Rumanía, una pieza que no encaja en la UE
El domingo se celebran elecciones parlamentarias entre la indiferencia de la población
Los rumanos esperan que la UE fuerce a sus políticos a emprender reformas frente a la corrupción
SILVIA BLANCO / ENVIADA ESPECIAL
Bucarest, El País
Las plantas del hospital Universitario de Bucarest son todas iguales: suelos grises desgastados, luz cetrina y tristona, sillas de plástico y una zona de pasillos en curva que parece diseñada a prueba de camillas. En la puerta, un guardia de seguridad cierra el paso o lo permite, bajo misteriosas leyes, al grupo de señoras que le cuentan su caso exhibiendo papeles y a grito limpio a primera hora de la helada mañana con sus muy pertinentes gorros de pelo. “Acabé la carrera en 1985, soy cirujano torácico y jefe del departamento. Este mes he hecho 85 horas extra y tengo guardias cada cinco días”, recita Florin Chirculescu, 11 pisos más arriba mientras alarga la mano para coger un tique que resulta ser la nómina de octubre. “Cobro 800 euros”. Una colega suya que entra en el despacho gana unos 330 al mes, aunque tiene cinco años de experiencia. Aquí faltan médicos y 11.000 han emigrado en los últimos dos años. Mientras, los pacientes están convencidos de que si no meten en el bolsillo del facultativo una cantidad de dinero o le hacen un regalo, no les tratarán correctamente.
Rumanía es miembro de la Unión Europea y de la OTAN, sus leyes consagran la separación de poderes y es una economía de libre mercado. Todo el paquete. Bucarest, como cualquier capital europea, tiene luces navideñas estos días, una zona vieja plagada de bares y un ir y venir de gente con bolsas de tiendas reconocibles aquí y en Pekín. Pero en cuanto se empieza a caminar un poco, negras marañas de cables cuelgan de un edificio que no se parecerá al siguiente, ni al otro, y luego una mansión afrancesada, y tres perros, y por esta zona no hay aceras pero por ahí sí, y una preciosa iglesia ortodoxa, ahora un solar gigantesco y allá el Palacio del Pueblo, un mazacote descomunal símbolo del delirio del dictador Nicolae Ceausescu, que tuvo una epifanía arquitectónica cuando visitó Pyongyang.
También a la vuelta de la esquina del Estado rumano se ve todo un sistema de justicia tutelado por Bruselas; de ahí cuelga una corrupción tan familiar que no se ve como corrupción, y también una alta corrupción que indigna pero que se da por descontada si viene de las élites; por abajo un barrizal de políticos enzarzados por el poder.
Aunque resulte raro, el renqueante sistema de salud pública, uno de los asuntos que más preocupa a los rumanos, apenas ha sido objeto de las promesas de los partidos durante la campaña para las elecciones legislativas que se celebran hoy. Para muchos, votar es una mera y cansina traslación a las urnas de la guerra —que sumió al país este verano en una honda crisis política y desveló la fragilidad de las instituciones democráticas— entre el primer ministro, el socialdemócrata Victor Ponta, y el presidente conservador, Traian Basescu, que no participa en los comicios —se elige el Parlamento—, pero acapara toda la atención.
Los rumanos viven de espaldas a los políticos, los ven como si fueran de otra galaxia. Chirculescu, que preside un sindicato médico, ha visto desfilar en 27 años a más de una decena de ministros cuya obra principal ha consistido en “destruir lo que hizo el anterior”. Roxana, de 32 años, tampoco confía en los dirigentes, pero sí tiene claro lo que no debería pasar en un país europeo: “He tenido que pedir prestados los 88 euros que cuesta una resonancia. Yo no trabajo y mi marido cobra 155 como chófer”, cuenta mirando al suelo con su bufanda en la cabeza a modo de pañuelo. No espera que Rumanía “tenga la sanidad de España”, pero sí que mejore un poco.
En el despacho de Chirculescu hay una garrafa de 10 litros de vino detrás de la puerta. “Me la trajo un policía, padre de un niño al que traté”, explica. Sus valores le impiden aceptar estos “pagos informales” antes de acabar el tratamiento. Pero aclara crudamente que “sin este sobresueldo, aquí no habría médicos ni funcionaría el sistema de salud público. Es un código social, porque si no se acepta el regalo, el paciente cree que está muy grave y no se va a curar o que lo van a tratar mal”. Para él, la solución sería “regularlo de algún modo y que se pueda declarar, como un copago”.
