Túnez se convierte en laboratorio de los islamistas árabes
El pequeño país norteafricano enfrenta a las corrientes rigorista y progresista de la fe de Mahoma en la búsqueda de un nuevo modelo que sirva para 300 millones de ciudadanos
Georgina Higueras
Túnez, El País
A menos de dos años de la revolución que acabó con casi tres décadas de dictadura de Zine el Abidine Ben Ali y a menos de uno de las elecciones libres que instalaron en Túnez un Gobierno encabezado por el partido islamista moderado Ennahda, el pequeño país norteafricano vive uno de los momentos más críticos de su nueva andadura democrática. “¿Quieres una cerveza?, vamos al bar. ¿Quieres rezar?, la mezquita está abierta. Estamos en Túnez y respetamos la libertad de cada uno”, afirma Walid Ben Said, de 32 años, al rechazar con rotundidad el incendio de la Embajada y la escuela norteamericanas por yihadistas que protestaban, el pasado 14 de septiembre, contra una película que insulta a Mahoma y que fue realizada en Estados Unidos.
Walid explica orgulloso que pertenece a la quinta generación de propietarios del Café de las Esteras, uno de los lugares más emblemáticos del pintoresco pueblo de Sidi Busaid, a una veintena de kilómetros al norte de la capital. “Somos un país abierto, acogedor y pacífico; de cultura mediterránea ligada a Europa. Túnez no tiene nada que ver con esos extremistas que financian las monarquías del Golfo”, dice.
El 98% de los 10,7 millones de tunecinos profesa la fe de Mahoma, pero la dictadura, estrecha aliada de EE UU, reprimió con dureza cualquier intento de los islamistas de ejercer su influencia sobre la población. Tras la llamada “revolución del jazmín”, que en enero de 2011 forzó la salida de Ben Ali hacia el exilio en Arabia Saudí, el primer cambio palpable en el país fue la salida del islam de su refugio en las mezquitas. Apareció entonces un salafismo militante —la corriente ultraortodoxa que defiende la vuelta de la religión a los tiempos del profeta (575-632)— que pretende la instauración en Túnez de un nuevo califato.
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“Nuestra prioridad no es la islamización del país ni del Estado. Túnez tiene unas raíces muy marcadas de modernización y progreso, que no vamos a encontrar en las monarquías del Golfo. Ese modelo no nos sirve”, declara Ajmi Lurimi, miembro de la ejecutiva de Ennahda. Lurimi, de 52 años de los que 17 los pasó en las cárceles de Ben Ali, sostiene que “el triunfo de la democracia en Túnez supone un reto para esos Gobiernos”.
Pero es la democracia lo que estos días parece estar en la cuerda floja. Personas que votaron a Ennahda convencidas de que era el partido que mejor lucharía contra el nepotismo y la corrupción del antiguo régimen temen ahora que se alíe con los salafistas para imponer una dictadura islamista.
Analistas y politólogos coinciden en que Túnez se ha convertido en el laboratorio de experimentación de los islamistas árabes. El país que alumbró la primavera árabe es visto con esperanza por quienes creen que también puede dar forma al primer modelo político democrático y de convivencia entre las distintas etnias y religiones de los 300 millones de árabes. Otros, sin embargo, temen que el proselitismo wahabí y el dinero —tan necesario en un país en crisis económica y en pleno proceso de transición— de Arabia Saudí y de Catar terminen por imponer en el norte de África un modelo extraño a la tradición islamista sufí —más tolerante— y dé al traste con las ilusiones de los millones de jóvenes que se levantaron contra los dictadores para vivir con mayor dignidad y tener voz con la que construir la democracia en sus países.
