Ilusión secuestrada, otro tropiezo de Wilstermann
José Vladimir Nogales
Nuevamente decepcionado, el estadio Capriles se abandonó al silencio. Algún tibio aplauso parecía profanar el agrio sonido del desencanto en otra frustrante tarde de fútbol olvidable. No hubo pitidos condenatorios, ni improperios blasfémicos con los ídolos (con pies de barro) como destinatarios. Apenas quedó, en la silente atmósfera crepuscular, el murmullo reprobatorio de una masa defraudada, a la que acababan de secuestrarle la ilusión. La amargura se percibía en el aire. En las miradas perdidas, en los rostros adustos, en la ausencia de sonrisas, en los comentarios lacónicos o en el callar abrupto que alimentaba el solemne silencio que cerró la tarde. Esa amargura no emergía, como es lógico suponer, de la crudeza de un resultado ruinoso (0-0), sino de la dolorosa constatación de que, por su reiteración (ocurrió con San José, The Strongest y Real Potosí), a Wilstermann no le alcanza el nivel para superar a los adversarios más difíciles. A partir de esa premisa, eminentemente estadística, no resulta aberrante concluir que esa comprobada insuficiencia de jerarquía lo descalifica, ya ahora, de la pugna suprema. No ser capaz de vencer a los aspirantes supone no estar en línea con las máximas expectativas. Bastará acudir a la contabilidad, enfatizando en el déficit de ocho unidades, para dotar de sustancia al viejo axioma que señala que "los títulos se ganan de visitante y se los pierde en casa".
El citado déficit de producción tiene raíces comunes: la escasa capacidad colectiva para resolver el atasco que proponen los adversarios. Aunque el comando técnico de Oriente expresó su insatisfacción por la "escualidez" del botín, era evidente que la propuesta (eminentemente tacticista) no era un prodigio de ambición. Aún siendo elogiable el orden y la disciplina de sus ejecuciones, el bloque visitante estaba ensamblado para obstruir, no para jugar. Sus atacantes, Carando y Vargas, apenas se activaron. Casi siempre iban a la pesca de algún balón náufrago o, en estampida, a explorar el cráter que abría en el desértico llano algún meteórico envío desde el fondo. Pocas veces obtuvieron el soporte del bloque. Sólo ocurrió cuando, por breve lapso, los centrocampistas se internaron más allá de la divisoria procurando neutralizar las líneas de abastecimiento que los rojos intentaban tender. Por lo demás, los atacantes debían procurarse su alimento, incluso prescindiendo del tímido colaboracionismo de Diego Rodríguez (presunto enganche), mayormente entregado a las tareas de demolición asignadas al resto.
Ante esa realidad, Wilstermann apenas tuvo respuestas. Le costó manejar la pelota y cuando lo hizo, fue escasamente claro y pobremente resolutivo. Evidente es que, sin espacios, le cuesta prosperar. El problema, sin embargo, va más allá. Le falta manejo a Wilstermann, sí. Y le falta también calma. Y coordinación. Y criterio. Y fútbol, sobre todo fútbol. Le falta bastante. Y como es mucho lo que le falta, pues puede ocurrir que un equipo como Oriente, que tampoco está precisamente sobrado (ya no están Mojica, Peña), llegue al Capriles, demuestre pocas cosas más allá de un sentido táctico encomiable, y saque un merecido empate.
Pese a disponer del talento constructivo del español Gerardo Berodia, Wilstermann desequilibra muy poco. Razones abundan. No todos sintonizan el juego del enganche. Y tampoco le aprovisionan lo suficiente como para que se active, para que haga funcionar la estática maquinaria. La explicación está en el nivel de los volantes exteriores (Romero y Galindo) que no aportan al manejo, ni (cuando ceden el balón) se ofrecen como descarga. Pero, aún en lo desfavorable del contexto, lo intenta. Durante el primer periodo, Berodia regaló a sus compañeros varias ocasiones de gol que bien pudieron dar a Wilstermann el triunfo. Pero cuando no se aceleraba Aparicio, se trastabillaba Salinas, cuya ineficacia exaspera a la tribuna.