Como Roxana, Bruselas también tiene claro lo que no debe ocurrir en un Estado miembro. En verano reaccionó rápido, con el precedente de la deriva autoritaria de Hungría aún presente, y reprendió con dureza a Ponta por su ofensiva institucional. El último informe de la Comisión —el próximo se publicará después de las elecciones o a principios de año— duda del “compromiso de respeto al Estado de derecho” por parte del Gobierno rumano, e incluso de su “comprensión de su significado en un sistema pluralista democrático”. La entrada en la UE de Rumanía y Bulgaria implicó la voluntad política de taparse la nariz ante unos escollos que había que corregir, como el sistema de justicia y la corrupción.
“El desarrollo democrático de Rumanía se ha basado en el proyecto político europeo, pero se ha aplicado en una matriz disfuncional”, explica el analista Emil Hurezeanu en un café donde, como en todos los restaurantes y bares, se puede fumar. Cuenta que en la transición, “las élites no rompieron con el pasado comunista, sino que se aprovecharon de las ventajas de la democracia”. Cinco años después de la adhesión, los rumanos confían en la presión de Bruselas para que los desacreditados políticos del país emprendan alguna reforma. En justicia, por ejemplo, se empiezan a ver avances, pero todavía Rumanía es el segundo país más pobre de la Unión, después de Bulgaria, y su capacidad para absorber los miles de millones que tiene asignados es la más baja de los 27. Este año se arriesga a perder 100 millones de euros por cosas como que las autoridades locales cumplimentan mal los proyectos, por las deficiencias de control y gestión, porque acumulan retrasos, y también, como cuenta un exfuncionario ministerial que pide no ser identificado, “por la corrupción”. De hecho, la semana pasada Bruselas bloqueó las ayudas a Rumanía hasta que demuestre que es capaz de “detectar el fraude”.
De los altos techos decorados del palacete que alberga la Facultad de Medicina de Bucarest cuelgan recargadas lámparas de araña. Anca Ragabeja y Catalina Suta repasan unos apuntes en el pasillo. Una se quiere ir a Francia y la otra a Reino Unido cuando acaben la carrera. “Aquí los sueldos son bajos [la media del país son unos 350 euros], y la mentalidad es cerrada, hay pocas alternativas”, dice Suta. “El país es maravilloso, pero nos hemos desilusionado. Creíamos que las cosas irían mal solo por un tiempo y luego mejorarían”, reflexiona Ragabeja. En cambio, otros jóvenes, como Alexandra Mihai, de 24 años, quieren quedarse, sobre todo por la familia. Ella cree que “los rumanos no deben ser tan resignados”, aunque admite que “la calidad de vida ha empeorado y los problemas son los mismos desde la entrada en la UE”. Pese a todo, estudia Farmacia y cree que en este sector ganará un buen sueldo, unos 880 euros.
Cristina Serban, de 28 años, optó por la emigración hace ocho años, igual que los tres millones de rumanos que viven fuera, sobre todo en Italia y España (unos 900.000). Sostiene un café en su lado de la ventanilla del avión a Bucarest, adonde va a pasar el puente. Trabaja como monitora en un colegio privado en Madrid. “Vengo cada dos meses como máximo porque tengo un niño, ¿sabes?”. Un niño de dos años que vive con los abuelos en Rumanía. “No me planteo volver porque tengo empleo, hago muchas horas extra y así puedo mandar 400 euros a mi familia”. Su hijo tiene una enfermedad genética y necesita cuidados constantes: pediatra, fisioterapeuta, medicinas, comida especial. Y son caros. Ahora la tutora legal del pequeño es la abuela. En Rumanía hay unos 350.000 niños cuyos padres viven en otros países como el hijo de Cristina, según la Fundación Soros. Son parte visible del enorme sacrificio que supone buscar un futuro mejor. Algunos incluso se quedan con amigos o vecinos.
La emigración de gran parte de la población en edad de trabajar solía tener ventajas. Por ejemplo, es una de las razones por las que el país tiene una tasa de paro difícil de imaginar en España, 6,9%. Pero la crisis económica en la eurozona “ha secado las remesas, que representaban unos 6.000 millones de euros anuales para Rumanía”, explica el profesor de Economía en Bucarest y exministro de Finanzas Daniel Daianu, aunque todavía garantizan la estabilidad de muchas familias, sobre todo en el campo.
“Ojalá pudiera estar con él, pero ¿qué hago?”, dice Cristina al borde del llanto. “Trabajo más de 10 horas al día y necesitaría una cuidadora, porque en la guardería no puede estar. Solo intento sacar adelante a mi hijo”.
