“Confío en Dios, vigilo a los demás”
Los servicios de espionaje presionan desde hace casi un siglo a compañías de telecomunicaciones, pero la tecnología ya hace posible un Gran Hermano
James Bamford, El País
“En Dios confiamos”, dice un viejo chiste de la Agencia de Seguridad Nacional estadounidense. “A todos los demás los vigilamos”. The Guardian fue el primero que informó de una operación policial relacionada con teléfonos particulares, en la que la compañía Verizon se había visto obligada a proporcionar a la NSA los detalles de todas sus llamadas nacionales e incluso locales. Luego, The Guardian y The Washington Post revelaron otro amplísimo programa de vigilancia de la Agencia, llamado Prisma, que exigía a los grandes proveedores de Internet del país que les transmitieran en secreto todo tipo de datos: correos electrónicos, fotos, vídeos, servicios de chat, transferencias de archivos, datos almacenados, registros y videoconferencias.
Aunque el Gobierno de Obama y los miembros del comité de inteligencia del Senado defienden el espionaje como elemento crucial en la lucha contra el terrorismo, este no es más que el capítulo más reciente en casi un siglo de presiones a las compañías de telecomunicaciones para forzar su cooperación secreta con la NSA y sus predecesores. No obstante, en la medida en que los asombrosos avances tecnológicos permiten pasar cada vez más informaciones personales, el peligro de que EE UU se convierta en un Estado Gran Hermano se multiplica.
La NSA recibió tantos miles de millones de dólares de los incrementos presupuestarios después del 11 de septiembre de 2001 que cayó en una locura edificadora y además amplió su capacidad de espiar. Se construyeron habitaciones secretas en grandes instalaciones de telecomunicaciones, como la centralita de 10 pisos de AT&T en San Francisco. Allí existen réplicas de los cables entrantes de voz y datos que se desvían a salas ocupadas por unos ordenadores y programas especiales, preparados para filtrar el correo electrónico y las llamadas y transmitirlas a la NSA para su análisis.
Se lanzaron nuevos satélites espía y se construyeron nuevas estaciones de escucha, como el centro de operaciones abierto hace poco cerca de Augusta, en Georgia. Diseñado para albergar a más de 4.000 agentes con sus auriculares, constituye la mayor base de espionaje del mundo.
Mientras tanto, en el Laboratorio Nacional de Oak Ridge, en Tennessee, donde se llevaron a cabo tareas secretas relacionadas con la bomba atómica durante la Seguda Guerra Mundial, la NSA está construyendo en secreto el ordenador más rápido y poderoso del mundo. Pensado para que ejecute un trillón de operaciones por segundo, podrá examinar enormes cantidades de datos; por ejemplo, todos los números de teléfono marcados en EE UU cada día.
En la actualidad, la NSA es la mayor organización de espionaje del mundo, con decenas de miles de empleados y un complejo central del tamaño de una ciudad en Fort Meade, Maryland. En 1920, su primer antepasado, llamado la Cámara Negra, ocupaba un estrecho adosado en la calle 37 Este de Manhattan.
La Primera Guerra Mundial había terminado hacía poco, y con ella la censura oficial, y volvía a estar en vigor la Ley de Comunicaciones por Radio de 1912. Esta ley garantizaba el secreto de las comunicaciones electrónicas y fijaba duros castigos para cualquier empleado de una compañía de telégrafos que divulgara el contenido de un mensaje. Para la Cámara Negra, sin embargo, la ley no era más que un gran obstáculo que era preciso sortear, de manera ilegal si era necesario.
Así que el responsable de la Cámara Negra, Herbert O. Yardley, y su jefe en Washington, el general Marlborough Churchill, director de la División de Inteligencia Militar, hicieron una visita al número 195 de Broadway, en Manhattan, a la sede central de Western Union, que era la mayor compañía nacional de telégrafos, el correo electrónico de la época.
Los dos funcionarios tomaron el ascensor hasta la planta 24 para una reunión secreta con el presidente de Western Union, Newcomb Carlton. Su objetivo era convencerle de que les concediera acceso secreto a las comunicaciones privadas que se realizaban a través de los hilos de su empresa.
