunitarios están aumentando muy rápidamente desde que comenzó la parte más cruda de la crisis y que, además, las cifras pueden estar infravaloradas. Bruselas reconoce que los problemas no son iguales en todos los países y que hay Estados (y sobre todo regiones concretas) que sufren la presión con más intensidad. Pero eso no justifica que se quiera dinamitar uno de los mayores logros de la Unión.
El umbral de saturación
El sueco Assar Lindbeck les llamaba los riesgos morales del Estado del bienestar: por ejemplo, crecimientos fulgurantes de las incapacidades laborales transitorias cuando las selecciones nacionales de fútbol juegan los tramos finales de las Copas del Mundo. Hay prácticas abusivas que son endógenas al funcionamiento del Estado del bienestar, pero a pesar de la propaganda de algunos patronos esas situaciones no son, ni mucho menos, generalizadas. También el debate sobre la inmigración está trufado de paradojas: los países que más se quejan son los que menos motivos tienen. Los cantones suizos menos favorables a imponer cuotas en el referéndum suizo fueron precisamente los que tienen más inmigrantes.
En la UE sucede algo parecido: los búlgaros y rumanos que han emigrado a Reino Unido, Alemania, Francia y Holanda, sumados, no son ni la mitad de los que ha acogido España, según los datos de la UE. Ni en España ni en Italia, países que albergan —cada uno— a más de un millón de rumanos y búlgaros, se han oído voces críticas. En Reino Unido suman 149.000; en Alemania, 272.000; en Francia, 91.000, y en Holanda no llegan a 26.000. Naciones Unidas calcula que existen 214 millones de emigrantes en el mundo, una cifra que ha crecido el 37% en las dos últimas décadas: en ese periodo, los números han crecido un 40% en Europa y un 80% en Norteamérica. Pero esa revolución de la movilidad está cargada de contradicciones: los países occidentales, con pirámides demográficas muy castigadas, necesitan como agua de mayo la llegada de inmigrantes, pero a la vez, con la crisis económica, la ciudadanía observa con un cierto temor esa llegada: todas las sociedades tienen un umbral de saturación, una capacidad limitada de absorción de inmigrantes.