Cameron, el veto o la calculadora
Londres exige la congelación del presupuesto de la UE, pero bloquear el acuerdo convertiría al primer ministro en héroe en casa y en villano en el continente
Walter Oppenheimer
Londres, El País
David Cameron llega hoy a Bruselas con la imagen que más le gusta a un primer ministro británico: enarbolando la bandera del veto y con todos apuntándole a él como el problema. Pero el problema, esta vez, es que efectivamente puede llegar a ser un problema.
Quizás por eso, el líder conservador parece esconder detrás de la bandera del veto la calculadora del maquillaje contable. Y Londres hace ya días que ha atemperado el tono y lanza mensajes constructivos, como alentando un acuerdo que sea lo bastante confuso como para que Cameron pueda cantar victoria. Hay que tener en cuenta que la negociación del marco presupuestario plurianual de la UE es como unas municipales: todos ganan algo.
El gran dilema para Cameron en esta cumbre es que no tiene muy claro que le convenga vetar. En términos de política doméstica, no hay duda: la respuesta es un resonante sí. Nada mejor para un primer ministro alicaído en las encuestas y cada vez más amenazado por su propio partido que cruzar el canal de vuelta como el hombre que le ha parado los pies a los burócratas de Bruselas.
Pero el horno comunitario no está para muchos bollos británicos. El distanciamiento es esta vez mutuo: los tradicionales aliados del continente empiezan a estar hartos de los vaivenes y las exigencias de Londres en general y las pedantes lecciones magistrales de Cameron en particular. Y parece que así se lo hizo saber la canciller Angela Merkel cuando hace un par de semanas cenaron juntos en Downing Street. No juegues con fuego porque no te hace falta y además te puedes quemar, dicen que le vino a decir.
Incluso se habla ya en las islas de que el resto de socios han llegado a estudiar la viabilidad legal y la eficacia financiera de ser ellos quienes acaben vetando y montándose el presupuesto a espaldas de Londres y por mayoría cualificada. Un paso de tal trascendencia que equivaldría a una demanda de divorcio.
Cameron llega exigiendo una congelación del presupuesto en términos reales. Las cifras no están demasiado alejadas. La última propuesta del presidente del Consejo, Herman van Rompuy, ha caído ya a 940.000 millones de euros en términos de límite de pagos (aunque en torno al billón en términos de compromisos). Por encima de los 886.000 millones que Downing Street manejaba hace semanas (aunque ya nunca menciona esa cifra), pero por debajo de los 943.000 millones del periodo 2007-13.
¿Suficiente para que Cameron pueda cantar victoria, sobre todo si se añade un recorte adicional, aunque sea simbólico, que penalice a los burócratas de Bruselas? ¿Aceptable para países que necesitan los fondos europeos para recortar distancias, como Polonia, o que se ven en la paradoja de convertirse en contribuyentes netos cuando más necesitan la ayuda de Europa, como España? Está por ver.
En el camino, sin embargo, hay otras trampas para el primer ministro británico. En unas municipales todos cantan victoria, pero la oposición, o los enemigos que uno tiene en casa, siempre encuentran argumentos para denunciar derrotas. Y el cheque británico es uno de los factores que pueden amargarle la negociación a David Cameron. ¿Por qué, si tanto predica el ajuste, no da ejemplo sacrificándolo? Porque lo que para los continentales es un anacronismo histórico que ya no tiene justificación, para los británicos, no digamos ya los tories, es un símbolo nacional que está a un nivel mitológico, casi cercano a Winston Churchill.
El cheque lo obtuvo Margaret Thatcher en Fontainebleau en 1984 al grito de “quiero que me devuelvan mi dinero”. Los británicos no pagaban ni un duro más de lo que les correspondía, pero apenas se beneficiaban de las ayudas de la política agrícola común (PAC), que consumía en aquella época el 80% del presupuesto comunitario. Ahora el peso del gasto agrícola apenas supera el 40%, pero los británicos, que lo obtuvieron a perpetuidad, siguen agarrados al cheque y solo admiten recortes con cuenta gotas, como hizo Tony Blair en 2005. Hoy aún supone 3.600 millones de euros al año, lo que les permite reducir su contribución neta a 7.300 millones, a medio camino entre Alemania (11.000) y Francia e Italia (6.200 millones de euros).
Como siempre que se negocia el paquete presupuestario, el cheque está en boca de todos. Hay argumentos políticos sobrados para renunciar a él o a gran parte de él. Por ejemplo, el dinero comunitario se utiliza ahora sobre todo para ayudar al desarrollo de los países más pobres. Y la parte del león se la llevan los de Europa del Este, cuya entrada Londres defendió con tanto ahínco en su día con el objetivo de ayudar a quienes sufrieron el yugo soviético pero también —o quizás, sobre todo…— diluir la construcción europea ampliando su ámbito geográfico. Pero no hay tabloide británico que compre esos argumentos…
Walter Oppenheimer
Londres, El País
David Cameron llega hoy a Bruselas con la imagen que más le gusta a un primer ministro británico: enarbolando la bandera del veto y con todos apuntándole a él como el problema. Pero el problema, esta vez, es que efectivamente puede llegar a ser un problema.