Fue mucho más fácil de lo que Yardley había imaginado. “En cuanto se pusieron todas las cartas sobre la mesa”, contó Yardley más tarde, “el presidente Carlton pareció deseoso de hacer todo posible por complacernos”.
Es un comportamiento que se ha repetido una y otra vez a lo largo de los años. La NSA, o cualquiera de los organismos anteriores, logra acuerdos secretos con las principales empresas de telecomunicaciones del país y obtiene acceso ilegal a las comunicaciones privadas de los ciudadanos estadounidenses.
Una historia que se ha contado a menudo es la del influyente estadista republicano Henry L. Stimson, del que se dice que se sintió profundamente ofendido por la mera idea de espiar las comunicaciones privadas de la gente. Cuando acababa de ser nombrado secretario de Estado, en 1929, Stimson desmanteló la Cámara Negra con una frase ya inmortal: “Un caballero no lee el correo de otros”. Sin embargo, cuando el presidente Franklin D. Roosevelt le nombró secretario de Guerra durante la Segunda Guerra Mundial, Stimson cambió de opinión. Dedicó sus esfuerzos a escuchar todas las comunicaciones posibles, sobre todo, de alemanes y japoneses. Ahora bien, cuando los cañones de la guerra empezaron a callar, las leyes de privacidad de las comunicaciones volvieron a estar vigentes. Y el general de brigada W. Preston Corderman, jefe del Servicio de Inteligencia de Señales —otro antecesor de la NSA—, afrontó el mismo dilema que Yardley después de la Primera Guerra Mundial: la falta de acceso a los cables que entraban, salían y atravesaban el país.
De modo que, una vez más, se llegó a un acuerdo con las principales compañías de telégrafos —los proveedores de Internet de entonces— que concedía al SIS (y más tarde a la NSA) acceso secreto a sus comunicaciones.
Con el nombre en clave de Operación Trébol, los agentes llegaban a la puerta posterior de cada cuartel general de telecomunicaciones en Nueva York alrededor de la medianoche; recogían todo el tráfico de telegramas de aquel día, y lo llevaban a una oficina que fingía ser una empresa de tratamiento de cintas de televisión. Allí empleaban una máquina para reproducir todas las cintas de computadora que contenían los telegramas y, horas después, devolvían las originales a la compañía.
El acuerdo secreto duró 30 años. No se anuló hasta 1975, tras la conmoción que supusieron para el país las asombrosas revelaciones sobre los servicios de espionaje hechas durante una investigación del Congreso encabezada por el senador Frank Church.
La ilegalidad y la inmensidad de aquella operación asombraron por igual a izquierda y derecha, republicanos y demócratas. Los partidos se unieron para elaborar una nueva ley que garantizara que nunca iba a volver a ocurrir nada semejante. Denominada la Ley de Vigilancia de la Inteligencia Extranjera, incluyó la creación de un tribunal secreto, el Tribunal de Vigilancia de la Inteligencia Extranjera, con el fin de garantizar que la NSA solo vigilara a ciudadanos estadounidenses cuando existieran causas suficientes para sospechar que estaban involucrados en delitos graves contra la seguridad nacional, como el espionaje o el terrorismo.
Durante más de un cuarto de siglo, la NSA respetó esta ley. La agencia de inteligencia volvió sus gigantescos oídos hacia el exterior, lejos de la vida diaria de los estadounidenses. Pero todo cambió poco después del 11 de septiembre de 2001, cuando el Gobierno de Bush puso en marcha su programa de escuchas sin necesidad de orden judicial.
De nuevo un director de la NSA buscó la cooperación secreta del sector nacional de las telecomunicaciones para obtener acceso a sus canales y enlaces. De nuevo las compañías aceptaron hacerlo, a pesar de estar infringiendo las leyes y violando la privacidad de sus decenas de millones de clientes. Con el tiempo, cuando se descubrió la operación, varios grupos se querellaron contra las empresas, pero el Congreso aprobó una ley que les otorgaba la inmunidad.
Parece que la NSA ha vuelto a acudir a Verizon y otras empresas telefónicas, además de muchos de los grandes proveedores de Internet, y ha obtenido acceso a millones, incluso miles de millones de comunicaciones privadas.
