"Otra vez lo mismo..."
Solo el 3% de los electores de Estados Unidos no se han decidido todavía entre Obama y Romney ante las presidenciales del 6 de noviembre
John Carlin
Washington, El País
La mayoría de los estadounidenses que vieron el primero de la serie de tres debates presidenciales el miércoles entre Barack Obama y Mitt Romney lo hicieron como si estuvieran presenciando un partido de béisbol. O, mejor, un combate de boxeo. En el sentido de que ya sabían por quién iban a votar y lo que les interesaba era ver si su candidato preferido sería capaz de dar un golpe KO o, si no, de ganar por puntos. Solo una pequeña minoría no se ha decidido todavía y ellos —siguiendo con la metáfora pugilística— son los verdaderos jueces de la contienda; ellos fueron la reducida audiencia a la que los dos contrincantes principalmente se dirigían.
Lo confirmaron el día después del debate los expertos de The New York Times. Citando la encuesta más reciente hecha para el respetable Cooperative Campaign Analysis Project (Proyecto de Análisis de Campaña Cooperativa), el diario señaló que apenas el 3% de los votantes en las elecciones del 6 de noviembre todavía no saben por quién se inclinarán. Un 3%, por cierto, que los estudiosos en el tema identifican como gente poco interesada en la política.
Entonces, ¿qué respuestas buscan los indecisos que se toman la molestia de encender el televisor para ver un debate presidencial? ¿Qué oyen? Quizá no mucho. El reportero Jack Shafer, veterano de Washington, escribió esta semana en Reuters.com que “la mejor… forma de ver los debates presidenciales es con el sonido apagado”. Quizá exageraba un poco pero lo que venía a decir era que no solo los indecisos sino un alto porcentaje de los telespectadores que ya saben por quién van a votar no presta atención, en primer lugar, al torrente de estadísticas económicas que los candidatos suelen presentar (como decididamente fue el caso en el debate del miércoles) ni a sus detallados argumentos para resolver los problemas de la salud pública. Más impacto tiene el mensaje subliminal que les transmite el lenguaje corporal de los candidatos, cómo gesticulan, cómo y cuánto y cuándo sonríen, incluso cómo se visten.
Esto no significa ni frivolizar ni restarle importancia al impacto que tiene la situación económica en un resultado electoral estadounidense. (“Es la economía, ¡estúpido!”, como decían los asesores de Bill Clinton en la campaña presidencial de 1994). La política exterior también puede tener su peso, pero bastante menos. Dato revelador: solo el 30% de los estadounidenses poseen pasaportes (contra el 60% de los europeos occidentales). En condiciones como las actuales en las que no existe un claro consenso sobre la culpa que tiene el presidente de los problemas económicos y en las que tampoco hay una crisis en el extranjero que concentre la atención del electorado, la percepción que tiene el público de las personalidades de los candidatos cobra especial relevancia.
Cuando yo era corresponsal en Washington en los años noventa un amigo periodista me explicó el secreto para saber quién iba a ganar una elección presidencial: el que se parezca más a un presentador de programas de concurso en televisión será el vencedor. El amigo pecó de un exceso de cinismo. La gente no es tan superficial. Pero no iba del todo por mal camino. Si uno se fija en las últimas nueve elecciones estadounidenses, después de Richard Nixon, verá que en todos los casos, salvo uno, ganó el que mejor interpretaría el papel al que se refería mi amigo. El granjero sureño Jimmy Carter al torpe Gerald Ford; el actor campechano Ronald Reagan a Carter; Reagan al frío Walter Mondale; el campeón Bill Clinton al estirado George Bush padre; Clinton al duro Bob Dole; el simpaticorro George Bush hijo al pomposo Al Gore; Bush hijo al tieso John Kerry; el carismático Barack Obama al desatinado John McCain. La excepción fue la victoria de Bush padre sobre el concienzudo y ameno Michael Dukakis, que cometió el pecado mortal para un candidato a la Casa Blanca de oponerse a la pena de muerte.
