Francia se cansa de Hollande
La impopularidad del dirigente socialista permite a Sarkozy seguir vivo en el debate político, a pesar de que los escándalos judiciales asfixian al expresidente
Miguel Mora
París, El País
François Hollande es el presidente más impopular de la V República. Un 51% de franceses le considera un mal presidente, y solo un 22% estima que cumple sus funciones como debe. Su antecesor, Nicolas Sarkozy, se convirtió en mayo en el segundo jefe del Estado —tras Valéry Giscard d'Estaing en 1981— que pierde su reelección. Han pasado diez meses, y un 40% de citoyens dice añorar al zar Nicolás I. Francia vive en una especie de limbo. La transición entre dos personalidades tan opuestas no ha fraguado todavía. El presidente normal, cada vez más apagado, ha perdido crédito en casa y voz en una Europa cada vez más sometida a los castigos de la severa institutriz Angela Merkel. Así, Sarkozy, aun sin sucesor legitimado en la UMP, mantiene viva la llama de sus fieles. Pero su procesamiento en el caso Bettencourt, y otros escándalos que esperan en el cajón de los jueces, podrían precipitar su jubilación forzosa.
La decadencia de Francia es parsimoniosa y lánguida como una heroína de Proust. El paro gotea lentamente pero no deja de aumentar. La industria se desangra por el automóvil pero crece por la aeronáutica. La deuda sigue creciendo a lomos de una prima de riesgo que es un momio si se compara con la de Italia o España. Las reformas son concertadas y muy civilizadas pero ni siquiera rozan los objetivos que impone Alemania. La depresión europea y la negativa de Berlín a estimular el crecimiento impiden a Hollande sacar la cabeza del agua, sometido a ese curioso fenómeno llamado France bashing (poner a caldo a Francia), liderado por la oposición conservadora y coreado por los medios anglosajones y los economistas germánicos que consideran las subidas de impuestos un libertinaje intolerable. Tal es la presión, que Hollande aceptó salir en un programa de televisión en prime time para tratar de recuperar la popularidad entre los franceses. En el plató dijo que “los países europeos deben ser rigurosos, y Francia en primer lugar, pero no austeros. Eso condena a Europa a la explosión, no solo a la recesión”, informa Efe.
Políticamente, el país ofrece cada día señales más contradictorias, tal vez achacables a la gran paradoja de la Unión Europea: su capacidad para generar miedo y mal ambiente cuando las cosas parecen más calmadas. La novedad es que el antisarkozysmo, que unió a centristas e izquierdistas para situar al pacífico Hollande en el Elíseo, ya no está de moda, ha perdido fuerza y los sondeos conceden hoy al perdedor de las elecciones, teóricamente retirado de la arena política, mejores resultados que al ganador. La derecha se ha permitido la licencia de hacer piña con la ultraderecha para oponerse al matrimonio gay, y hasta Marine Le Pen sale mejor valorada que Hollande.
Según la analista de Le Monde Françoise Fressoz, “la situación es a la vez insólita y compleja”. Aunque el líder socialista deseó a Sarkozy “suerte en su nueva vida” al tomar posesión, y ofreció al país una presidencia normal frente a la hiperpresidencia anterior, invocando el largo plazo, el Parlamento y la concertación frente al personalismo autoritario de Sarkozy, Fressoz cree que el expresidente ha tenido “la habilidad de dejarse abiertas las puertas del regreso al negar a su partido el derecho a hacer balance del pasado”.
La incapacidad de Hollande para unir al país, al poner el acento en las subidas de impuestos y no en recordar los errores que cometió Sarkozy al disparar la deuda y no reformar el país; y el fraudulento pulso que mantuvieron en otoño François Fillon y Jean-François Copé por la presidencia de la UMP han dado oxígeno a un Sarkozy que parecía debatirse entre la cómoda vida del conferenciante global —con bebé en casa y mujer cantante— y la osadía de dirigir un fondo de inversión —sin regreso posible a la política— con sus amigos cataríes.
“A medida que los meses han pasado y la popularidad de Hollande se ha debilitado”, escribe Fressoz, “Sarkozy se ha ido haciendo cada vez menos discreto, hasta el punto de convertir el mal trago de su procesamiento en el caso Bettencourt en un examen a su propio campo: ¡Cuidado del que no se solidarice con él! ¡El jefe es él!”.
