El extremismo crece en la Unión Europea pero no arrolla
La incidencia de los populistas en las normas de la Eurocámara es mínima, aunque pesan más en el debate nacional
Claudi Pérez
Bruselas, El País
El partido nazi obtuvo el 2,6% de los votos en 1928; cinco años después, Adolf Hitler fue nombrado canciller alemán. Ese salto olímpico hacia la cumbre fue tan espectacular como simultánea la caída al abismo de los salarios, el empleo y todo lo demás. La historia va de la mano de la ironía: no se repite, pero rima. La UE se creó para impedir que se reprodujeran viejos conflictos, pero ha creado condiciones que abonan un terreno fértil para los extremismos, para partidos que cosecharán muchos votos en las elecciones europeas de mayo. Los números son preocupantes. Pero a veces las estadísticas provocan espejismos: a pesar del ascenso en las encuestas, ese cajón de sastre que forman populistas, euroescépticos, eurófobos y extremistas difícilmente va a cambiar su papel en el Parlamento. Y su papel consiste, básicamente, en usar la Eurocámara como megáfono. Vociferar, gesticular, salir en televisión. Poco más: esos partidos han tenido una incidencia mínima en la legislación en la última legislatura.
No han impulsado nada, no han bloqueado nada. “Su mayor impacto es indirecto, en los debates nacionales sobre inmigración, sobre mercado único, siempre con la crisis y el miedo como telón de fondo”, asegura un portavoz del Parlamento. Eso sí, la historia nunca se reproduce exactamente, pero de vez en cuando regala versos asonantes: puede que partidos como el filofascista griego Aurora Dorada desaparezcan cuando acabe la crisis, pero la UE moderna, una vez más, ha visto a los nazis pasearse por las calles.
La secuencia de los años treinta del siglo pasado fue recesión-desencanto social-irritación-conflictividad política-guerra, siempre en medio de un enorme pesimismo ambiental. Durante la Gran Recesión, con ese mismo pesimismo incrustado en el estado de ánimo europeo, la cadena ha llegado hasta la irritación pero no ha generado movilizaciones masivas —hasta ahora—, sino solo estallidos parciales. Aun así, la política europea se está transformando en una especie de cocina con un calor insoportable. Con dos efectos inequívocos: la crisis ha barrido a Gobiernos de todo tipo, del Norte al Sur (con una excepción: Alemania); y emergen en el centro del sistema los extremismos.
Las encuestas —ver gráfico— les dan casi una quinta parte de la Eurocámara, frente al 12% actual. “Más peso sería peligroso: si llegan a copar un tercio de los escaños será difícil manejarlos”, apunta Guntram Wolf, del think-tank Bruegel. Pero incluso con las encuestas en la mano es difícil hacer números: son fuerzas de índole muy diversa, pero confluyen al menos en apuntar contra la torre de marfil de la burocracia europea (odio a Europa), en agitar el espantajo de los efectos de la globalización y la apertura de fronteras (miedo al inmigrante) y en un discurso nacionalista que subraya los déficits democráticos de la UE y esa creciente supremacía de la economía sobre la política.
Las instituciones europeas han gestionado la crisis cruzando muchas las líneas rojas de la antigua soberanía nacional: Bruselas da órdenes sobre pensiones, impuestos, salarios, mercado laboral, empleos públicos y presupuestos, que hasta ahora era el corazón del Estado del bienestar y pertenecía a la esfera de las identidades nacionales. Para Alessandro Leipold, del Lisbon Council, “eso ha provocado que mucha gente culpe de su situación a Merkel, a Bruselas”. El sociólogo Norman Birnbaum va más allá: “El Sur acusa a la UE de obligarle a un ajuste tremendo; el Norte achaca a las instituciones europeas que no haya sabido controlar al Sur. Entre las debilidades y la irritación de los países deudores y el elitismo insoportable de los alemanes y algún supuesto líder en Bruselas, la UE corre el riesgo de perder sus señas de identidad”. “No hay Willy Brandts ni Schmidts en la izquierda; no hay Monnets, De Gaulles, Macmillans o De Gasperis en la derecha. La ausencia casi total de nuevas ideas en los partidos grandes, un fenómeno calcado al de EE UU, es el caldo de cultivo perfecto para esa degeneración de la política”, cierra.
