OPINIÓN / La Historia y la rutina
La guerra, para los franceses, no tiene más que un frente: el de la crisis económica y el paro
Christine Ockrent, El País
Es la caricatura más sutil de las aparecidas estos días en la prensa francesa. En ella se ve a François Hollande de pie, con su traje, sus gafas y ese aire de presidente “normal” del que quería vivir, en oposición a los caprichos de su predecesor. Se contempla en un espejo y exclama: “¡Quién me iba a decir que un día iba a capturar Tombuctú!”.
La guerra transforma a un hombre y transforma la idea que nos hacemos de él. El presidente francés, como su homólogo estadounidense, es el jefe supremo de las fuerzas armadas. Desde Napoleón y el general de Gaulle, Francia vibra a golpes de bandera; de hecho, es la única democracia que hace desfilar a su Ejército para celebrar la fiesta nacional. La expedición militar a Malí, decidida por sorpresa por el presidente para detener la gangrena yihadista que está pudriendo parte del Sahel, se ha llevado a cabo con eficacia, con los aplausos de la clase política francesa y la mayor parte de la opinión pública. No cabe duda de que los supuestos expertos en estrategia se han precipitado al cantar victoria en los platós de televisión, puesto que el enemigo, en este tipo de guerra asimétrica, es al mismo tiempo escurridizo y dueño de su inmenso territorio de arena. Aun así, es evidente que la operación ha sido un éxito y que la alegría de las poblaciones liberadas de la sharía no es fingida, como tampoco lo son los elogios del vicepresidente estadounidense, Joe Biden, a su paso por París.
Washington había invertido discretamente alrededor de 600 millones de dólares para formar a los militares malienses contra la amenaza islamista, pero sus comandantes prefirieron sumarse a la rebelión. Estados Unidos prepara la instalación de una base de aviones no tripulados para vigilancia en la zona occidental del norte de África. Una medida que pone de relieve la capacidad de mantenerse en la inercia y la miopía de la Unión Europea, cuyo respaldo a la iniciativa francesa, estas tres últimas semanas, ha sido casi grosero, y cuya falta de impulso político se ha vuelto desoladora, igual que los mercadeos actuales a propósito del presupuesto comunitario.
El martes pasado, en Estrasburgo, mientras exponía ante el Parlamento Europeo su visión de una unión más ambiciosa, François Hollande ya no daba la imagen de un político “normal”, ligeramente sobrepasado por su cargo: gracias a su guerra africana, se ha convertido en presidente de pleno derecho de la República.
Tras ocho meses difíciles en los que le ha costado situarse, vacilante, voluble, reacio a tomar decisiones entre unos asesores desorientados, acompañado de un primer ministro que se le parece demasiado para serle de verdadera utilidad, por fin ha sentido cómo le acariciaba la mejilla el viento de la Historia. “¡Acabo de vivir, sin duda, el día más importante de mi vida política!”, exclamó el sábado en la gran plaza de Bamako, con una fórmula asombrosa por su candor y su narcisismo, embriagado antes de regresar a la rutina y sus crueldades.
La primera, la de los sondeos. El presidente sigue batiendo marcas de impopularidad: el 38% de opiniones favorables, y no se espera ninguna recuperación significativa. El Elíseo esperaba mucho de otra táctica, justificada por ciertas promesas de campaña del candidato Hollande. Como la situación económica sigue siendo pesimista y el Gobierno debe revisar de nuevo sus previsiones a la baja, ¡distraigamos a los franceses a base de grandes debates sociales! Matrimonio homosexual, ayuda médica a la procreación, cambio en la atribución del apellido para todos los niños que nazcan en el futuro... A base de imponer en el Parlamento una agenda de reformas que dividen a la opinión pública sin satisfacer nunca del todo a los grupos de presión interesados, el Gobierno se expone a los mismos peligros que sufrió en sus comienzos de descontrol y desacuerdos dentro de su mayoría.
Peor aún, el clima social no deja de empeorar. En el sector público, los enseñantes y funcionarios en huelga han demostrado que los corporativismos no están dispuestos a hacer ninguna concesión a la izquierda en el poder. En el sector privado, la situación se ensombrece todavía más: una industria del automóvil —Peugeot, Renault y sus subcontratistas— en grave peligro, récord de cierres de empresas y un desempleo que, sin alcanzar el nivel español, continúa creciendo. Los planes sociales en ráfagas atizan la indignación de los trabajadores y la angustia colectiva.
La guerra, para los franceses, no tiene más que un frente: el de la crisis económica y el paro. Lo importante no son ya las caricias de la Historia, sino las iras del pueblo.