Sin embargo, los peligros actuales de la cooperación secreta entre el sector de Internet y las telecomunicaciones y la NSA son incomparables y no tienen nada que ver con el caso de Yardley y la Cámara Negra. Con el estado de la tecnología en aquellos tiempos, los únicos datos que podía obtener el Gobierno eran los telegramas, y era poca gente, en general, la que los enviaba o recibía.
Hoy, los registros telefónicos y el historial de Internet de una persona pueden abrir una ventana increíblemente íntima de acceso a su vida.
Los datos telefónicos revelan a quién llama, adónde llama, con qué frecuencia llama a alguien, desde dónde llama y cuánto tiempo habla con cada persona. Los datos de Internet proporcionan el contenido de sus correos electrónicos, sus búsquedas en Google, fotos, datos sobre sus finanzas y detalles personales. Vivimos en una era en la que el acceso a la cuenta de correo y las búsquedas en Internet de alguien puede ofrecer una imagen más detallada de su vida que la mayoría de los diarios personales. En una democracia no pueden permitirse los acuerdos secretos entre los servicios de inteligencia y las compañías de comunicaciones. El riesgo es demasiado grande.
En un rincón polvoriento de Utah, la NSA está terminando de construir un nuevo edificio gigantesco, un almacén de datos de más de 90.000 metros cuadrados para guardar los miles de millones de comunicaciones que está interceptando. Si se permite que continúe en pie la vieja costumbre de los acuerdos secretos entre la NSA y las compañías de telecomunicaciones, es posible que todos acabemos teniendo presencia digital allí.
A pesar de lo que decía Stimson, los hombres (y las mujeres) sí leen el correo de otros, por lo menos si trabajan para la NSA.
Y en el futuro, dada la irrefrenable incursión de la NSA en las tecnologías avanzadas, es posible que lleguen a leer, además de nuestro correo, nuestros pensamientos.
James Bramford es un periodista norteamericano especializado en las agencias de espionaje, sobre cuyas actividades ha publicado varios libros. El último, en 2008, se tituló The Shadow Factory: The Ultra-Secret NSA from 9/11 to the Eavesdropping on America.
Traducción de María Luisa Rodríguez Tapia.
James Bamford, El País
“En Dios confiamos”, dice un viejo chiste de la Agencia de Seguridad Nacional estadounidense. “A todos los demás los vigilamos”. The Guardian fue el primero que informó de una operación policial relacionada con teléfonos particulares, en la que la compañía Verizon se había visto obligada a proporcionar a la NSA los detalles de todas sus llamadas nacionales e incluso locales. Luego, The Guardian y The Washington Post revelaron otro amplísimo programa de vigilancia de la Agencia, llamado Prisma, que exigía a los grandes proveedores de Internet del país que les transmitieran en secreto todo tipo de datos: correos electrónicos, fotos, vídeos, servicios de chat, transferencias de archivos, datos almacenados, registros y videoconferencias.
Aunque el Gobierno de Obama y los miembros del comité de inteligencia del Senado defienden el espionaje como elemento crucial en la lucha contra el terrorismo, este no es más que el capítulo más reciente en casi un siglo de presiones a las compañías de telecomunicaciones para forzar su cooperación secreta con la NSA y sus predecesores. No obstante, en la medida en que los asombrosos avances tecnológicos permiten pasar cada vez más informaciones personales, el peligro de que EE UU se convierta en un Estado Gran Hermano se multiplica.
La NSA recibió tantos miles de millones de dólares de los incrementos presupuestarios después del 11 de septiembre de 2001 que cayó en una locura edificadora y además amplió su capacidad de espiar. Se construyeron habitaciones secretas en grandes instalaciones de telecomunicaciones, como la centralita de 10 pisos de AT&T en San Francisco. Allí existen réplicas de los cables entrantes de voz y datos que se desvían a salas ocupadas por unos ordenadores y programas especiales, preparados para filtrar el correo electrónico y las llamadas y transmitirlas a la NSA para su análisis.
Se lanzaron nuevos satélites espía y se construyeron nuevas estaciones de escucha, como el centro de operaciones abierto hace poco cerca de Augusta, en Georgia. Diseñado para albergar a más de 4.000 agentes con sus auriculares, constituye la mayor base de espionaje del mundo.