Para Lurimi, “lo más paradójico es que los salafistas, que claman contra la política de Estados Unidos, sean financiados por Arabia Saudí y Catar, que sirven los intereses de Washington”. Este dirigente de Ennahda —que esquiva reconocer que su partido también recibe apoyo económico y financiero de Riad y Doha— señala que esos países no quieren que triunfe el sistema “democrático, pacífico y de desarrollo” que se ha instalado en Túnez. “Nosotros no pretendemos exportar nuestro modelo a ningún país, pero tampoco permitiremos que nos pongan freno”, asegura.
Sin embargo, muchos tunecinos consideran que el Ejecutivo de Ennahda es débil y consiente la embestida salafista, lo que está poniendo en riesgo las libertades y los logros de la revolución. Para la oposición, e incluso para el partido de centroizquierda Ettakatol, miembro de la coalición gobernante, los disturbios del viernes 14, en los que murieron cuatro personas, “son inadmisibles” y exigen la destitución del ministro del Interior, Ali Larayed, y la detención de los implicados en los asaltos de la escuela y la sede diplomática de EE UU, incluidos los cabecillas.
No será fácil. El lunes 17, Abu Iyad, en búsqueda y captura por la policía tunecina como jefe de uno de los grupos salafistas que organizó el ataque y al que se atribuyen vínculos con Al Qaeda, acudió a la mezquita de Fata —situada en el centro de la capital— para leer un comunicado en el que exculpaba a sus militantes de los disturbios y exigía la dimisión del ministro del Interior por los fallos en la seguridad de una “manifestación pacífica” y por no ser capaz de “salvar la vida del pueblo musulmán”.
Cuando se hizo público que Abu Iyad retaría al Gobierno pronunciando un discurso en la mezquita de Fata, decenas de policías y agentes antidisturbios rodearon el edificio para capturarle. Pero las calles circundantes se llenaron de centenares de seguidores de Abu Iyad, líder del grupo Ansar al Sharia (Defensores de la ley islámica), cuyo verdadero nombre es Seif Alá Ben Husein, y una hora después los policías levantaron el cerco y el dirigente salafista pudo escapar entre los gritos enfervorecidos de “Alá es grande”.
Según Lurimi, lo fundamental era evitar un baño de sangre. Pero fue el segundo intento fallido de capturarle. El Gobierno reconoció que a última hora del viernes, cuando aún no se había extinguido el incendio de la escuela americana, la policía fue a la vivienda de Abu Iyad pero no pudo encontrarle. “Antes o después vamos a arrestarle y llevarle ante la justicia. Vamos a detener a todos aquellos que por sus acciones violentas, no por sus ideas, supongan un peligro para el pueblo tunecino”, añade Lurimi.
“Es una nueva cesión del Gobierno ante los salafistas. Es inadmisible. Esta barbarie procede de marzo pasado cuando el Gobierno se cruzó de brazos después de que unos salafistas retiraran la bandera de Túnez que ondeaba en la sede de la Universidad para sustituirla por la enseña negra en la que destaca la alabanza a Alá. Fue un error imperdonable por el que los salafistas entendieron que están por encima de la ley y que gozan de inmunidad total”, señala Moez Buraui, presidente de ATIDE (Asociación Tunecina por la Integridad y la Democracia de las Elecciones).
El viernes 14, el grupo que logró romper la barrera de seguridad y penetrar en la zona de aparcamiento de la Embajada norteamericana, donde ardieron más de medio centenar de vehículos, también consiguió que ondeara en esa sede diplomática la bandera salafista, después de arriar la de las barras y estrellas para prenderle fuego.
Hasta el momento, hay casi un centenar de detenidos, incluido Mohamed Bajti, otro de los cabecillas. Además, las fuertes medidas de seguridad tomadas por el Gobierno, con el despliegue del Ejército en torno a varias embajadas europeas y la prohibición de manifestaciones, impidieron que hubiera nuevos disturbios el pasado viernes. Los salafistas habían convocado nuevas marchas tras la publicación por el semanario satírico francés Charlie Hebdo de unas caricaturas de Mahoma.