Los rumanos esperan que la UE fuerce a sus políticos a emprender reformas frente a la corrupción
SILVIA BLANCO / ENVIADA ESPECIAL
Bucarest, El País
Las plantas del hospital Universitario de Bucarest son todas iguales: suelos grises desgastados, luz cetrina y tristona, sillas de plástico y una zona de pasillos en curva que parece diseñada a prueba de camillas. En la puerta, un guardia de seguridad cierra el paso o lo permite, bajo misteriosas leyes, al grupo de señoras que le cuentan su caso exhibiendo papeles y a grito limpio a primera hora de la helada mañana con sus muy pertinentes gorros de pelo. “Acabé la carrera en 1985, soy cirujano torácico y jefe del departamento. Este mes he hecho 85 horas extra y tengo guardias cada cinco días”, recita Florin Chirculescu, 11 pisos más arriba mientras alarga la mano para coger un tique que resulta ser la nómina de octubre. “Cobro 800 euros”. Una colega suya que entra en el despacho gana unos 330 al mes, aunque tiene cinco años de experiencia. Aquí faltan médicos y 11.000 han emigrado en los últimos dos años. Mientras, los pacientes están convencidos de que si no meten en el bolsillo del facultativo una cantidad de dinero o le hacen un regalo, no les tratarán correctamente.
Rumanía es miembro de la Unión Europea y de la OTAN, sus leyes consagran la separación de poderes y es una economía de libre mercado. Todo el paquete. Bucarest, como cualquier capital europea, tiene luces navideñas estos días, una zona vieja plagada de bares y un ir y venir de gente con bolsas de tiendas reconocibles aquí y en Pekín. Pero en cuanto se empieza a caminar un poco, negras marañas de cables cuelgan de un edificio que no se parecerá al siguiente, ni al otro, y luego una mansión afrancesada, y tres perros, y por esta zona no hay aceras pero por ahí sí, y una preciosa iglesia ortodoxa, ahora un solar gigantesco y allá el Palacio del Pueblo, un mazacote descomunal símbolo del delirio del dictador Nicolae Ceausescu, que tuvo una epifanía arquitectónica cuando visitó Pyongyang.
También a la vuelta de la esquina del Estado rumano se ve todo un sistema de justicia tutelado por Bruselas; de ahí cuelga una corrupción tan familiar que no se ve como corrupción, y también una alta corrupción que indigna pero que se da por descontada si viene de las élites; por abajo un barrizal de políticos enzarzados por el poder.
Aunque resulte raro, el renqueante sistema de salud pública, uno de los asuntos que más preocupa a los rumanos, apenas ha sido objeto de las promesas de los partidos durante la campaña para las elecciones legislativas que se celebran hoy. Para muchos, votar es una mera y cansina traslación a las urnas de la guerra —que sumió al país este verano en una honda crisis política y desveló la fragilidad de las instituciones democráticas— entre el primer ministro, el socialdemócrata Victor Ponta, y el presidente conservador, Traian Basescu, que no participa en los comicios —se elige el Parlamento—, pero acapara toda la atención.
Los rumanos viven de espaldas a los políticos, los ven como si fueran de otra galaxia. Chirculescu, que preside un sindicato médico, ha visto desfilar en 27 años a más de una decena de ministros cuya obra principal ha consistido en “destruir lo que hizo el anterior”. Roxana, de 32 años, tampoco confía en los dirigentes, pero sí tiene claro lo que no debería pasar en un país europeo: “He tenido que pedir prestados los 88 euros que cuesta una resonancia. Yo no trabajo y mi marido cobra 155 como chófer”, cuenta mirando al suelo con su bufanda en la cabeza a modo de pañuelo. No espera que Rumanía “tenga la sanidad de España”, pero sí que mejore un poco.
En el despacho de Chirculescu hay una garrafa de 10 litros de vino detrás de la puerta. “Me la trajo un policía, padre de un niño al que traté”, explica. Sus valores le impiden aceptar estos “pagos informales” antes de acabar el tratamiento. Pero aclara crudamente que “sin este sobresueldo, aquí no habría médicos ni funcionaría el sistema de salud público. Es un código social, porque si no se acepta el regalo, el paciente cree que está muy grave y no se va a curar o que lo van a tratar mal”. Para él, la solución sería “regularlo de algún modo y que se pueda declarar, como un copago”.