Como se ha comentado muchas veces, lo que los votantes quieren es un presidente con el que se sentirían cómodos tomando una cerveza en el salón de sus casas. (O, en el caso del mormón Romney, un vaso de agua, ya que su religión prohíbe hasta el té). Más importante aún que ser el chico más listo de la clase es caer bien, saber conectar con la gente, sea lista o no, sea rica o pobre, blanca o negra. Clinton fue un político campeón porque, como nadie en la historia reciente, combinaba la brillantez intelectual con una fina sensibilidad populista.
El caso de Carter y Reagan fue especialmente instructivo. Carter fue un presidente sumamente inteligente. En los debates que tuvo con el viejo cowboy hollywoodense no hubo la más mínima duda de cuál de los dos dominaba mejor los detalles de la economía o de la Guerra Fría. Pero el momento que más se recuerda de aquellos debates de 1980 fue cuando Carter estaba en plan didáctico profesoral y Reagan le respondió, con una amplia sonrisa, “There you go again…” —“Otra vez lo mismo…”—. En ese momento Reagan se posicionó del lado de la mayoría de los telespectadores y ellos —muchos seguramente soltando carcajadas— se identificaron con él. Como escribió el legendario columnista James Reston sobre Reagan en aquella época: “La gente le quiere porque es como ellos: afable y más interesado en las personas que en los hechos”.
Obama no es Reagan, ni Clinton. Es más distante. Posee un aire intelectual que incomoda a muchos estadounidenses. Su gran suerte, y la mala suerte de la que se lamentan muchos militantes y simpatizantes republicanos, es que no tiene en su contra a un Reagan, o a un Clinton. Romney proyecta una personalidad robótica; es, de pies a cabeza, un multimillonario director de empresa, un miembro de la élite que intenta reconvertirse, manifiestamente contra natura, en un candidato popular. Gran parte de su reto ahora es lograr a tiempo el cambio de imagen que necesita entre aquel 3% de indecisos. El primer debate, que todos coinciden en que Romney ganó, le ha abierto una ventana. Obama tiene dos debates más por delante para cerrársela en las narices.
John Carlin
Washington, El País
La mayoría de los estadounidenses que vieron el primero de la serie de tres debates presidenciales el miércoles entre Barack Obama y Mitt Romney lo hicieron como si estuvieran presenciando un partido de béisbol. O, mejor, un combate de boxeo. En el sentido de que ya sabían por quién iban a votar y lo que les interesaba era ver si su candidato preferido sería capaz de dar un golpe KO o, si no, de ganar por puntos. Solo una pequeña minoría no se ha decidido todavía y ellos —siguiendo con la metáfora pugilística— son los verdaderos jueces de la contienda; ellos fueron la reducida audiencia a la que los dos contrincantes principalmente se dirigían.
Lo confirmaron el día después del debate los expertos de The New York Times. Citando la encuesta más reciente hecha para el respetable Cooperative Campaign Analysis Project (Proyecto de Análisis de Campaña Cooperativa), el diario señaló que apenas el 3% de los votantes en las elecciones del 6 de noviembre todavía no saben por quién se inclinarán. Un 3%, por cierto, que los estudiosos en el tema identifican como gente poco interesada en la política.
Entonces, ¿qué respuestas buscan los indecisos que se toman la molestia de encender el televisor para ver un debate presidencial? ¿Qué oyen? Quizá no mucho. El reportero Jack Shafer, veterano de Washington, escribió esta semana en Reuters.com que “la mejor… forma de ver los debates presidenciales es con el sonido apagado”. Quizá exageraba un poco pero lo que venía a decir era que no solo los indecisos sino un alto porcentaje de los telespectadores que ya saben por quién van a votar no presta atención, en primer lugar, al torrente de estadísticas económicas que los candidatos suelen presentar (como decididamente fue el caso en el debate del miércoles) ni a sus detallados argumentos para resolver los problemas de la salud pública. Más impacto tiene el mensaje subliminal que les transmite el lenguaje corporal de los candidatos, cómo gesticulan, cómo y cuánto y cuándo sonríen, incluso cómo se visten.
