Un displicente Wilstermann se complicó ante los párvulos potosinos


José Vladimir Nogales
Toda la artillería de Néstor Clausen apenas alcanzó para tumbar a un tierno Real Potosí (compuesto por juveniles), que se defendió con orgullo y que bien pudo sobrevivir a la caótica marejada roja. Wilstermann no supera la presión a la que le somete el Capriles, que se engulle a su propio hijo. Y menos mal que la sagacidad de Ramallo y un espectacular bombazo de Berodia le permitieron arribar a una victoria (2-1) que, en buena teoría, se presumía más holgada.


Está tuerto Wilstermann, que vuelca toda su calidad por la orilla izquierda. Llega a cavar surcos por esa banda de tanto como Romero (después Aparicio) y Medina se encargan de cabalgar por ella. Este sábado fue una exageración. Una pesadez incluso que impedía toda capacidad de sorpresa. Sobre todo, porque Romero, que desbordó muy a menudo, acabó saturado de balón y de oportunidades. En la tendencia abundó Berodia, escasamente preciso en la ocasión, haciendo valer su condición de zurdo. En el otro lado, el vacío. Quero, sin espacios para explotar, era invisible. Y en cuanto a Christian Vargas, de tanto insistirle Clausen que debe priorizar la defensa, ya no hace otra cosa.

UN MURO

Real Potosí sólo tuvo que atrincherarse en su zona. Y esperar. Le iba bien mientras el resultado no se moviera. Víctor Zwenger, técnico visitante, dejó su marca en el sólido diseño de su equipo. Plantó una defensa de cuatro que, al momento de sacar la pelota, soltaba a los laterales y abría a los centrales sobre la banda, encomendando el balón a Garnika (medio centro) para salir con fluidez. También aplicó una fuerte presión sobre el centro, con el cometido permanente de frenar a Berodia, que suele lucirse cuando dispone de soltura. En el ataque, Zwenger pegó a Campos y Girard a los extremos sin que hubiera nadie en el medio que pudiera rematar sus centros. Es decir, jugó sin delantero centro, papel reservado de alguna manera a Peredo, que llegaría desde la media punta. Aunque no llegó.

Bien trabajado tácticamente, Real Potosí practicó una defensa de ayudas tan sólida que apenas concedió ocasiones. Funcionaba ejemplarmente como colectivo y también individualmente por la solidaridad de sus futbolistas y facilidad para las coberturas. Los medios y zagueros se movían constantemente para enfrentar al contrario en jugadas de dos y hasta tres contra uno y la línea de presión estrangulaba las zonas de creación roja. Tocaba y tocaba Wilstermann para no llegar a ninguna parte. Le faltaba velocidad de ejecución y también malicia. La actitud opresiva de la visita le obligó a moverse con cierta precipitación que, luego, derivó en displicencia. Tanta posesión, facilitada por la actitud rácana del rival, fue erosionando la cordura y anestesiando el juego, al punto de saturarlo de perniciosa confianza.

Únicamente Berodia intentaba trazar jugadas creativamente útiles y se adornaba con unos cuantos gestos técnicos en la línea de tres cuartos. Inutilizado el juego por las bandas, porque los volantes recibían con la marca encima y sin disponer de receptores libres, resultaba complicado generar espacios en el balcón del área para tirar la línea de pase. Quero jugaba en inferioridad en la banda derecha porque no tenía con quién asociarse. Lo mismo ocurría con Romero sobre la izquierda. Medina y Vargas son hombres de campo propio y no ajeno y a Wilstermann le faltan jugadores de entrelíneas para complicarle la vida a equipos de hermética marcación, como la que propuso Real Potosí.

