ANÁLISIS / Los alauíes luchan por su supervivencia
El islam suní siempre ha dado un trato degradante a la minoría a la que pertenece Bachar el Asad
Ignace Dalle, El País
Desde marzo de 2011, desde el inicio de la primavera árabe, mucha gente percibe a Bachar el Asad como un tirano sanguinario, cuya eliminación permitiría a Siria salir de una tragedia que ya ha causado más de 100.000 muertos, que ha sumido en la miseria o en el exilio a millones de sirios y que ha destruido una parte de un patrimonio cultural excepcional.
La realidad es más compleja. El régimen sirio no es, en realidad, una dictadura de un solo hombre, y ni siquiera de una sola familia, como era el caso en Egipto, en Túnez o en Libia. Por muy cruel que pueda ser, Bachar el Asad no es más que la parte visible de un conjunto complejo, y su marginación no cambiaría gran cosa en las relaciones de fuerza en el país. Detrás de él, encontramos a la gran mayoría de los dos millones de miembros de la comunidad alauí, convencidos de que luchan por su supervivencia.
No podemos entender la situación actual si no tenemos en cuenta el trato degradante que el islam suní reservó a esta comunidad surgida en el siglo X del chiísmo. Los alauíes, considerados unos apóstatas —un crimen terrible en el islam— fueron objeto en el siglo XIV de una fetua (pronunciamiento legal) del famoso jurisconsulto Ibn Taymiyya que ordenaba su persecución y su muerte. Tras siglos de humillación, debieron su salvación, curiosamente, al colonialismo francés, que, de 1920 a 1941, se apoyó en ellos y en las otras minorías (cristiana, drusa y otras) para contrarrestar el peso de los suníes mayoritarios.
Así, los alauíes, que estaban excesivamente representados en el Ejército, se hicieron progresivamente con el poder en las décadas de 1960 y 1970, bajo la autoridad de Hafez el Asad. Este último, tan despiadado como revanchista, se aseguró metódicamente el control de todos los resortes políticos, económicos y sociales del país, usando sin miramientos cualquier tipo de arma: la violencia, la corrupción o la seducción.
Este era, por tanto, el país que heredó Bachar en junio de 2000 tras la muerte de su padre. Los sirios esperaban que este médico de 34 años, que se había especializado en Inglaterra en oftalmología, emprendiera reformas profundas. Pero fueron tímidas y, sobre todo, no duraron ante las presiones de los duros del régimen, completamente decididos a mantener el statu quo.
Al igual que la gran mayoría de los habitantes de un país que solo ha conocido la ocupación otomana, el colonialismo francés, y luego la de antiguos nazis y de expertos del KGB o de los servicios secretos iraníes como asesores, Bachar no tiene ninguna cultura de los derechos humanos o de la democracia.
Su falta de legitimidad —el clan en el poder siempre ha echado de menos a su hermano Basel, fallecido en 1995 en un accidente— le lleva a excederse y a pasarse de la raya, como las palabras más que amenazantes que dirigió a Rafic Hariri, el ex primer ministro libanés, poco antes de su asesinato en febrero de 2005. Así, cuando la primavera árabe llega a Siria en marzo de 2011, Bachar deja que el aparato represivo inicie su labor mortal. Heredero de la dolorosa historia alauí, está convencido, como su entorno, de que no se puede hablar con unos “terroristas” detrás de los cuales ve la mano de todo tipo de islamistas.
De hecho, como sus amigos rusos e iraníes, considera que el islamismo suní radical —Al Qaeda, los Hermanos Musulmanes y los salafistas— es la principal amenaza que se cierne sobre su régimen, sobre su comunidad y sobre toda la región. Los horribles actos perpetrados por los grupos yihadistas cada vez más presentes en Siria refuerzan sus convicciones. En la guerra sin piedad que se libra desde hace numerosos años entre los musulmanes chiíes y suníes, y que la intervención estadounidense en Irak no ha hecho más que agravar, Bachar el Asad está en primera línea. El hecho de hacer concesiones ahora —algo que el régimen no ha hecho nunca en el interior en sus 42 años en el poder— equivaldría a dar una señal muy mala. Y no es la “respuesta limitada” anunciada por Washington y sus aliados la que modificará el comportamiento de un hombre y de un clan que se juegan su supervivencia.
