Bolivia se enfrenta a la crueldad de la justicia popular
Cuatro linchamientos en 10 días disparan las alarmas sobre ponen en alerta a las autoridades
Mabel Azcui
Cochabamba, El País
Los últimos casos de linchamiento en poblaciones indígenas de Cochabamba y Potosí, con un saldo de cuatro muertos, han puesto nuevamente en tela de juicio los límites y la aplicación de la justicia comunitaria, reconocida por la Constitución boliviana con el mismo rango que la oficial y que sobre el papel remite a una cultura de vida, no de muerte.
Las poblaciones rurales de Colquechaca y Tres Cruces, en el departamento de Potosí, decidieron el pasado miércoles tomarse la justicia por su mano: una de las víctimas fue enterrada viva y dos, quemadas. Una semana antes, seis presuntos miembros de una banda de atracadores, que se hacían pasar por una patrulla policial antidroga, fueron detenidos por sus víctimas y trasladados a Ivirgarzama, en Chapare (Cochabamba), donde les prendieron fuego. Uno de ellos murió, tres sufrieron quemaduras de tercer grado en el 50% de sus cuerpos y dos resultaron heridos leves.
“Sin duda es una reacción desproporcionada y desesperada ante el estado de indefensión e inseguridad en que se encuentran los bolivianos, principalmente en el área rural y en los barrios marginales de las ciudades”, explicó a este diario el exdefensor del Pueblo Waldo Albarracín. “Son lugares donde la policía brilla por su ausencia y la ciudadanía siente la desprotección del Estado y opta por medidas reñidas con la ley”, dijo.
Albarracín lamentó que, pese a la vigencia de la ley de Deslinde —por la que se reconoce la justicia comunitaria y sus atribuciones—, no se aplica correctamente ni se efectúa un seguimiento de los procesos que las autoridades indígenas puedan acometer. “Ni el linchamiento ni las sentencias de muerte tienen que ver con la justicia comunitaria”, aclara Albarracín.
La primera víctima mortal fue el joven Santos Ramos, de 17 años y natural de Colquechaca, identificado como el presunto violador y asesino de una indígena quechua —como él— de 35 años. Según el relato de la cadena de radio Erbol, Ramos fue identificado durante los funerales. Fue detenido y golpeado y posteriormente, con las manos atadas a la espalda y boca abajo —para que, según la creencia popular, su ajayu o espíritu no salga a vengarse de sus verdugos—, lanzado a una fosa antes de colocar encima de él el ataúd con los restos de su supuesta víctima.
El fiscal de Colquechaca, Milton Jara, declaró a la misma emisora que el grupo de victimarios, formado por al menos 80 furiosos indígenas, impidió que el joven fuera rescatado de la fosa y mantuvo una vigilia durante la noche para evitar cualquier acción de las autoridades judiciales y policiales.
En el pequeño pueblo quechua de Tres Cruces, también en Potosí, Julián Mamani, de 45 años y taxista de profesión, no retornó a su casa después de ser contratado por dos personas para viajar a una localidad próxima. Sus familiares se enteraron después de que los dos pasajeros eran dos cogoteros (atracadores) de 17 y 21 años que mataron al conductor por el camino para vender el vehículo por una cantidad irrisoria, 2.000 dólares. Familiares de Mamani capturaron a los dos jóvenes y los llevaron a Tres Cruces, donde les esperaba una enardecida turba que decidió que corrieran la misma suerte que su víctima: les prendieron fuego después de rociarles con gasolina. Los cuerpos quedaron reducidos a cenizas y estas fueron esparcidas después para borrar las pruebas. Las autoridades de la fiscalía y de la policía fueron repelidas del lugar, al que acudieron en compañía de periodistas locales, con explosiones de dinamita. “Estamos cansados de la justicia ordinaria, a partir de la fecha [habrá] justicia comunitaria”, declaró un campesino a una radio local.
El tercer suceso tuvo como protagonista a una banda de atracadores que utilizaban uniformes de camuflaje de la Unidad Móvil de Patrullaje Rural, encargada de la lucha antidroga, para detener vehículos durante la noche bajo el pretexto de sospecha de narcotráfico. Los delincuentes se incautaban de la carga y, las más de las veces, maniataban y abandonaban al conductor monte adentro. Una de sus víctimas, un camionero, tuvo más suerte que el taxista y alertó del robo de su camión, que fue encontrado poco más tarde. Los afiliados al Sindicato de Transportistas ayudaron a la víctima a recuperar el vehículo, según informa un diario local. Los seis integrantes de la banda, cinco de ellos hermanos, fueron capturados y trasladados a Ivirgarzama (Chapare), donde les prendieron fuego pese a la intervención del único fiscal de la zona y del cura. Uno de ellos murió.
Los linchamientos se han recrudecido con una violencia brutal, además de argumentos insostenibles que se agravan con la imperante ley del silencio, según un informe de la Iglesia católica al respecto.
