Ptolomeo en la era de Google Maps

Varios libros coinciden en destacar la importancia de los mapas en la forja de
las sociedades contemporáneas y repasan 2.000 años de leyendas cartográficas

Tommaso Koch
Madrid, El País
Al principio, un estudioso en la biblioteca de Alejandría, un siglo después de Cristo. Al final, de momento, usted, o más bien esa luz parpadeante que le representa en una pantalla. Y en medio, entre el primer geógrafo moderno —Ptolomeo— y la aplicación de Google Maps en los móviles inteligentes, la historia de los mapas: dos milenios de aventuras, verdades y mentiras que matan. A ella, y a su importancia, están dedicados dos libros de publicación reciente que devuelven la geografía a los focos (y a los que se podría sumar un tercero: Historia de las tierras y los lugares legendarios, de Umberto Eco). En el mapa (Taurus), de Simon Garfield, tira de anecdotario e historiografía para narrar, fiel a su subtítulo, “cómo el mundo adquirió su aspecto”. Mientras tanto, La venganza de la geografía (RBA), de Robert D. Kaplan, ahonda en la relevancia de los asuntos geográficos para las crisis políticas y económicas.


“Casi 2.000 años después todavía hacemos mapas. Para no perdernos y porque queremos descubrir cosas nuevas. La ambición y el intento de exactitud son los mismos que entonces”, asegura Garfield por teléfono desde Londres. Y desde Nueva York, Kaplan declara a este periódico: “El hecho de que podamos comunicarnos por correo electrónico no significa que vivamos en el mismo mundo. Cuando se ven las disputas, te das cuenta de que las montañas, los valles, todo importa”.

Desde su despacho en la Universidad Autónoma, José Antonio Rodríguez Esteban se muestra de acuerdo. A sus espaldas, cómo no, un mapa del mundo. “Son objetos sugerentes. Los miras y te despiertan imaginación, inquietudes, incluso sentimientos”, defiende este profesor de Geografía y miembro de la junta directiva de la Sociedad Geográfica Española.

En efecto, detrás de las actuales representaciones del planeta, y de sus antecesoras, hay viajes y leyendas, muchas leyendas. Si sabemos que en el Polo Norte ni hay pigmeos, ni un volcán “negrísimo” —Mercator dixit, en el siglo XVI—, es porque marineros, científicos y exploradores dejaron un día su tierra para descubrir cómo era el más allá. Por sed de conocimiento, algunos. Por hambre de poder, otros.

A veces encontraron ambas cosas. Y en ocasiones, solo el abismo. Como los 644 tripulantes del barco español San Telmo, “uno de los episodios más trágicos de la historia de las exploraciones”, según Eduardo Martínez de Pisón, catedrático emérito de Geografía, alpinista y autor de libros como Más allá del Everest. En 1819 el navío recorría el paso de Drake cuando una tormenta le arrastró hasta la isla antártica de Livingston. Jamás volvió a zarpar. “Un año después, un capitán británico encontró los maderámenes del navío y, según una costumbre marinera, los cogió para hacer con ellos su ataúd”, recuerda Martínez de Pisón. Esa es al menos la hipótesis más aceptada, porque el destino del barco sigue envuelto en el misterio.

En realidad, las dudas permanecen hasta en los mapas de hoy en día. Pese a satélites y siglos de avances, hay cimas en China, o la del monte Shahdagh, en Azerbayán, vírgenes a la presencia humana. “Al parecer la subida ha de hacerse por unas cascadas de 100 metros de caída y esperar al invierno para encontrarlas heladas”, relata Rodríguez Esteban sobre la segunda. Se trata, eso sí, de excepciones, ya que la aplastante mayoría del planeta ha sido cartografiada.

'A New Yorker's View of the World', de Saul Steinberg.

Distinto es también el empleo que se da a los mapas. “Al principio, eran un ejercicio académico. Solo los ricos los usaban en un sentido práctico: un príncipe podía colgarlo en una pared para presumir de lo que poseía o conocía”, aclara Garfield. De los salones reales los mapas acabarían pasando a los dormitorios de los niños y los vagones del metro.

En el de Londres, en concreto, cuelga uno de los favoritos de Garfield: “Es a la vez exacto y equivocado. Todo parece a la misma distancia, pero hay viajes que duran un parpadeo y otros, 45 minutos. Si intentaras caminar bajo tierra siguiéndolo te perderías”.

Al fin y al cabo, engaños y errores siempre han tenido protagonismo en esta historia. Baste recordar a James Rennell, el cartógrafo que en 1798 inventó de la nada la cordillera africana de Kong. También, y durante décadas, California fue una isla, al igual que Frislandia, tierra fantasma que aparecía en los mapas entre Reino Unido e Islandia.

Las equivocaciones siguen existiendo, aunque la tecnología digital se propone acabar con ellas. “Los centros cartográficos están recurriendo a las correcciones de la gente”, relata Rodríguez Esteban. Podría ser uno de los próximos retos, junto con los mapas del universo o quién sabe qué. “Nadie predijo hace 15 años la transformación digital actual, así que es difícil prever qué pasará en otra quincena”, imagina Garfield. Es el mapa del futuro: no puede haber exactitud.

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