Bélgica: un país, dos regiones de espaldas
La sexta reforma del Estado belga avanza en el proceso de descentralización iniciado en 1970
Flamencos y francófonos viven separados salvo en la capital
Luis Doncel
Bruselas, El País
Bélgica es un país abonado a la polémica. La chispa puede saltar porque el recién coronado Rey vaya a firmar las leyes con la versión francófona de su nombre, Philippe, y no con el que era conocido en Flandes, Filip. O por la elección del zoológico de una ciudad valona para acoger a dos osos panda llegados de China, en detrimento de la neerlandófona Amberes. Son dos anécdotas sin mayor importancia, pero revelan las suspicacias que a veces saltan entre las dos comunidades lingüístico-culturales en las que se divide el país. La región de Valonia —cuya lengua es el francés— y la de Flandes —donde se habla neerlandés— viven de espaldas entre sí. Su nexo de unión es la tercera región del país, la capital Bruselas, oficialmente bilingüe.
El país que en 1830 se independizó del Reino Unido de los Países Bajos con una clara hegemonía económica y lingüística de los francófonos se ha ido convirtiendo, a golpe de las reformas constitucionales aprobadas desde 1970, en un Estado federal en el que el Gobierno común cada vez tiene menos competencias. El próximo 1 de julio se consumará un paso más en esta dirección. La reforma del Estado que ha ocupado al Gobierno durante toda la legislatura echará ese día a andar con la cesión a las regiones de las competencias de empleo. Más tarde, las administraciones regionales irán ganando poderes también en asuntos como en subsidios familiares, ayudas a personas necesitadas, sanidad...
Se trata del sexto cambio de las reglas de juego en menos de medio siglo. Y nadie puede asegurar que vaya a ser el último. “Esta reforma era imprescindible para la estabilidad del país. Los partidos francófonos estamos de acuerdo en que la próxima legislatura debemos centrarnos en la economía y abandonar el debate sobre el Estado. Pero ese consenso no existe entre los flamencos”, explica la diputada socialista Karine Lalieux.
El cambio ha salido adelante con el acuerdo de todo el arco parlamentario con la excepción de los nacionalistas flamencos del N-VA y de los independentistas de extrema derecha del Vlaams Belang. Este pacto intenta, usando las palabras del primer ministro, Elio di Rupo, “concretar el desplazamiento del centro de gravedad del Estado federal hacia las regiones y las comunidades”.
En torno a las distintas identidades lingüísticas y culturales, Bélgica ha construido una tupida maraña administrativa. Este país de 11 millones de habitantes cuenta con siete cámaras parlamentarias y seis Gobiernos. El Ejecutivo central conserva las competencias sobre Asuntos Exteriores, defensa acional, Justicia, finanzas, Seguridad Social y algunas cuestiones de salud. A la administración central y regional hay que añadir las comunidades, que se ocupan de la cultura y educación. Son estructuras creadas en función de los tres grupos lingüísticos: los francófonos, los neerlandófonos y la pequeña minoría —de unas 75.000 personas— cuyo idioma materno es el alemán.
La comparación con España no sirve aquí. El castellano es cooficial en las comunidades con lengua propia; y en Cataluña, Galicia o País Vasco es habitual que los ciudadanos sean bilingües y cambien de idioma a lo largo del día con total naturalidad. En Bélgica no es así. En Valonia se habla francés y en Flandes, neerlandés (flamenco). En ciudades como Amberes al extranjero le resulta casi más fácil comunicarse en inglés que en francés. Y encontrar valones que hablen neerlandés es todavía mucho más difícil. La excepción es la capital. Enclavada en territorio flamenco, Bruselas es oficialmente bilingüe, pese a que el predominio del francés en la calle es aplastante. Una encuesta del Centro de Información, Documentación e Investigación sobre Bruselas revela que hace tres años un 63% de los habitantes de la capital belga tenían al francés como lengua materna. Y un 88% tenía conocimientos más que elementales. El neerlandés, en cambio, lo hablan como primer idioma menos del 20% de los bruselenses.
Los conflictos lingüísticos forzaron en los años sesenta del pasado siglo la expulsión de los estudiantes francófonos de la Universidad de Lovaina dando lugar a Lovaina la Nueva. El grito que unió entonces a los flamencos impulsores de este movimiento fue el de Walen buiten (valones fuera). Pero lo cierto es que en la actualidad entre una comunidad y otra reina más el desconocimiento que la enemistad. Flamencos y valones tienen gustos distintos, oyen música distinta y ven programas distintos en la televisión.
El país que acoge a la capital de la UE, que lleva décadas debatiendo sobre la posibilidad de desaparecer, tiene pocos elementos de cohesión. Uno de ellos es la monarquía. En los últimos tiempos, los éxitos deportivos han sido otro. Bélgica vibró cuando el pasado mes de octubre su selección nacional de fútbol, los denominados Diablos Rojos, se clasificó para el Mundial de Brasil de este verano. Fue una de las escasas ocasiones en las que flamencos y valones pudieron celebrar algo juntos con idéntica alegría.