Christine Ockrent, El País
Es la caricatura más sutil de las aparecidas estos días en la prensa francesa. En ella se ve a François Hollande de pie, con su traje, sus gafas y ese aire de presidente “normal” del que quería vivir, en oposición a los caprichos de su predecesor. Se contempla en un espejo y exclama: “¡Quién me iba a decir que un día iba a capturar Tombuctú!”.
La guerra transforma a un hombre y transforma la idea que nos hacemos de él. El presidente francés, como su homólogo estadounidense, es el jefe supremo de las fuerzas armadas. Desde Napoleón y el general de Gaulle, Francia vibra a golpes de bandera; de hecho, es la única democracia que hace desfilar a su Ejército para celebrar la fiesta nacional. La expedición militar a Malí, decidida por sorpresa por el presidente para detener la gangrena yihadista que está pudriendo parte del Sahel, se ha llevado a cabo con eficacia, con los aplausos de la clase política francesa y la mayor parte de la opinión pública. No cabe duda de que los supuestos expertos en estrategia se han precipitado al cantar victoria en los platós de televisión, puesto que el enemigo, en este tipo de guerra asimétrica, es al mismo tiempo escurridizo y dueño de su inmenso territorio de arena. Aun así, es evidente que la operación ha sido un éxito y que la alegría de las poblaciones liberadas de la sharía no es fingida, como tampoco lo son los elogios del vicepresidente estadounidense, Joe Biden, a su paso por París.
Washington había invertido discretamente alrededor de 600 millones de dólares para formar a los militares malienses contra la amenaza islamista, pero sus comandantes prefirieron sumarse a la rebelión. Estados Unidos prepara la instalación de una base de aviones no tripulados para vigilancia en la zona occidental del norte de África. Una medida que pone de relieve la capacidad de mantenerse en la inercia y la miopía de la Unión Europea, cuyo respaldo a la iniciativa francesa, estas tres últimas semanas, ha sido casi grosero, y cuya falta de impulso político se ha vuelto desoladora, igual que los mercadeos actuales a propósito del presupuesto comunitario.
El martes pasado, en Estrasburgo, mientras exponía ante el Parlamento Europeo su visión de una unión más ambiciosa, François Hollande ya no daba la imagen de un político “normal”, ligeramente sobrepasado por su cargo: gracias a su guerra africana, se ha convertido en presidente de pleno derecho de la República.
Tras ocho meses difíciles en los que le ha costado situarse, vacilante, voluble, reacio a tomar decisiones entre unos asesores desorientados, acompañado de un primer ministro que se le parece demasiado para serle de verdadera utilidad, por fin ha sentido cómo le acariciaba la mejilla el viento de la Historia. “¡Acabo de vivir, sin duda, el día más importante de mi vida política!”, exclamó el sábado en la gran plaza de Bamako, con una fórmula asombrosa por su candor y su narcisismo, embriagado antes de regresar a la rutina y sus crueldades.
La primera, la de los sondeos. El presidente sigue batiendo marcas de impopularidad: el 38% de opiniones favorables, y no se espera ninguna recuperación significativa. El Elíseo esperaba mucho de otra táctica, justificada por ciertas promesas de campaña del candidato Hollande. Como la situación económica sigue siendo pesimista y el Gobierno debe revisar de nuevo sus previsiones a la baja, ¡distraigamos a los franceses a base de grandes debates sociales! Matrimonio homosexual, ayuda médica a la procreación, cambio en la atribución del apellido para todos los niños que nazcan en el futuro... A base de imponer en el Parlamento una agenda de reformas que dividen a la opinión pública sin satisfacer nunca del todo a los grupos de presión interesados, el Gobierno se expone a los mismos peligros que sufrió en sus comienzos de descontrol y desacuerdos dentro de su mayoría.
Peor aún, el clima social no deja de empeorar. En el sector público, los enseñantes y funcionarios en huelga han demostrado que los corporativismos no están dispuestos a hacer ninguna concesión a la izquierda en el poder. En el sector privado, la situación se ensombrece todavía más: una industria del automóvil —Peugeot, Renault y sus subcontratistas— en grave peligro, récord de cierres de empresas y un desempleo que, sin alcanzar el nivel español, continúa creciendo. Los planes sociales en ráfagas atizan la indignación de los trabajadores y la angustia colectiva.
La guerra, para los franceses, no tiene más que un frente: el de la crisis económica y el paro. Lo importante no son ya las caricias de la Historia, sino las iras del pueblo.