No hay normativa europea con el sello de los eurófobos y populistas. En parte porque carecen de masa crítica suficiente; en parte porque son partidos muy distintos que parecen incapaces de ponerse de acuerdo (aunque recientemente se apunta alguna alianza transnacional entre ellos), pero sobre todo porque no es ese su objetivo. Los Nigel Farage (UKIP británico), Marine Le Pen (Frente Nacional francés) Geer Wilders (populistas holandeses) y tantos otros usan el Parlamento únicamente como caja de resonancia para incidir en sus respectivos países. “Es y será una minoría incoherente, desorganizada y ruidosa”, resume el eurodiputado socialista Enrique Guerrero.
El centroizquierda y el centroderecha han tratado de marginar a esos partidos, presentándoles como insurgentes, desquiciados, ultras, fascistas o racistas. Pero no han logrado detener la marea. “Cabe atribuirles el viraje de los conservadores británicos en inmigración, que ha calado también en otros países; o el ascenso de figuras como Manuel Valls en la izquierda francesa”, indica Shada Islam, politóloga vinculada al Center for European Reform. “En algunos casos pueden haberse incrustado dentro de los propios partidos: el PP español se ha quedado solo en la Eurocámara, sin el apoyo de su grupo parlamentario y sí en cambio de los extremistas, en el debate sobre la ley del aborto”, añade Guerrero.
Uno de los ejemplos más claros de esa contaminación es la derecha francesa. Rachida Dati, exministra de Nicolas Sarkozy y aspirante a encabezar la lista de los conservadores franceses en las europeas, no duda en usar un lenguaje que recuerda al de Le Pen al reclamar el cierre de fronteras en la UE cuando sea necesario. “No se trata de proteccionismo, sino de protegerse. Y no se puede decir que sea una medida racista, ya que beneficiaría tanto a los trabajadores de países como Reino Unido o Francia, como a los de Polonia o Rumanía, que pierden a la mano de obra que han formado”, decía Dati en un acto organizado por Open Europe en Londres.
Eurófobos y populistas dejan un rico anecdotario en Bruselas como legado, siempre con los mismos leit motiv de fondo: el proyecto europeo está hinchado y se ha convertido en un leviatán egoísta (falso: hay 40.000 funcionarios en Bruselas, cuyos sueldos suponen el 6% del presupuesto de la UE; el Ayuntamiento de Múnich tiene 30.000 empleados, y los ayuntamientos alemanes gastan en sueldos una media del 25% de su presupuesto). Atacan sin descanso la apertura de fronteras, y se erigen como intermediarios de la gente que cree que los de arriba les exprimen y los de abajo, los inmigrantes que hacen turismo de prestaciones, se aprovechan a costa de los trabajadores (de nuevo falso: la tasa de empleo de los inmigrantes europeos es del 67,7%; el 79% vive en hogares donde al menos un miembro trabaja; el gasto sanitario de los emigrantes inactivos es el 0,2% del total, según datos de la Comisión).
Una rápida mirada al quehacer de los populistas en la Eurocámara ofrece sabrosas y a veces dolorosas historias. Un eurodiputado de extrema derecha rumano, Dan Dumitru Zamfirescu, vota siempre sí, sea cual sea el motivo de la votación; nunca toma la palabra, no presenta enmiendas ni preguntas: se limita a decir sí a todo para cobrar dietas. En septiembre de 2013, Godfrey Bloom (UKIP) calificó de “habitación llena de sluts” (en inglés, ese término puede referirse a una mujer poco aseada o promiscua) una reunión en la que se debatía el papel de la mujer en política.
Pese a los centenares de ejemplos en esa línea, en general los populistas han cambiado de estrategia. Se han pulido. Su nuevo brillo se demuestra en la elección de los temas: la clásica soflama extranjeros fuera se sustituye con un discurso proderechos humanos, explica el presidente del Parlamento, Martin Schulz, en Europa: la última oportunidad. De pronto, los extremistas se preocupan por los derechos de la mujer y tachan el uso del burka de peligro para Europa. Con la misma lógica se erigen en defensores de la libertad y la democracia indignándose porque esos valores no existen en el mundo islámico. Armados con nuevas chaquetas para las viejas ideas de siempre, las elecciones, en fin, serán claves para dejar claro su influjo sobre el futuro de la Unión. Como lo será la interpretación de los comicios: ¿El auge del populismo indica que es necesaria más Europa para arreglar de una vez por todas el proyecto y convencer a los escépticos? ¿O la lectura será que la gente cree que ya hay demasiada Europa?