Flamencos y francófonos viven separados salvo en la capital
Luis Doncel
Bruselas, El País
Bélgica es un país abonado a la polémica. La chispa puede saltar porque el recién coronado Rey vaya a firmar las leyes con la versión francófona de su nombre, Philippe, y no con el que era conocido en Flandes, Filip. O por la elección del zoológico de una ciudad valona para acoger a dos osos panda llegados de China, en detrimento de la neerlandófona Amberes. Son dos anécdotas sin mayor importancia, pero revelan las suspicacias que a veces saltan entre las dos comunidades lingüístico-culturales en las que se divide el país. La región de Valonia —cuya lengua es el francés— y la de Flandes —donde se habla neerlandés— viven de espaldas entre sí. Su nexo de unión es la tercera región del país, la capital Bruselas, oficialmente bilingüe.
El país que en 1830 se independizó del Reino Unido de los Países Bajos con una clara hegemonía económica y lingüística de los francófonos se ha ido convirtiendo, a golpe de las reformas constitucionales aprobadas desde 1970, en un Estado federal en el que el Gobierno común cada vez tiene menos competencias. El próximo 1 de julio se consumará un paso más en esta dirección. La reforma del Estado que ha ocupado al Gobierno durante toda la legislatura echará ese día a andar con la cesión a las regiones de las competencias de empleo. Más tarde, las administraciones regionales irán ganando poderes también en asuntos como en subsidios familiares, ayudas a personas necesitadas, sanidad...
Se trata del sexto cambio de las reglas de juego en menos de medio siglo. Y nadie puede asegurar que vaya a ser el último. “Esta reforma era imprescindible para la estabilidad del país. Los partidos francófonos estamos de acuerdo en que la próxima legislatura debemos centrarnos en la economía y abandonar el debate sobre el Estado. Pero ese consenso no existe entre los flamencos”, explica la diputada socialista Karine Lalieux.
El cambio ha salido adelante con el acuerdo de todo el arco parlamentario con la excepción de los nacionalistas flamencos del N-VA y de los independentistas de extrema derecha del Vlaams Belang. Este pacto intenta, usando las palabras del primer ministro, Elio di Rupo, “concretar el desplazamiento del centro de gravedad del Estado federal hacia las regiones y las comunidades”.
En torno a las distintas identidades lingüísticas y culturales, Bélgica ha construido una tupida maraña administrativa. Este país de 11 millones de habitantes cuenta con siete cámaras parlamentarias y seis Gobiernos. El Ejecutivo central conserva las competencias sobre Asuntos Exteriores, defensa acional, Justicia, finanzas, Seguridad Social y algunas cuestiones de salud. A la administración central y regional hay que añadir las comunidades, que se ocupan de la cultura y educación. Son estructuras creadas en función de los tres grupos lingüísticos: los francófonos, los neerlandófonos y la pequeña minoría —de unas 75.000 personas— cuyo idioma materno es el alemán.
La comparación con España no sirve aquí. El castellano es cooficial en las comunidades con lengua propia; y en Cataluña, Galicia o País Vasco es habitual que los ciudadanos sean bilingües y cambien de idioma a lo largo del día con total naturalidad. En Bélgica no es así. En Valonia se habla francés y en Flandes, neerlandés (flamenco). En ciudades como Amberes al extranjero le resulta casi más fácil comunicarse en inglés que en francés. Y encontrar valones que hablen neerlandés es todavía mucho más difícil. La excepción es la capital. Enclavada en territorio flamenco, Bruselas es oficialmente bilingüe, pese a que el predominio del francés en la calle es aplastante. Una encuesta del Centro de Información, Documentación e Investigación sobre Bruselas revela que hace tres años un 63% de los habitantes de la capital belga tenían al francés como lengua materna. Y un 88% tenía conocimientos más que elementales. El neerlandés, en cambio, lo hablan como primer idioma menos del 20% de los bruselenses.
Los conflictos lingüísticos forzaron en los años sesenta del pasado siglo la expulsión de los estudiantes francófonos de la Universidad de Lovaina dando lugar a Lovaina la Nueva. El grito que unió entonces a los flamencos impulsores de este movimiento fue el de Walen buiten (valones fuera). Pero lo cierto es que en la actualidad entre una comunidad y otra reina más el desconocimiento que la enemistad. Flamencos y valones tienen gustos distintos, oyen música distinta y ven programas distintos en la televisión.
El país que acoge a la capital de la UE, que lleva décadas debatiendo sobre la posibilidad de desaparecer, tiene pocos elementos de cohesión. Uno de ellos es la monarquía. En los últimos tiempos, los éxitos deportivos han sido otro. Bélgica vibró cuando el pasado mes de octubre su selección nacional de fútbol, los denominados Diablos Rojos, se clasificó para el Mundial de Brasil de este verano. Fue una de las escasas ocasiones en las que flamencos y valones pudieron celebrar algo juntos con idéntica alegría.