Y si el problema de Wilstermann residía en las deficiencias para generar juego, el técnico fue de escasa ayuda. Ante la baja (por lesión) de Maximiliano Andrada, el adiestrador optó por Sergio Galindo, una solución demasiado nominal (poner un volante donde hace falta un volante) y de resultado ortopédico (más marca, poco despliegue y ninguna explosión) para lo que el equipo necesitaba: mayor control de pelota, fluidez en el traslado y apoyo a Berodia. Galindo se estacionó cerca de Paz, mejorando la salida, pero restando fluidez a la circulación al no ser propenso a desmarque ni a ofrecerse como descarga. El resultado (junto con la perniciosa intermitencia de Romero) fue la escasa (e infecta) provisión de pelotas a Berodia, quien comenzó a infectarse de la imprecisión que padecía el conjunto. Otro error imputable al técnico fue la elección de los atacantes. Si poner a Salinas era una grosería, peor fue prescindir de un cabeza de área. Ausente Andaveris, Wilstermann nunca tuvo una referencia para sus ataques. Hubo desbordes que culminaron con centros para nadie. Pelotazos vacíos, pelotas muertas o balones de aire colgados para cabeceadores fantasmas. Incluso, por ridículo que parezca, algunas pelotas viajeras tuvieron como vano objetivo la cabeza de Salinas, jugador de planta, inextirpable de la alineación aún cuando, hace mucho, su utilidad haya expirado. Apenas destaca por la velocidad que imprime en sus excursiones por la orilla, pero que habitualmente terminan con acciones regresivas, con desplazamientos hacia el origen cuando es menester buscar el destino. Todas estas deficiencias, y otras, develan ausencia de "trabajo fino" en Wilstermann, algo atribuible a la idoneidad del comando técnico. Escasean conceptos de coordinación, articulación de movimientos y complementación. La prueba estuvo en el segundo tiempo, cuando el sentido de equipo dio paso a un amorfo conglomerado de individualidades desnudas, libres del refugio colectivo y arrastradas por una disgregante anarquía. Todos se dedicaron a soltar la pelota, como desligándose de ella, antes que a jugarla. Por eso, el equipo se colgó de Aparicio, encomendándose a su explosión y pegada. Ya Berdodia había desaparecido, devorado por un contexto que lo debilita. En un equipo largo, Berodia queda lejos de la fuente de aprovisionamiento (Paz y Galindo residían a más de 20 metros), de espaldas a los atacantes (lo que neutraliza su perfil para habilitarlos de primera intención) y sin opciones para descargar (los otros volantes no se le arriman), por lo que se veía obligado a tener el balón más de lo que debe y necesita. Fue entonces que apareció un Berodia errático y desarmado por la marca.
Fueron de Wilstermann las prisas y de Oriente las réplicas. Berodia intentó mostrarse más, deseando, quizá, que algún socio se acordara de él y dejara de despilfarrar balones abusando de pelotazos inertes. Salinas había agotado su repertorio de yerros. Fue fallar y desaparecer, lo que permitió a la defensa visitante vivir aliviada. Como la vivió Dani Bejarano en el centro del campo. El joven volante se bastó para cortar, distribuir y superar a un Galindo al que le puede la timidez y a un Paz que, más allá de algún esporádico corte, mostró su fútbol habitual. O sea, poca cosa.
El problema para Wilstermann fue que no tuvo más. Que no hay más esperanza de vida en este equipo que la que suministran las conexiones Berodia-Aparicio. Y que la pareja se fue apagando. Y que se apagó del todo cuando Andrada, en una decisión que el público no le perdonó y que no tendría más excusa que el agotamiento, mandó al español irse a la ducha.
Con el ingreso de De Francesco (un hombre alto que no gana un balón por arriba), el local industrializó el pelotazo, intentando seducir al azar. A Wilstermann se le apagaron todas las luces, aunque no las ganas. Siguió cerca del área rival, pero comenzando a sufrir en la suya, por donde asomaba de vez en cuando Carando (Suárez, en monumental acción, le ahogó un gol) o Di Cosmo. Pero el partido no tenía pólvora, quién lo diría. Tal vez porque, en unos, pesó más el instinto de supervivencia que el instinto asesino y, en otros, porque el instinto asesino quedó en instinto.