ANÁLISIS / El canal se ensancha, las islas se alejan
Ahora apenas hay políticos británicos que se atrevan a defender a la Unión en serio
Walter Oppenheimer, El País
El canal se ensancha. La distancia que separa a la Europa continental de las islas británicas va aumentando de forma lenta pero constante. En los años ochenta y gran parte de los noventa el desamor estalló de forma abrupta y teatral con el cheque de Margaret Thatcher y las vacas locas de John Major. Cuando en 1997 llegaron Tony Blair y Gordon Brown, el alejamiento se hizo menos perceptible. Pero nunca paró.
Cambiaron las formas, pero mucho menos el fondo, aunque Blair adoptó el capítulo social de Maastricht y hasta por un momento pareció que se atrevería a proponer el ingreso de la libra en el euro.
Se lo impidió Brown. Más por razones personales (dominar a Blair) que por creer que la libra estaba mejor fuera que dentro. Aunque nunca llegó a creer que estaría mejor dentro que fuera.
Poco a poco, los laboristas se han ido acercando al euroescepticismo. No es que lo sean. O no por completo. Pero cada vez lo son más. Pasa lo mismo en Alemania, en Francia y, desde luego, también en España. Pero hay diferencias. Primero, en esos países las dudas nacen en recelos concretos (los costes, en el caso alemán; la pérdida de los viejos privilegios, sociales o nacionales, en el francés; el sentimiento de humillación y castigo, en el caso español). En Gran Bretaña, el recelo es intuitivo, interior: nada al otro lado del canal puede ser mejor que aquí.
Segundo, y capital, en Alemania, Francia y España casi todos llegaron a creer en Europa. En Gran Bretaña, eso no ha pasado nunca. Siempre ha habido dudas en una porción enorme de la población y de la clase política. El ingreso, en 1973, llegó con un conservador, Edward Heath, y pese a la hostilidad de los sindicatos y muchos laboristas.
Ahora apenas hay político británico que se atreva a defender a la UE en serio. Ni siquiera los liberales-demócratas. Al alinearse con la derecha tory y defender que se recorten los fondos europeos, en contradicción con lo que demandan con el gasto público nacional, los laboristas parecen a punto de cruzar la línea roja que separa a los que están a favor y los que están en contra de la UE.
Con todo, aún están muy lejos de la eurofobia que reina en el Partido Conservador. Al menos en tiempos de Thatcher y Major el partido estaba dividido: aún había proeuropeos que se atrevían a presentarse como tales. Hoy, ni el casi incombustible Ken Clarke parece tener fuerzas para hacerlo.
No se trata solo de retórica: el movimiento antieuropeo se demuestra andando y David Cameron anda más deprisa de lo que parece. Es verdad que se opone de forma feroz a convocar un referéndum sobre la permanencia en la UE y que ha suavizado sus exigencias de repatriar ciertos poderes. Pero ha sacado a los tories del Partido Popular Europeo, se quedó fuera del Tratado de Estabilidad Financiera, amenaza con vetar los presupuestos europeos en noviembre y a utilizarlo también para defender los intereses de la City. Pero, sobre todo, ha anunciado su voluntad de abandonar en bloque la política europea de cooperación policial y de Justicia.
Es una decisión de hondísimo calado, que los servicios de seguridad y la judicatura ven con recelo pero que encanta a los tabloides y a los sectores más antieuropeos. Es también una decisión que va a tener que ir precedida de una ardua negociación con Bruselas y con los socios europeos más próximos porque el opt-out que tiene Reino Unido le obliga a dejar ese capítulo en bloque pero quiere mantenerse en muchas políticas concretas. Es la primera aplicación seria de la Europa a la carta. Esa que acabará llevando a las islas británicas más lejos que nunca del continente.
Walter Oppenheimer, El País
El canal se ensancha. La distancia que separa a la Europa continental de las islas británicas va aumentando de forma lenta pero constante. En los años ochenta y gran parte de los noventa el desamor estalló de forma abrupta y teatral con el cheque de Margaret Thatcher y las vacas locas de John Major. Cuando en 1997 llegaron Tony Blair y Gordon Brown, el alejamiento se hizo menos perceptible. Pero nunca paró.
Cambiaron las formas, pero mucho menos el fondo, aunque Blair adoptó el capítulo social de Maastricht y hasta por un momento pareció que se atrevería a proponer el ingreso de la libra en el euro.
Se lo impidió Brown. Más por razones personales (dominar a Blair) que por creer que la libra estaba mejor fuera que dentro. Aunque nunca llegó a creer que estaría mejor dentro que fuera.
Poco a poco, los laboristas se han ido acercando al euroescepticismo. No es que lo sean. O no por completo. Pero cada vez lo son más. Pasa lo mismo en Alemania, en Francia y, desde luego, también en España. Pero hay diferencias. Primero, en esos países las dudas nacen en recelos concretos (los costes, en el caso alemán; la pérdida de los viejos privilegios, sociales o nacionales, en el francés; el sentimiento de humillación y castigo, en el caso español). En Gran Bretaña, el recelo es intuitivo, interior: nada al otro lado del canal puede ser mejor que aquí.
Segundo, y capital, en Alemania, Francia y España casi todos llegaron a creer en Europa. En Gran Bretaña, eso no ha pasado nunca. Siempre ha habido dudas en una porción enorme de la población y de la clase política. El ingreso, en 1973, llegó con un conservador, Edward Heath, y pese a la hostilidad de los sindicatos y muchos laboristas.
Ahora apenas hay político británico que se atreva a defender a la UE en serio. Ni siquiera los liberales-demócratas. Al alinearse con la derecha tory y defender que se recorten los fondos europeos, en contradicción con lo que demandan con el gasto público nacional, los laboristas parecen a punto de cruzar la línea roja que separa a los que están a favor y los que están en contra de la UE.
Con todo, aún están muy lejos de la eurofobia que reina en el Partido Conservador. Al menos en tiempos de Thatcher y Major el partido estaba dividido: aún había proeuropeos que se atrevían a presentarse como tales. Hoy, ni el casi incombustible Ken Clarke parece tener fuerzas para hacerlo.
No se trata solo de retórica: el movimiento antieuropeo se demuestra andando y David Cameron anda más deprisa de lo que parece. Es verdad que se opone de forma feroz a convocar un referéndum sobre la permanencia en la UE y que ha suavizado sus exigencias de repatriar ciertos poderes. Pero ha sacado a los tories del Partido Popular Europeo, se quedó fuera del Tratado de Estabilidad Financiera, amenaza con vetar los presupuestos europeos en noviembre y a utilizarlo también para defender los intereses de la City. Pero, sobre todo, ha anunciado su voluntad de abandonar en bloque la política europea de cooperación policial y de Justicia.
Es una decisión de hondísimo calado, que los servicios de seguridad y la judicatura ven con recelo pero que encanta a los tabloides y a los sectores más antieuropeos. Es también una decisión que va a tener que ir precedida de una ardua negociación con Bruselas y con los socios europeos más próximos porque el opt-out que tiene Reino Unido le obliga a dejar ese capítulo en bloque pero quiere mantenerse en muchas políticas concretas. Es la primera aplicación seria de la Europa a la carta. Esa que acabará llevando a las islas británicas más lejos que nunca del continente.