Quizás por eso, el líder conservador parece esconder detrás de la bandera del veto la calculadora del maquillaje contable. Y Londres hace ya días que ha atemperado el tono y lanza mensajes constructivos, como alentando un acuerdo que sea lo bastante confuso como para que Cameron pueda cantar victoria. Hay que tener en cuenta que la negociación del marco presupuestario plurianual de la UE es como unas municipales: todos ganan algo.
El gran dilema para Cameron en esta cumbre es que no tiene muy claro que le convenga vetar. En términos de política doméstica, no hay duda: la respuesta es un resonante sí. Nada mejor para un primer ministro alicaído en las encuestas y cada vez más amenazado por su propio partido que cruzar el canal de vuelta como el hombre que le ha parado los pies a los burócratas de Bruselas.
Pero el horno comunitario no está para muchos bollos británicos. El distanciamiento es esta vez mutuo: los tradicionales aliados del continente empiezan a estar hartos de los vaivenes y las exigencias de Londres en general y las pedantes lecciones magistrales de Cameron en particular. Y parece que así se lo hizo saber la canciller Angela Merkel cuando hace un par de semanas cenaron juntos en Downing Street. No juegues con fuego porque no te hace falta y además te puedes quemar, dicen que le vino a decir.
Incluso se habla ya en las islas de que el resto de socios han llegado a estudiar la viabilidad legal y la eficacia financiera de ser ellos quienes acaben vetando y montándose el presupuesto a espaldas de Londres y por mayoría cualificada. Un paso de tal trascendencia que equivaldría a una demanda de divorcio.
Cameron llega exigiendo una congelación del presupuesto en términos reales. Las cifras no están demasiado alejadas. La última propuesta del presidente del Consejo, Herman van Rompuy, ha caído ya a 940.000 millones de euros en términos de límite de pagos (aunque en torno al billón en términos de compromisos). Por encima de los 886.000 millones que Downing Street manejaba hace semanas (aunque ya nunca menciona esa cifra), pero por debajo de los 943.000 millones del periodo 2007-13.
¿Suficiente para que Cameron pueda cantar victoria, sobre todo si se añade un recorte adicional, aunque sea simbólico, que penalice a los burócratas de Bruselas? ¿Aceptable para países que necesitan los fondos europeos para recortar distancias, como Polonia, o que se ven en la paradoja de convertirse en contribuyentes netos cuando más necesitan la ayuda de Europa, como España? Está por ver.
En el camino, sin embargo, hay otras trampas para el primer ministro británico. En unas municipales todos cantan victoria, pero la oposición, o los enemigos que uno tiene en casa, siempre encuentran argumentos para denunciar derrotas. Y el cheque británico es uno de los factores que pueden amargarle la negociación a David Cameron. ¿Por qué, si tanto predica el ajuste, no da ejemplo sacrificándolo? Porque lo que para los continentales es un anacronismo histórico que ya no tiene justificación, para los británicos, no digamos ya los tories, es un símbolo nacional que está a un nivel mitológico, casi cercano a Winston Churchill.
El cheque lo obtuvo Margaret Thatcher en Fontainebleau en 1984 al grito de “quiero que me devuelvan mi dinero”. Los británicos no pagaban ni un duro más de lo que les correspondía, pero apenas se beneficiaban de las ayudas de la política agrícola común (PAC), que consumía en aquella época el 80% del presupuesto comunitario. Ahora el peso del gasto agrícola apenas supera el 40%, pero los británicos, que lo obtuvieron a perpetuidad, siguen agarrados al cheque y solo admiten recortes con cuenta gotas, como hizo Tony Blair en 2005. Hoy aún supone 3.600 millones de euros al año, lo que les permite reducir su contribución neta a 7.300 millones, a medio camino entre Alemania (11.000) y Francia e Italia (6.200 millones de euros).
Como siempre que se negocia el paquete presupuestario, el cheque está en boca de todos. Hay argumentos políticos sobrados para renunciar a él o a gran parte de él. Por ejemplo, el dinero comunitario se utiliza ahora sobre todo para ayudar al desarrollo de los países más pobres. Y la parte del león se la llevan los de Europa del Este, cuya entrada Londres defendió con tanto ahínco en su día con el objetivo de ayudar a quienes sufrieron el yugo soviético pero también —o quizás, sobre todo…— diluir la construcción europea ampliando su ámbito geográfico. Pero no hay tabloide británico que compre esos argumentos…