Hiroo Onoda, el soldado japonés que se negó a rendirse

-El militar continuó emboscado en una isla filipina 30 años después de finalizar la guerra
-Se alimentaba de plátanos y cocos
-Varias expediciones japonesas fueron en su busqueda
-Solo un antiguo superior logró convencerle para rendirse

Jacinto Antón
Barcelona, El País
Junto a los ataques de los pilotos kamikaze, las cargas suicidas de la infantería al grito de "¡Banzai!" y el oficial que realiza el harakiri con su espada, el arquetipo popular del combatiente japonés de la II Guerra Mundial es el soldado que se niega a aceptar la rendición y la derrota y continúa su lucha emboscado en la selva de una isla perdida. Los estereotipos son solo eso, estereotipos, y muchas de las cartas íntimas y testimonios personales de los aviadores de la tokkotai —como denominaban a los kamikazes los japoneses— , de los soldados y marinos, revelan el mismo miedo y desesperación que los de cualesquiera otros combatientes, sea cual fuere su nacionalidad. Libros y películas como El arpa birmana, Feliz Navidad mister Lawrence o Cartas desde Iwo Jima han contribuido a mostrar esa realidad más allá de la visión propagandística occidental de los "demonios amarillos" expresada en clásicos como Objetivo Birmania y en tantos tebeos.


Dicho esto, es verdad que algunos particulares aspectos de la mentalidad japonesa, la perversa ideología totalitaria y la asunción general entre los militares del código del bushido y la idea de que la rendición es algo vergonzoso propiciaron unos tremendos excesos y una horrible deshumanización en la forma de hacer la guerra del ejército imperial. En ese contexto se entienden los casos de soldados que fueron más allá de lo que sería aceptable o comprensible en cualquier otro ejército (excepto quizá, en algunos aspectos, el del III Reich), desde el suicidio, el desprecio por la vida de los prisioneros o situaciones como la de Hiroo Onoda, el militar que no depuso sus armas hasta casi 30 años después de finalizar la guerra y que falleció el pasado jueves en Tokio a los 91 años.

"Era un oficial y recibí una orden, si no la hubiera cumplido me habría avergonzado", explicó de su actitud Onoda en una entrevista. La experiencia de Onoda, que por otro lado es una formidable aventura en la que se mezclan Robinson Crusoe y Guadalcanal, muestra hasta qué punto llegó la fanatización del soldado japonés. Es difícil no sentir sin embargo, paradójicamente, cierta fascinación y hasta admiración ante la tenacidad y el espíritu de entrega y resistencia de hombres como Onoda, viejos últimos combatientes de una guerra largo tiempo librada y perdida.

Hiroo Onoda tenía 20 años cuando se alistó. Fue instruido como oficial de Inteligencia (lo que desde luego no le sirvió para enterarse luego de que la guerra había acabado) y en diciembre de 1944 enviado a la isla de Lubang, en las Filipinas, con la orden de hacer todo lo posible para impedir su caída en manos del enemigo. Onoda no debía bajo ninguna circunstancia rendirse ni quitarse la vida.

Cuando los aliados desembarcaron, el teniente Onoda y otros tres soldados se refugiaron en las colinas e iniciaron su personal resistencia. Parte de las simpatías que puede despertar el recalcitrante nipón se disipan cuando se tiene en cuenta que en su particular guerra de guerrilla él y su mini ejército mataron a 30 habitantes de la isla —cosa que el teniente no consideró necesario explicar en su autobiografía (No surrender: my thirty year war, 1974)—. Onoda y sus tres irreductibles tuvieron varias veces noticia de que la guerra había acabado, pero no lo creyeron. Leyeron y releyeron octavillas en la que se informaba de la rendición japonesa, y acabaron concluyendo que se trataba de falsedades de la propaganda enemiga.

Uno de los soldados se rindió en 1950 y los otros dos murieron en encontronazos con locales o con la policía filipina. En 1972, Onoda se quedó solo. Había sido declarado muerto en 1959. En febrero de 1974, el teniente tuvo un sorprendente encuentro: se topó con un viajero japonés que tenía en su agenda encontrarlo a él, un panda y al yeti, por este orden. Onoda le dijo que no se rendiría hasta que se lo ordenara su oficial superior. Así que el Gobierno japonés localizó al mayor Taniguchi y lo envió a Lubang donde, el 9 de marzo de 1974, Onoda por fin se rindió, deponiendo su espada y su rifle de cerrojo Arisaka, el arma estándar del ejército japonés, que conservaba en perfecto estado de revista.

Enjuto, marcial y orgulloso, Onoda regresó al Japón siendo recibido como un héroe (¡y recibiendo todos los atrasos de la paga!). Fue el último de los soldados japoneses aún en servicio hallados (aunque siguen registrándose rumores de avistamientos de otros que pueden haber sido incluso más empecinados que él).

En puridad, Onoda no fue el último. Por unos meses le ganó el soldado Teruo Nakamura —recuperado en la isla indonesia de Morotai el 18 de diciembre de 1974—. Pero Nakamura, aunque alistado en el Ejército Imperial, había nacido en Taiwán y era miembro del pueblo ami, así que los japoneses tendieron a no contarlo. Además no era oficial.

Onoda, al que el presidente Marcos de Filipinas le perdonó el desliz de haberse cargado a unos cuantos paisanos con la guerra acabada, no se encontraba cómodo en el Japón moderno y emigró a Brasil donde se dedicó a la cría de ganado. Posteriormente regresó a su país y montó unas escuelas de la naturaleza para jóvenes. Tenía experiencia, sin duda: su estancia en Lubang constituye un ejemplo de primera de técnicas de supervivencia. Se alimentaba principalmente de plátanos hervidos y de cocos, aparte del arroz que podía robar de las poblaciones vecinas. De vez en cuando cazaba una vaca y secaba la carne. Mantuvo su gorra y su uniforme, a base de remendarlo mil veces, y se fabricaba sandalias. Curiosamente mantuvo una salud casi perfecta. Solo tuvo que guardar cama una vez en treinta años. Se lavaba meticulosamente los dientes y no perdió ninguno. De hecho, un viejo marine veterano de la campaña del Pacífico, que recalcó que había gastado la mayoría de su patrimonio en dentistas, dijo de Onoda que no había mucho que admirar en él pero que esperaba que se pudiera aprender algo de su dentadura.

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