La votación suiza enfrenta a la UE con sus paradojas
La iniciativa helvética es muy similar a las propuestas de algunos países para restringir la libre circulación
El País
Suiza ha expresado en las urnas lo que otros países europeos llevan meses sugiriendo: que en tiempos de incertidumbre, vale más cerrar la puerta al extranjero y concentrarse en proteger al nacional. Ese discurso, impermeable a la multitud de datos que lo desacreditan, ha calado hondo en algunos de los grandes socios de la Unión Europea.
Los recelos al inmigrante, incluso al que exhibe pasaporte europeo, se consideraron primero una excentricidad más de Reino Unido. Poco a poco grandes puntales del europeísmo como Alemania, Holanda y Austria —todos ellos países ricos— se sumaron a esa corriente. Ahora la votación suiza enfrenta a los europeos con sus propias contradicciones. Porque buena parte de los ciudadanos que viven y trabajan en Suiza son italianos, alemanes y franceses, lejos del estereotipo del comunitario sureño.
Las propuestas suizas son, en realidad, muy similares a las que ha lanzado Reino Unido, con el doble agravante de que en el caso británico ha sido el Ejecutivo el impulsor de la iniciativa y que esta no se dirigía solo contra inmigrantes en general, sino contra algunos miembros del club al que Londres pertenece: la Unión Europea. En realidad, el líder británico, David Cameron, ha actuado movido por el auge electoral del ultranacionalista UKIP, el partido de Nigel Farage que se sitúa como segunda fuerza en intención de voto ante las elecciones europeas (alrededor del 25%), por encima incluso de los conservadores.
Con ese trasfondo, Londres intentó una rebelión interna contra la Comisión Europea para evitar que decayeran en enero de este año las últimas restricciones laborales que nueve países mantenían frente a rumanos y búlgaros, que se incorporaron al proyecto comunitario en 2007. Ante la negativa de Bruselas, Cameron desistió, pero fue solamente una maniobra para tomar impulso: la popular ministra de Interior, Theresa May, acudió a Bruselas con una propuesta aún más radical: imponer cupos de entrada a los propios ciudadanos de la UE —justo lo que ha aprobado Suiza—, una medida que dinamitaría la libre movilidad de ciudadanos, seña de identidad europea.
Pese a todo, Cameron ha logrado cambiar la legislación para restringir el acceso que tienen los extranjeros —europeos incluidos— al sistema de protección social. Bruselas observa constantemente los movimientos británicos para ver si contravienen la normativa comunitaria.
Tras haber mostrado en varias ocasiones su comprensión hacia las inquietudes británicas, Alemania emitió la señal más peligrosa cuando los democristianos bávaros de la CSU, el partido hermano de la CDU de Angela Merkel, abogaron por restringir las prestaciones sociales a rumanos y búlgaros. El partido socialdemocráta, ya integrado en la gran coalición de Gobierno, salió inmediatamente a desacreditar esas intenciones, aunque Alemania está lejos de haber escapado a la corriente populista.
El verano pasado, Alemania, Reino Unido, Holanda y Austria remitieron una carta a la Comisión Europea pidiendo que actuara contra los supuestos abusos en el Estado de bienestar que les ocasionaba la libre circulación de personas. Bruselas respondió con un estudio que desmontaba casi todos los mitos asociados a este derecho.
Lejos de ser una plaga, el número de ciudadanos comunitarios mayores de edad inactivos que residen en otro país miembro apenas alcanza el 1% de toda la población de la UE: unos cinco millones de personas. Y el 13% de ellos son estudiantes, según ese estudio. Unos datos que en buena parte de los países ricos quedan sepultados por los clichés antiinmigración.
El País
Suiza ha expresado en las urnas lo que otros países europeos llevan meses sugiriendo: que en tiempos de incertidumbre, vale más cerrar la puerta al extranjero y concentrarse en proteger al nacional. Ese discurso, impermeable a la multitud de datos que lo desacreditan, ha calado hondo en algunos de los grandes socios de la Unión Europea.
Los recelos al inmigrante, incluso al que exhibe pasaporte europeo, se consideraron primero una excentricidad más de Reino Unido. Poco a poco grandes puntales del europeísmo como Alemania, Holanda y Austria —todos ellos países ricos— se sumaron a esa corriente. Ahora la votación suiza enfrenta a los europeos con sus propias contradicciones. Porque buena parte de los ciudadanos que viven y trabajan en Suiza son italianos, alemanes y franceses, lejos del estereotipo del comunitario sureño.
Las propuestas suizas son, en realidad, muy similares a las que ha lanzado Reino Unido, con el doble agravante de que en el caso británico ha sido el Ejecutivo el impulsor de la iniciativa y que esta no se dirigía solo contra inmigrantes en general, sino contra algunos miembros del club al que Londres pertenece: la Unión Europea. En realidad, el líder británico, David Cameron, ha actuado movido por el auge electoral del ultranacionalista UKIP, el partido de Nigel Farage que se sitúa como segunda fuerza en intención de voto ante las elecciones europeas (alrededor del 25%), por encima incluso de los conservadores.
Con ese trasfondo, Londres intentó una rebelión interna contra la Comisión Europea para evitar que decayeran en enero de este año las últimas restricciones laborales que nueve países mantenían frente a rumanos y búlgaros, que se incorporaron al proyecto comunitario en 2007. Ante la negativa de Bruselas, Cameron desistió, pero fue solamente una maniobra para tomar impulso: la popular ministra de Interior, Theresa May, acudió a Bruselas con una propuesta aún más radical: imponer cupos de entrada a los propios ciudadanos de la UE —justo lo que ha aprobado Suiza—, una medida que dinamitaría la libre movilidad de ciudadanos, seña de identidad europea.
Pese a todo, Cameron ha logrado cambiar la legislación para restringir el acceso que tienen los extranjeros —europeos incluidos— al sistema de protección social. Bruselas observa constantemente los movimientos británicos para ver si contravienen la normativa comunitaria.
Tras haber mostrado en varias ocasiones su comprensión hacia las inquietudes británicas, Alemania emitió la señal más peligrosa cuando los democristianos bávaros de la CSU, el partido hermano de la CDU de Angela Merkel, abogaron por restringir las prestaciones sociales a rumanos y búlgaros. El partido socialdemocráta, ya integrado en la gran coalición de Gobierno, salió inmediatamente a desacreditar esas intenciones, aunque Alemania está lejos de haber escapado a la corriente populista.
El verano pasado, Alemania, Reino Unido, Holanda y Austria remitieron una carta a la Comisión Europea pidiendo que actuara contra los supuestos abusos en el Estado de bienestar que les ocasionaba la libre circulación de personas. Bruselas respondió con un estudio que desmontaba casi todos los mitos asociados a este derecho.
Lejos de ser una plaga, el número de ciudadanos comunitarios mayores de edad inactivos que residen en otro país miembro apenas alcanza el 1% de toda la población de la UE: unos cinco millones de personas. Y el 13% de ellos son estudiantes, según ese estudio. Unos datos que en buena parte de los países ricos quedan sepultados por los clichés antiinmigración.