Una pesadilla americana

Ingrid llegó de Bolivia hace 13 años con sus hijos
Vive "enclaustrada" por el miedo y reclama siempre que puede su derecho a la ciudadanía

Cristina F. Pereda
Arlington, El País
Ingrid vive aterrada por la sola visión de un coche de policía. “Siempre tengo miedo cuando trabajo, en el momento de pedir el empleo. Pero lo que más temo es que me pare un agente”. La prohibición en varios Estados de conseguir un carné de conducir siendo indocumentado empuja a muchos sin papeles a conducir sin licencia. Cualquier infracción puede desembocar en la deportación. Pero ella, que vive en Arlington (Virginia), aprendió nada más llegar a EE UU que conducir garantizaba más y mejores empleos. “En este país, no tener coche es como no tener pies”.


Ingrid, de 52 años, pide no ser identificada con su apellido. Junto a sus hijos emigró de Bolivia en el año 2000, recién divorciada. Como millones de padres indocumentados, también ha tenido que elegir entre arriesgarse o no a conducir sin permiso para llevarles a la escuela y a todas esas actividades que después garantizarán un futuro mejor. Ahora Gustavo, de 20 años, y Diego, de 18, bromean con su madre cuando le invaden los nervios en el coche. Ellos ya pueden manejar tranquilos. Son dos de los 600.000 jóvenes indocumentados cuya deportación ha sido cancelada por una orden ejecutiva del presidente Obama. Tienen un permiso para vivir y trabajar legalmente en el país.

La reforma del sistema de inmigración que estudia el Congreso de EE UU plantea ir más lejos, con la regularización de 11 millones de indocumentados. La falta de papeles obliga a Ingrid a vivir “enclaustrada”. “Claro que puedo salir a la calle”, dice, “pero no soy libre. Vivir en la sombra es no poder dar la cara y decir: ‘Yo soy tal persona y vivo en tal lugar”.

Durante todos estos años, las manifestaciones en defensa de sus derechos han sido la única vía de escape para la frustración de estos ciudadanos de segunda, atormentados por las oportunidades perdidas, las horas muertas en transporte público, los madrugones sin desayunar, la enredadera de horarios y trabajos que funden los siete días de la semana en uno. “Es sumamente duro. Sentir que no hay nadie que te ayude con los niños, tener que aguantar todo yo sola...”. Desde 2006, Ingrid intenta no perderse ni un encuentro para presionar a los legisladores por el acceso a la ciudadanía.

No se esconde si tiene la oportunidad de explicárselo a un político. “En una reunión me acerqué al gobernador de Virginia para explicarle por qué necesitamos la reforma”. Le preguntó si tenía hijos y si deseaba lo mejor para ellos. “Nosotros queremos lo mismo. Nada más. Es así de sencillo”. Si un día se convierte en ciudadana estadounidense y llega a votar, Ingrid dice que no olvidará estos últimos años. “Ha habido temporadas en las que daba miedo salir porque dieron luz verde para deportarnos por nada. Hay gente que no tiene memoria. Nosotros sí. Hemos sufrido”.

Rechaza cualquier argumento blandido por los republicanos en contra de la regularización de indocumentados. A pesar de residir sin permiso en el país, los sin papeles trabajan, pagan facturas y abren cuentas en el banco. El sistema de EE UU permite que se registren para declarar impuestos como extranjeros. Ingrid presume orgullosa de haberlos pagado durante estos 13 años. “Obviamente, hay gente mala que ha hecho cosas malas. Aquí se perdona hasta al violador. A nosotros, que no hemos hecho nada, ¿por qué nos tienen que juzgar tanto?”.

“Lo quieran o no, la gente va a seguir viniendo a este país. Lamentablemente, alrededor del mundo muchos latinos vivimos en malas condiciones”. Como tantos otros, Ingrid llegó a EE UU con la idea de ganar algo de dinero y volver a casa. “Pensé que en un año podría volver, pero en un año no haces nada”. La situación económica en su país, donde la mitad de la población vive por debajo del umbral de la pobreza, hace que ya no contemple la posibilidad de regresar. Prefiere no regatear con las oportunidades de Diego y Gustavo, que ya se sienten estadounidenses a pesar de que todavía no lo diga su pasaporte.

“El dichoso papelito” alejó al mayor de sus hijos de una beca para estudiar en la universidad. Gustavo trabaja durante un semestre y con ese sueldo paga la matrícula del resto del año, porque el salario de Ingrid no alcanza. “A veces el sueño americano se puede convertir en pesadilla americana”, declara la madre.

“Los que tienen papeles no lo aprovechan”, interrumpe Diego, sentado a su lado. “Algunos ni quieren estudiar”. El adolescente recuerda los madrugones de pequeño, los viajes en dos o tres autobuses hasta el trabajo para ayudar a limpiar a su madre los fines de semana. “Nunca había lavado mi propia ropa y ahora me gano la vida limpiando casas”, recuerda Ingrid entre risas. “Lo que hacemos, por el precio que lo hacemos nosotros, no lo quieren hacer los americanos”.

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