La mayoría de los tunecinos vio con estupefacción la quema de las dependencias estadounidenses. Para muchos marcó el punto de inflexión en su tolerancia hacia un Gobierno, que ha permitido a los salafistas que campen por sus respetos e impongan su ley. En los últimos meses, grupos de radicales han atacado exposiciones de arte, teatros, cines y a multitud de mujeres por no vestirse de acuerdo a las estrictas normas islamistas o por no cubrirse la cabeza con el hiyab, el velo o pañuelo islámico. “Es una vergüenza. En nombre del islam y para defender al profeta de una infame película no se puede robar, saquear y quemar, porque esto viola los valores del islam”, clama el presidente de ATIDE, que exige la dimisión del ministro del Interior y la detención de los culpables. “De lo contrario, será una traición a los principios de la revolución”.
Ennahda, el partido sobre el que recaen la mayoría de las críticas, se defiende: “La ira desatada por la película [Inocencia de los musulmanes] sobrepasó las expectativas de los servicios de seguridad”. Pero lo que para Lurimi es más significativo es que “el incidente ha puesto de manifiesto la impopularidad de la política estadounidense, que muchos tunecinos ven como parcial y hegemónica hacia los árabes”.
Quiera o no quiera el Gobierno tunecino exportar su modelo, a nadie se le escapa que todo el norte de África está ya pendiente del éxito del proceso de democratización de Túnez porque sería el primer país árabe que ha sido capaz de salir por sus propios medios de la senda nacionalista y antiislámica que le marcaron los antiguos colonizadores. Será el inicio de una segunda independencia que, al igual que la primera oleada de descolonizaciones de la segunda mitad del siglo XX, puede extenderse por todo el mundo árabe, empezando por los países que han sido capaces de derrocar a sus dictadores: Túnez, Egipto y Libia, en el norte de África, y Yemen, en Asia.
Hasta el momento, solo un país ha sido capaz de demostrar que islam y democracia pueden ir de la mano: Turquía, pero los turcos no son árabes y lo que esperan los sectores más avanzados de los 300 millones de árabes es que en uno de sus 22 Estados germine la semilla de la democracia y la modernización, de manera que ese país sirva de modelo al mundo árabe.
Georgina Higueras
Túnez, El País
A menos de dos años de la revolución que acabó con casi tres décadas de dictadura de Zine el Abidine Ben Ali y a menos de uno de las elecciones libres que instalaron en Túnez un Gobierno encabezado por el partido islamista moderado Ennahda, el pequeño país norteafricano vive uno de los momentos más críticos de su nueva andadura democrática. “¿Quieres una cerveza?, vamos al bar. ¿Quieres rezar?, la mezquita está abierta. Estamos en Túnez y respetamos la libertad de cada uno”, afirma Walid Ben Said, de 32 años, al rechazar con rotundidad el incendio de la Embajada y la escuela norteamericanas por yihadistas que protestaban, el pasado 14 de septiembre, contra una película que insulta a Mahoma y que fue realizada en Estados Unidos.
Walid explica orgulloso que pertenece a la quinta generación de propietarios del Café de las Esteras, uno de los lugares más emblemáticos del pintoresco pueblo de Sidi Busaid, a una veintena de kilómetros al norte de la capital. “Somos un país abierto, acogedor y pacífico; de cultura mediterránea ligada a Europa. Túnez no tiene nada que ver con esos extremistas que financian las monarquías del Golfo”, dice.
El 98% de los 10,7 millones de tunecinos profesa la fe de Mahoma, pero la dictadura, estrecha aliada de EE UU, reprimió con dureza cualquier intento de los islamistas de ejercer su influencia sobre la población. Tras la llamada “revolución del jazmín”, que en enero de 2011 forzó la salida de Ben Ali hacia el exilio en Arabia Saudí, el primer cambio palpable en el país fue la salida del islam de su refugio en las mezquitas. Apareció entonces un salafismo militante —la corriente ultraortodoxa que defiende la vuelta de la religión a los tiempos del profeta (575-632)— que pretende la instauración en Túnez de un nuevo califato.