La noticia de la imputación por abuso de debilidad de la anciana heredera del imperio L'Oréal ha marcado un antes y un después. Del semianonimato calculado, Sarkozy ha pasado en unas horas al papel de líder y víctima de no se sabe bien qué conspiración, como si Francia, ese extraño país donde el ministro de Hacienda dimite por tener una cuenta en Suiza, se hubiera transmutado de repente en la enloquecida Italia de Silvio Berlusconi.
Toda la UMP, incluidos los dos aspirantes a sucesores, ha salido a defender el honor del viejo líder que les prometió revivir el sueño de gloria y grandeza aunque en realidad acabó dejándoles inmersos en una pesadilla peor de lo que imaginaban, con el partido hecho trizas y alejado de todos los resortes del poder real, salvo del mediático.
La “injusta imputación”, le espetó Sarkozy en directo al juez Jean-Michel Gentil, “no quedará así”. En esa frase, filtrada por su entorno, estaba de nuevo el mejor y el peor Sarkozy, el que no se arruga ante nada ni nadie. Acusar a la justicia de ser parcial y sugerir que le persiguen por motivos políticos —cuando en teoría ya no está en la política— puede parecer una bravata, pero es una forma de denigrar a la República. Y podría convertirse en un bumerán.
El problema para el expresidente es que el caso Bettencourt es solo el primero de una larga lista. En el cajón de los magistrados del polo económico de París hay varias causas donde aparece el nombre de Sarkozy, el segundo jefe del Estado procesado de la historia, tras Jacques Chirac.
Por orden cronológico, Sarkozy se ha visto implicado en el escándalo Karachi (comisiones ilegales en los años noventa); el caso Gadafi (presunta financiación ilegal con fondos libios en 2007), el feo asunto de los sondeos del Elíseo (supuesta malversación de fondos públicos por encargar encuestas sin fin a su amigo Patrick Buisson), y, por último, pero no menos importante, el caso Bernard Tapie-Christine Lagarde, donde la exministra de Sarkozy y actual directora del FMI está siendo investigada por presunto tráfico de influencias y desvío de fondos en el litigio que enfrentó al empresario y amigo íntimo de Sarkozy contra un banco público hundido.
Miguel Mora
París, El País
François Hollande es el presidente más impopular de la V República. Un 51% de franceses le considera un mal presidente, y solo un 22% estima que cumple sus funciones como debe. Su antecesor, Nicolas Sarkozy, se convirtió en mayo en el segundo jefe del Estado —tras Valéry Giscard d'Estaing en 1981— que pierde su reelección. Han pasado diez meses, y un 40% de citoyens dice añorar al zar Nicolás I. Francia vive en una especie de limbo. La transición entre dos personalidades tan opuestas no ha fraguado todavía. El presidente normal, cada vez más apagado, ha perdido crédito en casa y voz en una Europa cada vez más sometida a los castigos de la severa institutriz Angela Merkel. Así, Sarkozy, aun sin sucesor legitimado en la UMP, mantiene viva la llama de sus fieles. Pero su procesamiento en el caso Bettencourt, y otros escándalos que esperan en el cajón de los jueces, podrían precipitar su jubilación forzosa.
La decadencia de Francia es parsimoniosa y lánguida como una heroína de Proust. El paro gotea lentamente pero no deja de aumentar. La industria se desangra por el automóvil pero crece por la aeronáutica. La deuda sigue creciendo a lomos de una prima de riesgo que es un momio si se compara con la de Italia o España. Las reformas son concertadas y muy civilizadas pero ni siquiera rozan los objetivos que impone Alemania. La depresión europea y la negativa de Berlín a estimular el crecimiento impiden a Hollande sacar la cabeza del agua, sometido a ese curioso fenómeno llamado France bashing (poner a caldo a Francia), liderado por la oposición conservadora y coreado por los medios anglosajones y los economistas germánicos que consideran las subidas de impuestos un libertinaje intolerable. Tal es la presión, que Hollande aceptó salir en un programa de televisión en prime time para tratar de recuperar la popularidad entre los franceses. En el plató dijo que “los países europeos deben ser rigurosos, y Francia en primer lugar, pero no austeros. Eso condena a Europa a la explosión, no solo a la recesión”, informa Efe.