Ignace Dalle ha sido corresponsal en Siria de la agencia France Presse y es autor del libro La Syrie du général Assad (Editions Complexe).
Ignace Dalle, El País
Desde marzo de 2011, desde el inicio de la primavera árabe, mucha gente percibe a Bachar el Asad como un tirano sanguinario, cuya eliminación permitiría a Siria salir de una tragedia que ya ha causado más de 100.000 muertos, que ha sumido en la miseria o en el exilio a millones de sirios y que ha destruido una parte de un patrimonio cultural excepcional.
La realidad es más compleja. El régimen sirio no es, en realidad, una dictadura de un solo hombre, y ni siquiera de una sola familia, como era el caso en Egipto, en Túnez o en Libia. Por muy cruel que pueda ser, Bachar el Asad no es más que la parte visible de un conjunto complejo, y su marginación no cambiaría gran cosa en las relaciones de fuerza en el país. Detrás de él, encontramos a la gran mayoría de los dos millones de miembros de la comunidad alauí, convencidos de que luchan por su supervivencia.
No podemos entender la situación actual si no tenemos en cuenta el trato degradante que el islam suní reservó a esta comunidad surgida en el siglo X del chiísmo. Los alauíes, considerados unos apóstatas —un crimen terrible en el islam— fueron objeto en el siglo XIV de una fetua (pronunciamiento legal) del famoso jurisconsulto Ibn Taymiyya que ordenaba su persecución y su muerte. Tras siglos de humillación, debieron su salvación, curiosamente, al colonialismo francés, que, de 1920 a 1941, se apoyó en ellos y en las otras minorías (cristiana, drusa y otras) para contrarrestar el peso de los suníes mayoritarios.
Así, los alauíes, que estaban excesivamente representados en el Ejército, se hicieron progresivamente con el poder en las décadas de 1960 y 1970, bajo la autoridad de Hafez el Asad. Este último, tan despiadado como revanchista, se aseguró metódicamente el control de todos los resortes políticos, económicos y sociales del país, usando sin miramientos cualquier tipo de arma: la violencia, la corrupción o la seducción.
Este era, por tanto, el país que heredó Bachar en junio de 2000 tras la muerte de su padre. Los sirios esperaban que este médico de 34 años, que se había especializado en Inglaterra en oftalmología, emprendiera reformas profundas. Pero fueron tímidas y, sobre todo, no duraron ante las presiones de los duros del régimen, completamente decididos a mantener el statu quo.
Al igual que la gran mayoría de los habitantes de un país que solo ha conocido la ocupación otomana, el colonialismo francés, y luego la de antiguos nazis y de expertos del KGB o de los servicios secretos iraníes como asesores, Bachar no tiene ninguna cultura de los derechos humanos o de la democracia.
Su falta de legitimidad —el clan en el poder siempre ha echado de menos a su hermano Basel, fallecido en 1995 en un accidente— le lleva a excederse y a pasarse de la raya, como las palabras más que amenazantes que dirigió a Rafic Hariri, el ex primer ministro libanés, poco antes de su asesinato en febrero de 2005. Así, cuando la primavera árabe llega a Siria en marzo de 2011, Bachar deja que el aparato represivo inicie su labor mortal. Heredero de la dolorosa historia alauí, está convencido, como su entorno, de que no se puede hablar con unos “terroristas” detrás de los cuales ve la mano de todo tipo de islamistas.
De hecho, como sus amigos rusos e iraníes, considera que el islamismo suní radical —Al Qaeda, los Hermanos Musulmanes y los salafistas— es la principal amenaza que se cierne sobre su régimen, sobre su comunidad y sobre toda la región. Los horribles actos perpetrados por los grupos yihadistas cada vez más presentes en Siria refuerzan sus convicciones. En la guerra sin piedad que se libra desde hace numerosos años entre los musulmanes chiíes y suníes, y que la intervención estadounidense en Irak no ha hecho más que agravar, Bachar el Asad está en primera línea. El hecho de hacer concesiones ahora —algo que el régimen no ha hecho nunca en el interior en sus 42 años en el poder— equivaldría a dar una señal muy mala. Y no es la “respuesta limitada” anunciada por Washington y sus aliados la que modificará el comportamiento de un hombre y de un clan que se juegan su supervivencia.
Ignace Dalle ha sido corresponsal en Siria de la agencia France Presse y es autor del libro La Syrie du général Assad (Editions Complexe).