El partido discurría, consecuentemente, en condiciones de improductiva superioridad local y máxima incertidumbre. La posesión de la pelota no le servía a Wilstermann para desquilibrar al rival en los sectores importantes de la cancha y Real Potosí tampoco encontraba una salida franca a su contragolpe por la infecta imprecisión en los toques y el buen juego de posición de los rojos. Negados ambos, las ocasiones de gol fueron muy escasas y poco claras. Tiraban mucho los rojos de las jugadas a balón parado y los potosinos de las contras de Campos.
En Wilstermann volvió a fracasar Luis Carlos Paz como medio centro. No tiene tomadas las medidas para el puesto. Su fútbol es demasiado rústico, lo que repercute en una formación propensa a partirse por la mitad. Pero Clausen lo prefiere en esa vital demarcación, aunque su escuálido aporte conspire contra el equilibrio funcional. Como marca mal y quita poco, la que sufre es la defensa, expuesta y obligada a salir a cortar lejos, agrietando peligrosamente todo el fondo. Y como Paz no es un prodigio de precisión con la pelota (siempre la devuelve atrás o la pierde intentando un toque limpio), la salida se torna turbia, ensuciando la elaboración. A ello, indudablemente, contribuyen Quero y Romero, que se estacionan muy arriba, sin brindar opciones de descarga para iniciar acciones desde su campo y en posesión del balón. La consecuencia es un terreno baldío delante de Paz y a espaldas de Berodia que sólo puede sortearse por alto, a puro infecundo pelotazo. Jugando así, prescindiendo del control, Wilstermann desmonta los circuitos y erradica la influencia de Berodia, toda vez que el fútbol no fluye por su órbita. Incluso cuando el balón corre al ras, Romero y Quero quedan muy abiertos y estáticos, poco proclives a asociarse con el enganche para intentar el desequilibrio. Y esa atonía es patrimonial. Faltaba vitalidad para el desmarque, coordinación en las ejecuciones e intensidad para fabricar espacios. Nada de eso podía observarse en una exposición inexpresiva, en cuyos fundamentos argumentales nada se adivina del aporte del adiestrador. Wilstermann exhibe análogas imperfecciones a las del curso precedente y, por ahora, cuesta encontrar rasgos identitarios del nuevo proceso, algún elemento estilístico que lo defina. Lo que se observa desde la pretemporada (y que no fue corregido, más allá de la retórica utilitaria de la fase experimental) es que Wilstermann sigue siendo un equipo de tranco lento, estático, propenso al desequilibrio, que le cuesta generar juego y que carece de potencia en el área de enfrente. No sólo exhibe defectos individuales o funcionales (por cómo se para en ataque y cómo juega el balón es muy propenso a favorecer el anticipo rival), sino estructurales y conceptuales. Estructurales porque Paz es un incordio como medio centro (se necesita alguien que maneje la salida) y porque Romero sufre con la cancha al revés, restando profundidad. Como el equipo se estira en demasía, crecen las brechas entre líneas y las conexiones se dificultan. En ese contexto, se exige mayor precisión para prosperar, lo que no puede lograrse, en un campo amplio, sin rebajar la gama de revoluciones. De ahí la pérdida de velocidad y la insolubilidad de sus consecuencias (previsibilidad del juego). De poco sirve que los volantes exteriores (Quero y Romero) se abran tanto, aislando a Berodia, si la amplitud que consiguen no se traduce en profundidad. Quero explota y gana el fondo, pero no siempre envía un centro dañino. En parte porque debe enfrentarse a un escalonamiento de marcas que lo absorbe y, sin nadie que le pase por atrás (Vargas estuvo muy contenido), dispone de poco espacio para desequilibrar. Con Romero el problema es análogo. La diferencia está en su perfil. Obligado a perfilarse para su diestra, su centro resulta, cuando menos, inocente. Y si debe ir al fondo, la zurda es de palo.

Lo conceptual tiene que ver con los movimientos. Primero, Ramallo no sabe dónde pararse ante la perspectiva de un desborde. En lugar de trazar una diagonal para anticipar al rival, busca el segundo palo, a donde el balón arribará, inexcusablemente, merced a una cadena de errores. Segundo, Wilstermann cuelga demasiados balones al área, desde cualquier coordenada, como si ésa fuera la fórmula del éxito. Obviamente, el resultado es ampliamente negativo porque el procedimiento (centro predecible) y la ausencia de recursos (cabeceadores que ganen por sagacidad o portento físico) la inutilizan. Otro drama conceptual es uno que ya describimos antes y lo encolumnamos en el acápite estructural: Quero y Romero deben arrancar de más atrás, no sólo para facilitar el arranque de la jugada, sino para imponer un juego de posesión.