Mientras tanto, en el Laboratorio Nacional de Oak Ridge, en Tennessee, donde se llevaron a cabo tareas secretas relacionadas con la bomba atómica durante la Seguda Guerra Mundial, la NSA está construyendo en secreto el ordenador más rápido y poderoso del mundo. Pensado para que ejecute un trillón de operaciones por segundo, podrá examinar enormes cantidades de datos; por ejemplo, todos los números de teléfono marcados en EE UU cada día.
En la actualidad, la NSA es la mayor organización de espionaje del mundo, con decenas de miles de empleados y un complejo central del tamaño de una ciudad en Fort Meade, Maryland. En 1920, su primer antepasado, llamado la Cámara Negra, ocupaba un estrecho adosado en la calle 37 Este de Manhattan.
La Primera Guerra Mundial había terminado hacía poco, y con ella la censura oficial, y volvía a estar en vigor la Ley de Comunicaciones por Radio de 1912. Esta ley garantizaba el secreto de las comunicaciones electrónicas y fijaba duros castigos para cualquier empleado de una compañía de telégrafos que divulgara el contenido de un mensaje. Para la Cámara Negra, sin embargo, la ley no era más que un gran obstáculo que era preciso sortear, de manera ilegal si era necesario.
Así que el responsable de la Cámara Negra, Herbert O. Yardley, y su jefe en Washington, el general Marlborough Churchill, director de la División de Inteligencia Militar, hicieron una visita al número 195 de Broadway, en Manhattan, a la sede central de Western Union, que era la mayor compañía nacional de telégrafos, el correo electrónico de la época.
Los dos funcionarios tomaron el ascensor hasta la planta 24 para una reunión secreta con el presidente de Western Union, Newcomb Carlton. Su objetivo era convencerle de que les concediera acceso secreto a las comunicaciones privadas que se realizaban a través de los hilos de su empresa.
Fue mucho más fácil de lo que Yardley había imaginado. “En cuanto se pusieron todas las cartas sobre la mesa”, contó Yardley más tarde, “el presidente Carlton pareció deseoso de hacer todo posible por complacernos”.
Es un comportamiento que se ha repetido una y otra vez a lo largo de los años. La NSA, o cualquiera de los organismos anteriores, logra acuerdos secretos con las principales empresas de telecomunicaciones del país y obtiene acceso ilegal a las comunicaciones privadas de los ciudadanos estadounidenses.
Una historia que se ha contado a menudo es la del influyente estadista republicano Henry L. Stimson, del que se dice que se sintió profundamente ofendido por la mera idea de espiar las comunicaciones privadas de la gente. Cuando acababa de ser nombrado secretario de Estado, en 1929, Stimson desmanteló la Cámara Negra con una frase ya inmortal: “Un caballero no lee el correo de otros”. Sin embargo, cuando el presidente Franklin D. Roosevelt le nombró secretario de Guerra durante la Segunda Guerra Mundial, Stimson cambió de opinión. Dedicó sus esfuerzos a escuchar todas las comunicaciones posibles, sobre todo, de alemanes y japoneses. Ahora bien, cuando los cañones de la guerra empezaron a callar, las leyes de privacidad de las comunicaciones volvieron a estar vigentes. Y el general de brigada W. Preston Corderman, jefe del Servicio de Inteligencia de Señales —otro antecesor de la NSA—, afrontó el mismo dilema que Yardley después de la Primera Guerra Mundial: la falta de acceso a los cables que entraban, salían y atravesaban el país.
De modo que, una vez más, se llegó a un acuerdo con las principales compañías de telégrafos —los proveedores de Internet de entonces— que concedía al SIS (y más tarde a la NSA) acceso secreto a sus comunicaciones.
Con el nombre en clave de Operación Trébol, los agentes llegaban a la puerta posterior de cada cuartel general de telecomunicaciones en Nueva York alrededor de la medianoche; recogían todo el tráfico de telegramas de aquel día, y lo llevaban a una oficina que fingía ser una empresa de tratamiento de cintas de televisión. Allí empleaban una máquina para reproducir todas las cintas de computadora que contenían los telegramas y, horas después, devolvían las originales a la compañía.