Claudi Pérez
Bruselas, El País
El partido nazi obtuvo el 2,6% de los votos en 1928; cinco años después, Adolf Hitler fue nombrado canciller alemán. Ese salto olímpico hacia la cumbre fue tan espectacular como simultánea la caída al abismo de los salarios, el empleo y todo lo demás. La historia va de la mano de la ironía: no se repite, pero rima. La UE se creó para impedir que se reprodujeran viejos conflictos, pero ha creado condiciones que abonan un terreno fértil para los extremismos, para partidos que cosecharán muchos votos en las elecciones europeas de mayo. Los números son preocupantes. Pero a veces las estadísticas provocan espejismos: a pesar del ascenso en las encuestas, ese cajón de sastre que forman populistas, euroescépticos, eurófobos y extremistas difícilmente va a cambiar su papel en el Parlamento. Y su papel consiste, básicamente, en usar la Eurocámara como megáfono. Vociferar, gesticular, salir en televisión. Poco más: esos partidos han tenido una incidencia mínima en la legislación en la última legislatura.
No han impulsado nada, no han bloqueado nada. “Su mayor impacto es indirecto, en los debates nacionales sobre inmigración, sobre mercado único, siempre con la crisis y el miedo como telón de fondo”, asegura un portavoz del Parlamento. Eso sí, la historia nunca se reproduce exactamente, pero de vez en cuando regala versos asonantes: puede que partidos como el filofascista griego Aurora Dorada desaparezcan cuando acabe la crisis, pero la UE moderna, una vez más, ha visto a los nazis pasearse por las calles.
La secuencia de los años treinta del siglo pasado fue recesión-desencanto social-irritación-conflictividad política-guerra, siempre en medio de un enorme pesimismo ambiental. Durante la Gran Recesión, con ese mismo pesimismo incrustado en el estado de ánimo europeo, la cadena ha llegado hasta la irritación pero no ha generado movilizaciones masivas —hasta ahora—, sino solo estallidos parciales. Aun así, la política europea se está transformando en una especie de cocina con un calor insoportable. Con dos efectos inequívocos: la crisis ha barrido a Gobiernos de todo tipo, del Norte al Sur (con una excepción: Alemania); y emergen en el centro del sistema los extremismos.
Las encuestas —ver gráfico— les dan casi una quinta parte de la Eurocámara, frente al 12% actual. “Más peso sería peligroso: si llegan a copar un tercio de los escaños será difícil manejarlos”, apunta Guntram Wolf, del think-tank Bruegel. Pero incluso con las encuestas en la mano es difícil hacer números: son fuerzas de índole muy diversa, pero confluyen al menos en apuntar contra la torre de marfil de la burocracia europea (odio a Europa), en agitar el espantajo de los efectos de la globalización y la apertura de fronteras (miedo al inmigrante) y en un discurso nacionalista que subraya los déficits democráticos de la UE y esa creciente supremacía de la economía sobre la política.
Las instituciones europeas han gestionado la crisis cruzando muchas las líneas rojas de la antigua soberanía nacional: Bruselas da órdenes sobre pensiones, impuestos, salarios, mercado laboral, empleos públicos y presupuestos, que hasta ahora era el corazón del Estado del bienestar y pertenecía a la esfera de las identidades nacionales. Para Alessandro Leipold, del Lisbon Council, “eso ha provocado que mucha gente culpe de su situación a Merkel, a Bruselas”. El sociólogo Norman Birnbaum va más allá: “El Sur acusa a la UE de obligarle a un ajuste tremendo; el Norte achaca a las instituciones europeas que no haya sabido controlar al Sur. Entre las debilidades y la irritación de los países deudores y el elitismo insoportable de los alemanes y algún supuesto líder en Bruselas, la UE corre el riesgo de perder sus señas de identidad”. “No hay Willy Brandts ni Schmidts en la izquierda; no hay Monnets, De Gaulles, Macmillans o De Gasperis en la derecha. La ausencia casi total de nuevas ideas en los partidos grandes, un fenómeno calcado al de EE UU, es el caldo de cultivo perfecto para esa degeneración de la política”, cierra.
