Alepo se acostumbra a la guerra
Los habitantes de la segunda ciudad de Siria intentan vivir con normalidad entre ruinas
José Miguel Calatayud
Alepo, El País
“Cuatro o cinco días a la semana vamos a la guerra y los otros dos o tres yo estoy aquí o voy a mi casa”, comenta con naturalidad Ahmed Idris, un rebelde del Ejército Libre de Siria (ELS), como si “ir a la guerra” varias veces por semana fuera su jornada laboral. Idris, de 25 años, y Ghandi al Sabha, de 43, están estacionados con su katiba (brigada) en lo que era una escuela en la parte este de Alepo. Mientras sus compañeros están en el frente, ellos descansan, beben café turco y hablan de cantantes italianos y españoles. “Julio Iglesias, muy bueno”, dice con una sonrisa Al Sabha, quien antes de unirse al ELS trabajaba como diseñador gráfico y estudiaba Economía.
Idris trabajaba en un negocio mayorista de alimentos. Cae la noche, la escuela está a oscuras porque apenas hay electricidad en la ciudad y el sonido de fondo es el de disparos esporádicos de rifles, morteros y artillería. "No sé cuándo acabará la guerra", dice Idris con resignación, "porque ningún país nos está ayudando".
El conflicto en Siria está a punto de cumplir 21 meses, se ha cobrado ya más de 40.000 vidas, según activistas, y Alepo ha vivido algunos de los combates más cruentos desde que la guerra llegara a mediados de julio. Pero hace tiempo que las líneas del frente apenas se mueven. Según los rebeldes, en los últimos días no ha habido bombardeos, aunque los aviones Mig del régimen siguen sobrevolando la ciudad a diario.
En esta situación, con el foco cada vez más puesto en Damasco y Alepo alejada de las noticias, la guerra se ha convertido en la nueva normalidad en esta ciudad, que tenía más de dos millones de habitantes antes del conflicto, era la capital comercial de Siria y cuyo centro histórico, hoy muy dañado, es considerado Patrimonio de la Humanidad por la Unesco.
Familias que huyeron de la violencia están regresando a las partes controladas por los rebeldes. El escenario que encuentran no es muy acogedor. Hay zonas en las que todos los edificios han sido devastados y son meros esqueletos en ruinas. En otras calles, también llenas de escombros, los que quedan en pie están agujereados y tienen los cristales rotos, otros están medio derruidos, asoman retorcidas las barras metálicas del hormigón armado, el viento hace ondear cortinas atrapadas entre los cascotes. Hace frío, llueve y las calles están llenas de barro y de basura, que llega a formar pequeñas montañas.
En gran parte de la ciudad no hay electricidad ni agua corriente y tampoco suele haber cobertura de móvil
Escasean el combustible y el aceite para cocinar y para la calefacción. Y también el pan, fundamental para la población. Decenas de personas hacen cola durante horas frente a las panaderías, hombres hacia un lado, mujeres hacia el otro. Los que llegan a la puerta o a la ventana se aprietan y estiran los brazos para intentar dar el dinero. La tensión es palpable y en una cola surge una pelea a puñetazos.
En otra aún mayor, un rebelde dispara al aire para alejar a la gente mientras otro los amenaza con un taser, una pistola eléctrica. En ese momento, llega una furgoneta y de su interior salen varios guerrilleros gritando, vestidos con uniformes militares de buen aspecto, varios con la bandana negra de los islamistas y algunos con la cara tapada. Todos armados con fusiles de asalto AK-47 y, al menos uno, con una enorme ametralladora. La gente se calla, les hace espacio y los islamistas se dirigen hacia el pan. Un anciano que esperaba en la cola los mira negando con la cabeza, los señala, imita el gesto de meter el pan en la furgoneta, hace entonces el gesto de llevar un rifle y se encoge de hombros resignado.
Tras la destrucción del icónico hospital Dar al Shifa, bombardeado por el régimen, clínicas repartidas por las zonas controladas por los rebeldes intentan atender a los heridos y enfermos. "Nos hace falta de todo, medicinas y equipamiento", dice uno de los médicos de un pequeño centro de urgencias, y empieza a enumerar: "medicamentos para enfermedades crónicas, para disfunción renal, soluciones rehidratantes, leche, antibióticos, anestesia oral, equipamiento para operar…"
Este doctor era voluntario en el Dar al Shifa y cuenta que cuatro de sus amigos murieron allí. "El régimen lo mata todo, y sabe que los médicos y los hospitales son muy importantes para los rebeldes". Por motivos de seguridad, el médico pide que no se revelen su nombre ni el de la clínica ni su ubicación.
El día siguiente, esta pequeña clínica recibe varios heridos, al menos dos de ellos niños, causados por un proyectil de mortero que las tropas de El Asad han lanzado a la ciudad desde el aeropuerto. Hay gente que grita de rabia, otros miran en silencio. Cuatro personas han muerto y todas las víctimas son civiles, según los rebeldes.
Pero la normalidad intenta imponerse a pesar de todo. A medida que uno se aleja del frente, hay cada vez más tiendas abiertas y más puestos en las calles. Durante el día, la gente llena las calles, pregunta por precios en las tiendas, pasea, habla, mira hacia el lugar del que llega el sonido del último disparo, mira hacia el cielo por si pasan aviones. Poco más tienen que hacer, en gran parte de la ciudad no hay electricidad ni agua corriente y tampoco suele haber cobertura de móvil.
“Apoyo la revolución pero sin sangre, sin matar”, dice Talal, una mujer que viaja en un minibús. “¿Habéis visto la ciudadela [la ciudad antigua]? Eso era Alepo. Estos días…”, continúa con la voz entrecortada, “no lo sé, no puedo hablar”, dice finalmente con los ojos llorosos y antes de bajarse del vehículo.