Políticamente, el país ofrece cada día señales más contradictorias, tal vez achacables a la gran paradoja de la Unión Europea: su capacidad para generar miedo y mal ambiente cuando las cosas parecen más calmadas. La novedad es que el antisarkozysmo, que unió a centristas e izquierdistas para situar al pacífico Hollande en el Elíseo, ya no está de moda, ha perdido fuerza y los sondeos conceden hoy al perdedor de las elecciones, teóricamente retirado de la arena política, mejores resultados que al ganador. La derecha se ha permitido la licencia de hacer piña con la ultraderecha para oponerse al matrimonio gay, y hasta Marine Le Pen sale mejor valorada que Hollande.
Según la analista de Le Monde Françoise Fressoz, “la situación es a la vez insólita y compleja”. Aunque el líder socialista deseó a Sarkozy “suerte en su nueva vida” al tomar posesión, y ofreció al país una presidencia normal frente a la hiperpresidencia anterior, invocando el largo plazo, el Parlamento y la concertación frente al personalismo autoritario de Sarkozy, Fressoz cree que el expresidente ha tenido “la habilidad de dejarse abiertas las puertas del regreso al negar a su partido el derecho a hacer balance del pasado”.
La incapacidad de Hollande para unir al país, al poner el acento en las subidas de impuestos y no en recordar los errores que cometió Sarkozy al disparar la deuda y no reformar el país; y el fraudulento pulso que mantuvieron en otoño François Fillon y Jean-François Copé por la presidencia de la UMP han dado oxígeno a un Sarkozy que parecía debatirse entre la cómoda vida del conferenciante global —con bebé en casa y mujer cantante— y la osadía de dirigir un fondo de inversión —sin regreso posible a la política— con sus amigos cataríes.
“A medida que los meses han pasado y la popularidad de Hollande se ha debilitado”, escribe Fressoz, “Sarkozy se ha ido haciendo cada vez menos discreto, hasta el punto de convertir el mal trago de su procesamiento en el caso Bettencourt en un examen a su propio campo: ¡Cuidado del que no se solidarice con él! ¡El jefe es él!”.
La noticia de la imputación por abuso de debilidad de la anciana heredera del imperio L'Oréal ha marcado un antes y un después. Del semianonimato calculado, Sarkozy ha pasado en unas horas al papel de líder y víctima de no se sabe bien qué conspiración, como si Francia, ese extraño país donde el ministro de Hacienda dimite por tener una cuenta en Suiza, se hubiera transmutado de repente en la enloquecida Italia de Silvio Berlusconi.
Toda la UMP, incluidos los dos aspirantes a sucesores, ha salido a defender el honor del viejo líder que les prometió revivir el sueño de gloria y grandeza aunque en realidad acabó dejándoles inmersos en una pesadilla peor de lo que imaginaban, con el partido hecho trizas y alejado de todos los resortes del poder real, salvo del mediático.
La “injusta imputación”, le espetó Sarkozy en directo al juez Jean-Michel Gentil, “no quedará así”. En esa frase, filtrada por su entorno, estaba de nuevo el mejor y el peor Sarkozy, el que no se arruga ante nada ni nadie. Acusar a la justicia de ser parcial y sugerir que le persiguen por motivos políticos —cuando en teoría ya no está en la política— puede parecer una bravata, pero es una forma de denigrar a la República. Y podría convertirse en un bumerán.
El problema para el expresidente es que el caso Bettencourt es solo el primero de una larga lista. En el cajón de los magistrados del polo económico de París hay varias causas donde aparece el nombre de Sarkozy, el segundo jefe del Estado procesado de la historia, tras Jacques Chirac.
Por orden cronológico, Sarkozy se ha visto implicado en el escándalo Karachi (comisiones ilegales en los años noventa); el caso Gadafi (presunta financiación ilegal con fondos libios en 2007), el feo asunto de los sondeos del Elíseo (supuesta malversación de fondos públicos por encargar encuestas sin fin a su amigo Patrick Buisson), y, por último, pero no menos importante, el caso Bernard Tapie-Christine Lagarde, donde la exministra de Sarkozy y actual directora del FMI está siendo investigada por presunto tráfico de influencias y desvío de fondos en el litigio que enfrentó al empresario y amigo íntimo de Sarkozy contra un banco público hundido.