No hay normativa europea con el sello de los eurófobos y populistas. En parte porque carecen de masa crítica suficiente; en parte porque son partidos muy distintos que parecen incapaces de ponerse de acuerdo (aunque recientemente se apunta alguna alianza transnacional entre ellos), pero sobre todo porque no es ese su objetivo. Los Nigel Farage (UKIP británico), Marine Le Pen (Frente Nacional francés) Geer Wilders (populistas holandeses) y tantos otros usan el Parlamento únicamente como caja de resonancia para incidir en sus respectivos países. “Es y será una minoría incoherente, desorganizada y ruidosa”, resume el eurodiputado socialista Enrique Guerrero.
El centroizquierda y el centroderecha han tratado de marginar a esos partidos, presentándoles como insurgentes, desquiciados, ultras, fascistas o racistas. Pero no han logrado detener la marea. “Cabe atribuirles el viraje de los conservadores británicos en inmigración, que ha calado también en otros países; o el ascenso de figuras como Manuel Valls en la izquierda francesa”, indica Shada Islam, politóloga vinculada al Center for European Reform. “En algunos casos pueden haberse incrustado dentro de los propios partidos: el PP español se ha quedado solo en la Eurocámara, sin el apoyo de su grupo parlamentario y sí en cambio de los extremistas, en el debate sobre la ley del aborto”, añade Guerrero.
Uno de los ejemplos más claros de esa contaminación es la derecha francesa. Rachida Dati, exministra de Nicolas Sarkozy y aspirante a encabezar la lista de los conservadores franceses en las europeas, no duda en usar un lenguaje que recuerda al de Le Pen al reclamar el cierre de fronteras en la UE cuando sea necesario. “No se trata de proteccionismo, sino de protegerse. Y no se puede decir que sea una medida racista, ya que beneficiaría tanto a los trabajadores de países como Reino Unido o Francia, como a los de Polonia o Rumanía, que pierden a la mano de obra que han formado”, decía Dati en un acto organizado por Open Europe en Londres.
Eurófobos y populistas dejan un rico anecdotario en Bruselas como legado, siempre con los mismos leit motiv de fondo: el proyecto europeo está hinchado y se ha convertido en un leviatán egoísta (falso: hay 40.000 funcionarios en Bruselas, cuyos sueldos suponen el 6% del presupuesto de la UE; el Ayuntamiento de Múnich tiene 30.000 empleados, y los ayuntamientos alemanes gastan en sueldos una media del 25% de su presupuesto). Atacan sin descanso la apertura de fronteras, y se erigen como intermediarios de la gente que cree que los de arriba les exprimen y los de abajo, los inmigrantes que hacen turismo de prestaciones, se aprovechan a costa de los trabajadores (de nuevo falso: la tasa de empleo de los inmigrantes europeos es del 67,7%; el 79% vive en hogares donde al menos un miembro trabaja; el gasto sanitario de los emigrantes inactivos es el 0,2% del total, según datos de la Comisión).
Una rápida mirada al quehacer de los populistas en la Eurocámara ofrece sabrosas y a veces dolorosas historias. Un eurodiputado de extrema derecha rumano, Dan Dumitru Zamfirescu, vota siempre sí, sea cual sea el motivo de la votación; nunca toma la palabra, no presenta enmiendas ni preguntas: se limita a decir sí a todo para cobrar dietas. En septiembre de 2013, Godfrey Bloom (UKIP) calificó de “habitación llena de sluts” (en inglés, ese término puede referirse a una mujer poco aseada o promiscua) una reunión en la que se debatía el papel de la mujer en política.
Pese a los centenares de ejemplos en esa línea, en general los populistas han cambiado de estrategia. Se han pulido. Su nuevo brillo se demuestra en la elección de los temas: la clásica soflama extranjeros fuera se sustituye con un discurso proderechos humanos, explica el presidente del Parlamento, Martin Schulz, en Europa: la última oportunidad. De pronto, los extremistas se preocupan por los derechos de la mujer y tachan el uso del burka de peligro para Europa. Con la misma lógica se erigen en defensores de la libertad y la democracia indignándose porque esos valores no existen en el mundo islámico. Armados con nuevas chaquetas para las viejas ideas de siempre, las elecciones, en fin, serán claves para dejar claro su influjo sobre el futuro de la Unión. Como lo será la interpretación de los comicios: ¿El auge del populismo indica que es necesaria más Europa para arreglar de una vez por todas el proyecto y convencer a los escépticos? ¿O la lectura será que la gente cree que ya hay demasiada Europa?