José Miguel Calatayud
Alepo, El País
“Cuatro o cinco días a la semana vamos a la guerra y los otros dos o tres yo estoy aquí o voy a mi casa”, comenta con naturalidad Ahmed Idris, un rebelde del Ejército Libre de Siria (ELS), como si “ir a la guerra” varias veces por semana fuera su jornada laboral. Idris, de 25 años, y Ghandi al Sabha, de 43, están estacionados con su katiba (brigada) en lo que era una escuela en la parte este de Alepo. Mientras sus compañeros están en el frente, ellos descansan, beben café turco y hablan de cantantes italianos y españoles. “Julio Iglesias, muy bueno”, dice con una sonrisa Al Sabha, quien antes de unirse al ELS trabajaba como diseñador gráfico y estudiaba Economía.
Idris trabajaba en un negocio mayorista de alimentos. Cae la noche, la escuela está a oscuras porque apenas hay electricidad en la ciudad y el sonido de fondo es el de disparos esporádicos de rifles, morteros y artillería. "No sé cuándo acabará la guerra", dice Idris con resignación, "porque ningún país nos está ayudando".
El conflicto en Siria está a punto de cumplir 21 meses, se ha cobrado ya más de 40.000 vidas, según activistas, y Alepo ha vivido algunos de los combates más cruentos desde que la guerra llegara a mediados de julio. Pero hace tiempo que las líneas del frente apenas se mueven. Según los rebeldes, en los últimos días no ha habido bombardeos, aunque los aviones Mig del régimen siguen sobrevolando la ciudad a diario.
En esta situación, con el foco cada vez más puesto en Damasco y Alepo alejada de las noticias, la guerra se ha convertido en la nueva normalidad en esta ciudad, que tenía más de dos millones de habitantes antes del conflicto, era la capital comercial de Siria y cuyo centro histórico, hoy muy dañado, es considerado Patrimonio de la Humanidad por la Unesco.
Familias que huyeron de la violencia están regresando a las partes controladas por los rebeldes. El escenario que encuentran no es muy acogedor. Hay zonas en las que todos los edificios han sido devastados y son meros esqueletos en ruinas. En otras calles, también llenas de escombros, los que quedan en pie están agujereados y tienen los cristales rotos, otros están medio derruidos, asoman retorcidas las barras metálicas del hormigón armado, el viento hace ondear cortinas atrapadas entre los cascotes. Hace frío, llueve y las calles están llenas de barro y de basura, que llega a formar pequeñas montañas.
En gran parte de la ciudad no hay electricidad ni agua corriente y tampoco suele haber cobertura de móvil
Escasean el combustible y el aceite para cocinar y para la calefacción. Y también el pan, fundamental para la población. Decenas de personas hacen cola durante horas frente a las panaderías, hombres hacia un lado, mujeres hacia el otro. Los que llegan a la puerta o a la ventana se aprietan y estiran los brazos para intentar dar el dinero. La tensión es palpable y en una cola surge una pelea a puñetazos.
En otra aún mayor, un rebelde dispara al aire para alejar a la gente mientras otro los amenaza con un taser, una pistola eléctrica. En ese momento, llega una furgoneta y de su interior salen varios guerrilleros gritando, vestidos con uniformes militares de buen aspecto, varios con la bandana negra de los islamistas y algunos con la cara tapada. Todos armados con fusiles de asalto AK-47 y, al menos uno, con una enorme ametralladora. La gente se calla, les hace espacio y los islamistas se dirigen hacia el pan. Un anciano que esperaba en la cola los mira negando con la cabeza, los señala, imita el gesto de meter el pan en la furgoneta, hace entonces el gesto de llevar un rifle y se encoge de hombros resignado.
Tras la destrucción del icónico hospital Dar al Shifa, bombardeado por el régimen, clínicas repartidas por las zonas controladas por los rebeldes intentan atender a los heridos y enfermos. "Nos hace falta de todo, medicinas y equipamiento", dice uno de los médicos de un pequeño centro de urgencias, y empieza a enumerar: "medicamentos para enfermedades crónicas, para disfunción renal, soluciones rehidratantes, leche, antibióticos, anestesia oral, equipamiento para operar…"
Este doctor era voluntario en el Dar al Shifa y cuenta que cuatro de sus amigos murieron allí. "El régimen lo mata todo, y sabe que los médicos y los hospitales son muy importantes para los rebeldes". Por motivos de seguridad, el médico pide que no se revelen su nombre ni el de la clínica ni su ubicación.
El día siguiente, esta pequeña clínica recibe varios heridos, al menos dos de ellos niños, causados por un proyectil de mortero que las tropas de El Asad han lanzado a la ciudad desde el aeropuerto. Hay gente que grita de rabia, otros miran en silencio. Cuatro personas han muerto y todas las víctimas son civiles, según los rebeldes.
Pero la normalidad intenta imponerse a pesar de todo. A medida que uno se aleja del frente, hay cada vez más tiendas abiertas y más puestos en las calles. Durante el día, la gente llena las calles, pregunta por precios en las tiendas, pasea, habla, mira hacia el lugar del que llega el sonido del último disparo, mira hacia el cielo por si pasan aviones. Poco más tienen que hacer, en gran parte de la ciudad no hay electricidad ni agua corriente y tampoco suele haber cobertura de móvil.
“Apoyo la revolución pero sin sangre, sin matar”, dice Talal, una mujer que viaja en un minibús. “¿Habéis visto la ciudadela [la ciudad antigua]? Eso era Alepo. Estos días…”, continúa con la voz entrecortada, “no lo sé, no puedo hablar”, dice finalmente con los ojos llorosos y antes de bajarse del vehículo.