Esto no significa ni frivolizar ni restarle importancia al impacto que tiene la situación económica en un resultado electoral estadounidense. (“Es la economía, ¡estúpido!”, como decían los asesores de Bill Clinton en la campaña presidencial de 1994). La política exterior también puede tener su peso, pero bastante menos. Dato revelador: solo el 30% de los estadounidenses poseen pasaportes (contra el 60% de los europeos occidentales). En condiciones como las actuales en las que no existe un claro consenso sobre la culpa que tiene el presidente de los problemas económicos y en las que tampoco hay una crisis en el extranjero que concentre la atención del electorado, la percepción que tiene el público de las personalidades de los candidatos cobra especial relevancia.
Cuando yo era corresponsal en Washington en los años noventa un amigo periodista me explicó el secreto para saber quién iba a ganar una elección presidencial: el que se parezca más a un presentador de programas de concurso en televisión será el vencedor. El amigo pecó de un exceso de cinismo. La gente no es tan superficial. Pero no iba del todo por mal camino. Si uno se fija en las últimas nueve elecciones estadounidenses, después de Richard Nixon, verá que en todos los casos, salvo uno, ganó el que mejor interpretaría el papel al que se refería mi amigo. El granjero sureño Jimmy Carter al torpe Gerald Ford; el actor campechano Ronald Reagan a Carter; Reagan al frío Walter Mondale; el campeón Bill Clinton al estirado George Bush padre; Clinton al duro Bob Dole; el simpaticorro George Bush hijo al pomposo Al Gore; Bush hijo al tieso John Kerry; el carismático Barack Obama al desatinado John McCain. La excepción fue la victoria de Bush padre sobre el concienzudo y ameno Michael Dukakis, que cometió el pecado mortal para un candidato a la Casa Blanca de oponerse a la pena de muerte.
Como se ha comentado muchas veces, lo que los votantes quieren es un presidente con el que se sentirían cómodos tomando una cerveza en el salón de sus casas. (O, en el caso del mormón Romney, un vaso de agua, ya que su religión prohíbe hasta el té). Más importante aún que ser el chico más listo de la clase es caer bien, saber conectar con la gente, sea lista o no, sea rica o pobre, blanca o negra. Clinton fue un político campeón porque, como nadie en la historia reciente, combinaba la brillantez intelectual con una fina sensibilidad populista.
El caso de Carter y Reagan fue especialmente instructivo. Carter fue un presidente sumamente inteligente. En los debates que tuvo con el viejo cowboy hollywoodense no hubo la más mínima duda de cuál de los dos dominaba mejor los detalles de la economía o de la Guerra Fría. Pero el momento que más se recuerda de aquellos debates de 1980 fue cuando Carter estaba en plan didáctico profesoral y Reagan le respondió, con una amplia sonrisa, “There you go again…” —“Otra vez lo mismo…”—. En ese momento Reagan se posicionó del lado de la mayoría de los telespectadores y ellos —muchos seguramente soltando carcajadas— se identificaron con él. Como escribió el legendario columnista James Reston sobre Reagan en aquella época: “La gente le quiere porque es como ellos: afable y más interesado en las personas que en los hechos”.
Obama no es Reagan, ni Clinton. Es más distante. Posee un aire intelectual que incomoda a muchos estadounidenses. Su gran suerte, y la mala suerte de la que se lamentan muchos militantes y simpatizantes republicanos, es que no tiene en su contra a un Reagan, o a un Clinton. Romney proyecta una personalidad robótica; es, de pies a cabeza, un multimillonario director de empresa, un miembro de la élite que intenta reconvertirse, manifiestamente contra natura, en un candidato popular. Gran parte de su reto ahora es lograr a tiempo el cambio de imagen que necesita entre aquel 3% de indecisos. El primer debate, que todos coinciden en que Romney ganó, le ha abierto una ventana. Obama tiene dos debates más por delante para cerrársela en las narices.