Ramallo estuvo muy lúcido al marcarle el pase a Mainz (23 minutos), que había recogido una pelota sobre la banda izquierda. El atacante le señaló la trayectoria y el balón tomó ese curso. El certero cabezazo posterior abrió la cuenta. Evento demasiado tardío para la sangría presumida según la (teórica) ausencia de equivalencias. El golazo de Berodia (bola enviada por Romero al balcón del área, donde el español calzó de aire) dibujó un 2-0 que, tímidamente, tomaba el color profetizado.

COMPLEMENTO

La segunda mitad fue de espanto. De fútbol vulgar. Wilstermann intentaba imponer un fútbol de toque corto que más intrascendente se hizo cuanto mayor era el cúmulo de minutos consumidos. Sin noticias de Quero, con Mainz y Ramallo atrapados en el bosque violeta, quedaron los regates de Romero y el juego cerebral de Berodia. No era poca cosa. O no debía serlo. Pero Romero no cerró ningún desborde y Berodia no acertó ningún pase. Y, para peor, el exceso de horizontalidad (demasiado cambio de frente sin utilidad) y la creciente intrascendencia de un fútbol desorganizado, llevó el desarrollo a una peligrosa laxitud. La lentitud subsecuente dio riendas a la presión que los potosinos aplicaron más allá de la divisoria. Por momentos, la visita se atrevió con el balón. Conseguirlo no costaba demasiado. Presionar sobre la posición de Paz rendía dividendos tanto como cargar el juego por el flanco de Medina. El lateral, errático con la pelota y falto de ubicación, ofrecía acceso directo a Cartagena, desestabilizando a toda la línea. Fue así como llegó el descuento. Un desborde a espaldas de Medina que concluyó con un centro débilmente rechazado por el golero y capturado por Girard para el sorpresivo (y ominoso) descuento. Corrían 65 minutos.

Entonces, Wilstermann fue una bomba emocional. En tiempos de pobreza, la adrenalina suele ser un medicamento habitual. Y el partido se fue enredando en un duelo de testosterona. Más allá de la energía, sólo había dos futbolistas en el campo: Berodia y Romero. Contra el español, poco necesitó hacer Garnika. Él solo se neutralizó, errando las entregas; contra Romero solo había que cuidar su perfil. Entonces, en su afán por dejar su obra incompleta, Wilstermann empañó más un partido diseñado para exhibirse. Al concluir el primer tiempo había anotado dos goles y tenía debajo de su bota a Real Potosí, que se arrastraba como un equipo perdedor. Una tarde tranquila, pensó algún incauto, sin reparar que en el Capriles, la victoria es, desde hace mucho, sinónimo de angustia. Bastó que Real Potosí enseñara las uñas para que Wilstermann perdiese el balón y el hilo del partido. Ni de contragolpe ni con la presencia de Aparicio (que padeció sin compañía ni abastecimiento) pudo liquidar un pleito que sobrevoló la catástrofe. En noches así, su único recurso es la defensa a ultranza y los reflejos de Cartagena, que tiene que arreglar bajo los palos lo que deja volar por el cielo de su área. Cada balón aéreo era una tortura para el equipo de Néstor Clausen, cuya hinchada parece condenada a abandonar el Capriles con sabor agridulce. Victoria tras victoria, siempre con la misma angustia.

Wilstermann: Cartagena, Zenteno, Tordoya, Medina, Paz, Quero, Berodia, Romero, Mainz (Aparicio) y Ramallo.

Real Potosi: Lapczyk, Panozo, Avila, Aldair Berrios, Arias, Garnica, Kassab, Ortuño, Campos (Zabala), Girard y Peredo (Alvaro Berríos).

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