Mabel Azcui
Cochabamba, El País
Los últimos casos de linchamiento en poblaciones indígenas de Cochabamba y Potosí, con un saldo de cuatro muertos, han puesto nuevamente en tela de juicio los límites y la aplicación de la justicia comunitaria, reconocida por la Constitución boliviana con el mismo rango que la oficial y que sobre el papel remite a una cultura de vida, no de muerte.
Las poblaciones rurales de Colquechaca y Tres Cruces, en el departamento de Potosí, decidieron el pasado miércoles tomarse la justicia por su mano: una de las víctimas fue enterrada viva y dos, quemadas. Una semana antes, seis presuntos miembros de una banda de atracadores, que se hacían pasar por una patrulla policial antidroga, fueron detenidos por sus víctimas y trasladados a Ivirgarzama, en Chapare (Cochabamba), donde les prendieron fuego. Uno de ellos murió, tres sufrieron quemaduras de tercer grado en el 50% de sus cuerpos y dos resultaron heridos leves.
“Sin duda es una reacción desproporcionada y desesperada ante el estado de indefensión e inseguridad en que se encuentran los bolivianos, principalmente en el área rural y en los barrios marginales de las ciudades”, explicó a este diario el exdefensor del Pueblo Waldo Albarracín. “Son lugares donde la policía brilla por su ausencia y la ciudadanía siente la desprotección del Estado y opta por medidas reñidas con la ley”, dijo.
Albarracín lamentó que, pese a la vigencia de la ley de Deslinde —por la que se reconoce la justicia comunitaria y sus atribuciones—, no se aplica correctamente ni se efectúa un seguimiento de los procesos que las autoridades indígenas puedan acometer. “Ni el linchamiento ni las sentencias de muerte tienen que ver con la justicia comunitaria”, aclara Albarracín.
La primera víctima mortal fue el joven Santos Ramos, de 17 años y natural de Colquechaca, identificado como el presunto violador y asesino de una indígena quechua —como él— de 35 años. Según el relato de la cadena de radio Erbol, Ramos fue identificado durante los funerales. Fue detenido y golpeado y posteriormente, con las manos atadas a la espalda y boca abajo —para que, según la creencia popular, su ajayu o espíritu no salga a vengarse de sus verdugos—, lanzado a una fosa antes de colocar encima de él el ataúd con los restos de su supuesta víctima.
El fiscal de Colquechaca, Milton Jara, declaró a la misma emisora que el grupo de victimarios, formado por al menos 80 furiosos indígenas, impidió que el joven fuera rescatado de la fosa y mantuvo una vigilia durante la noche para evitar cualquier acción de las autoridades judiciales y policiales.
En el pequeño pueblo quechua de Tres Cruces, también en Potosí, Julián Mamani, de 45 años y taxista de profesión, no retornó a su casa después de ser contratado por dos personas para viajar a una localidad próxima. Sus familiares se enteraron después de que los dos pasajeros eran dos cogoteros (atracadores) de 17 y 21 años que mataron al conductor por el camino para vender el vehículo por una cantidad irrisoria, 2.000 dólares. Familiares de Mamani capturaron a los dos jóvenes y los llevaron a Tres Cruces, donde les esperaba una enardecida turba que decidió que corrieran la misma suerte que su víctima: les prendieron fuego después de rociarles con gasolina. Los cuerpos quedaron reducidos a cenizas y estas fueron esparcidas después para borrar las pruebas. Las autoridades de la fiscalía y de la policía fueron repelidas del lugar, al que acudieron en compañía de periodistas locales, con explosiones de dinamita. “Estamos cansados de la justicia ordinaria, a partir de la fecha [habrá] justicia comunitaria”, declaró un campesino a una radio local.
El tercer suceso tuvo como protagonista a una banda de atracadores que utilizaban uniformes de camuflaje de la Unidad Móvil de Patrullaje Rural, encargada de la lucha antidroga, para detener vehículos durante la noche bajo el pretexto de sospecha de narcotráfico. Los delincuentes se incautaban de la carga y, las más de las veces, maniataban y abandonaban al conductor monte adentro. Una de sus víctimas, un camionero, tuvo más suerte que el taxista y alertó del robo de su camión, que fue encontrado poco más tarde. Los afiliados al Sindicato de Transportistas ayudaron a la víctima a recuperar el vehículo, según informa un diario local. Los seis integrantes de la banda, cinco de ellos hermanos, fueron capturados y trasladados a Ivirgarzama (Chapare), donde les prendieron fuego pese a la intervención del único fiscal de la zona y del cura. Uno de ellos murió.
Los linchamientos se han recrudecido con una violencia brutal, además de argumentos insostenibles que se agravan con la imperante ley del silencio, según un informe de la Iglesia católica al respecto.