El acuerdo secreto duró 30 años. No se anuló hasta 1975, tras la conmoción que supusieron para el país las asombrosas revelaciones sobre los servicios de espionaje hechas durante una investigación del Congreso encabezada por el senador Frank Church.
La ilegalidad y la inmensidad de aquella operación asombraron por igual a izquierda y derecha, republicanos y demócratas. Los partidos se unieron para elaborar una nueva ley que garantizara que nunca iba a volver a ocurrir nada semejante. Denominada la Ley de Vigilancia de la Inteligencia Extranjera, incluyó la creación de un tribunal secreto, el Tribunal de Vigilancia de la Inteligencia Extranjera, con el fin de garantizar que la NSA solo vigilara a ciudadanos estadounidenses cuando existieran causas suficientes para sospechar que estaban involucrados en delitos graves contra la seguridad nacional, como el espionaje o el terrorismo.
Durante más de un cuarto de siglo, la NSA respetó esta ley. La agencia de inteligencia volvió sus gigantescos oídos hacia el exterior, lejos de la vida diaria de los estadounidenses. Pero todo cambió poco después del 11 de septiembre de 2001, cuando el Gobierno de Bush puso en marcha su programa de escuchas sin necesidad de orden judicial.
De nuevo un director de la NSA buscó la cooperación secreta del sector nacional de las telecomunicaciones para obtener acceso a sus canales y enlaces. De nuevo las compañías aceptaron hacerlo, a pesar de estar infringiendo las leyes y violando la privacidad de sus decenas de millones de clientes. Con el tiempo, cuando se descubrió la operación, varios grupos se querellaron contra las empresas, pero el Congreso aprobó una ley que les otorgaba la inmunidad.
Parece que la NSA ha vuelto a acudir a Verizon y otras empresas telefónicas, además de muchos de los grandes proveedores de Internet, y ha obtenido acceso a millones, incluso miles de millones de comunicaciones privadas.
Sin embargo, los peligros actuales de la cooperación secreta entre el sector de Internet y las telecomunicaciones y la NSA son incomparables y no tienen nada que ver con el caso de Yardley y la Cámara Negra. Con el estado de la tecnología en aquellos tiempos, los únicos datos que podía obtener el Gobierno eran los telegramas, y era poca gente, en general, la que los enviaba o recibía.
Hoy, los registros telefónicos y el historial de Internet de una persona pueden abrir una ventana increíblemente íntima de acceso a su vida.
Los datos telefónicos revelan a quién llama, adónde llama, con qué frecuencia llama a alguien, desde dónde llama y cuánto tiempo habla con cada persona. Los datos de Internet proporcionan el contenido de sus correos electrónicos, sus búsquedas en Google, fotos, datos sobre sus finanzas y detalles personales. Vivimos en una era en la que el acceso a la cuenta de correo y las búsquedas en Internet de alguien puede ofrecer una imagen más detallada de su vida que la mayoría de los diarios personales. En una democracia no pueden permitirse los acuerdos secretos entre los servicios de inteligencia y las compañías de comunicaciones. El riesgo es demasiado grande.
En un rincón polvoriento de Utah, la NSA está terminando de construir un nuevo edificio gigantesco, un almacén de datos de más de 90.000 metros cuadrados para guardar los miles de millones de comunicaciones que está interceptando. Si se permite que continúe en pie la vieja costumbre de los acuerdos secretos entre la NSA y las compañías de telecomunicaciones, es posible que todos acabemos teniendo presencia digital allí.
A pesar de lo que decía Stimson, los hombres (y las mujeres) sí leen el correo de otros, por lo menos si trabajan para la NSA.
Y en el futuro, dada la irrefrenable incursión de la NSA en las tecnologías avanzadas, es posible que lleguen a leer, además de nuestro correo, nuestros pensamientos.
James Bramford es un periodista norteamericano especializado en las agencias de espionaje, sobre cuyas actividades ha publicado varios libros. El último, en 2008, se tituló The Shadow Factory: The Ultra-Secret NSA from 9/11 to the Eavesdropping on America.
Traducción de María Luisa Rodríguez Tapia.