Como Roxana, Bruselas también tiene claro lo que no debe ocurrir en un Estado miembro. En verano reaccionó rápido, con el precedente de la deriva autoritaria de Hungría aún presente, y reprendió con dureza a Ponta por su ofensiva institucional. El último informe de la Comisión —el próximo se publicará después de las elecciones o a principios de año— duda del “compromiso de respeto al Estado de derecho” por parte del Gobierno rumano, e incluso de su “comprensión de su significado en un sistema pluralista democrático”. La entrada en la UE de Rumanía y Bulgaria implicó la voluntad política de taparse la nariz ante unos escollos que había que corregir, como el sistema de justicia y la corrupción.
“El desarrollo democrático de Rumanía se ha basado en el proyecto político europeo, pero se ha aplicado en una matriz disfuncional”, explica el analista Emil Hurezeanu en un café donde, como en todos los restaurantes y bares, se puede fumar. Cuenta que en la transición, “las élites no rompieron con el pasado comunista, sino que se aprovecharon de las ventajas de la democracia”. Cinco años después de la adhesión, los rumanos confían en la presión de Bruselas para que los desacreditados políticos del país emprendan alguna reforma. En justicia, por ejemplo, se empiezan a ver avances, pero todavía Rumanía es el segundo país más pobre de la Unión, después de Bulgaria, y su capacidad para absorber los miles de millones que tiene asignados es la más baja de los 27. Este año se arriesga a perder 100 millones de euros por cosas como que las autoridades locales cumplimentan mal los proyectos, por las deficiencias de control y gestión, porque acumulan retrasos, y también, como cuenta un exfuncionario ministerial que pide no ser identificado, “por la corrupción”. De hecho, la semana pasada Bruselas bloqueó las ayudas a Rumanía hasta que demuestre que es capaz de “detectar el fraude”.
De los altos techos decorados del palacete que alberga la Facultad de Medicina de Bucarest cuelgan recargadas lámparas de araña. Anca Ragabeja y Catalina Suta repasan unos apuntes en el pasillo. Una se quiere ir a Francia y la otra a Reino Unido cuando acaben la carrera. “Aquí los sueldos son bajos [la media del país son unos 350 euros], y la mentalidad es cerrada, hay pocas alternativas”, dice Suta. “El país es maravilloso, pero nos hemos desilusionado. Creíamos que las cosas irían mal solo por un tiempo y luego mejorarían”, reflexiona Ragabeja. En cambio, otros jóvenes, como Alexandra Mihai, de 24 años, quieren quedarse, sobre todo por la familia. Ella cree que “los rumanos no deben ser tan resignados”, aunque admite que “la calidad de vida ha empeorado y los problemas son los mismos desde la entrada en la UE”. Pese a todo, estudia Farmacia y cree que en este sector ganará un buen sueldo, unos 880 euros.
Cristina Serban, de 28 años, optó por la emigración hace ocho años, igual que los tres millones de rumanos que viven fuera, sobre todo en Italia y España (unos 900.000). Sostiene un café en su lado de la ventanilla del avión a Bucarest, adonde va a pasar el puente. Trabaja como monitora en un colegio privado en Madrid. “Vengo cada dos meses como máximo porque tengo un niño, ¿sabes?”. Un niño de dos años que vive con los abuelos en Rumanía. “No me planteo volver porque tengo empleo, hago muchas horas extra y así puedo mandar 400 euros a mi familia”. Su hijo tiene una enfermedad genética y necesita cuidados constantes: pediatra, fisioterapeuta, medicinas, comida especial. Y son caros. Ahora la tutora legal del pequeño es la abuela. En Rumanía hay unos 350.000 niños cuyos padres viven en otros países como el hijo de Cristina, según la Fundación Soros. Son parte visible del enorme sacrificio que supone buscar un futuro mejor. Algunos incluso se quedan con amigos o vecinos.
La emigración de gran parte de la población en edad de trabajar solía tener ventajas. Por ejemplo, es una de las razones por las que el país tiene una tasa de paro difícil de imaginar en España, 6,9%. Pero la crisis económica en la eurozona “ha secado las remesas, que representaban unos 6.000 millones de euros anuales para Rumanía”, explica el profesor de Economía en Bucarest y exministro de Finanzas Daniel Daianu, aunque todavía garantizan la estabilidad de muchas familias, sobre todo en el campo.
“Ojalá pudiera estar con él, pero ¿qué hago?”, dice Cristina al borde del llanto. “Trabajo más de 10 horas al día y necesitaría una cuidadora, porque en la guardería no puede estar. Solo intento sacar adelante a mi hijo”.