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La revuelta popular en Túnez fuerza la salida de Ben Ali
Los islamistas dominan el primer Gobierno democrático de Túnez
Los islamistas ganan las elecciones en Túnez con más del 40% de los votos
“Nuestra prioridad no es la islamización del país ni del Estado. Túnez tiene unas raíces muy marcadas de modernización y progreso, que no vamos a encontrar en las monarquías del Golfo. Ese modelo no nos sirve”, declara Ajmi Lurimi, miembro de la ejecutiva de Ennahda. Lurimi, de 52 años de los que 17 los pasó en las cárceles de Ben Ali, sostiene que “el triunfo de la democracia en Túnez supone un reto para esos Gobiernos”.
Pero es la democracia lo que estos días parece estar en la cuerda floja. Personas que votaron a Ennahda convencidas de que era el partido que mejor lucharía contra el nepotismo y la corrupción del antiguo régimen temen ahora que se alíe con los salafistas para imponer una dictadura islamista.
Analistas y politólogos coinciden en que Túnez se ha convertido en el laboratorio de experimentación de los islamistas árabes. El país que alumbró la primavera árabe es visto con esperanza por quienes creen que también puede dar forma al primer modelo político democrático y de convivencia entre las distintas etnias y religiones de los 300 millones de árabes. Otros, sin embargo, temen que el proselitismo wahabí y el dinero —tan necesario en un país en crisis económica y en pleno proceso de transición— de Arabia Saudí y de Catar terminen por imponer en el norte de África un modelo extraño a la tradición islamista sufí —más tolerante— y dé al traste con las ilusiones de los millones de jóvenes que se levantaron contra los dictadores para vivir con mayor dignidad y tener voz con la que construir la democracia en sus países.
Para Lurimi, “lo más paradójico es que los salafistas, que claman contra la política de Estados Unidos, sean financiados por Arabia Saudí y Catar, que sirven los intereses de Washington”. Este dirigente de Ennahda —que esquiva reconocer que su partido también recibe apoyo económico y financiero de Riad y Doha— señala que esos países no quieren que triunfe el sistema “democrático, pacífico y de desarrollo” que se ha instalado en Túnez. “Nosotros no pretendemos exportar nuestro modelo a ningún país, pero tampoco permitiremos que nos pongan freno”, asegura.
Sin embargo, muchos tunecinos consideran que el Ejecutivo de Ennahda es débil y consiente la embestida salafista, lo que está poniendo en riesgo las libertades y los logros de la revolución. Para la oposición, e incluso para el partido de centroizquierda Ettakatol, miembro de la coalición gobernante, los disturbios del viernes 14, en los que murieron cuatro personas, “son inadmisibles” y exigen la destitución del ministro del Interior, Ali Larayed, y la detención de los implicados en los asaltos de la escuela y la sede diplomática de EE UU, incluidos los cabecillas.
No será fácil. El lunes 17, Abu Iyad, en búsqueda y captura por la policía tunecina como jefe de uno de los grupos salafistas que organizó el ataque y al que se atribuyen vínculos con Al Qaeda, acudió a la mezquita de Fata —situada en el centro de la capital— para leer un comunicado en el que exculpaba a sus militantes de los disturbios y exigía la dimisión del ministro del Interior por los fallos en la seguridad de una “manifestación pacífica” y por no ser capaz de “salvar la vida del pueblo musulmán”.
Cuando se hizo público que Abu Iyad retaría al Gobierno pronunciando un discurso en la mezquita de Fata, decenas de policías y agentes antidisturbios rodearon el edificio para capturarle. Pero las calles circundantes se llenaron de centenares de seguidores de Abu Iyad, líder del grupo Ansar al Sharia (Defensores de la ley islámica), cuyo verdadero nombre es Seif Alá Ben Husein, y una hora después los policías levantaron el cerco y el dirigente salafista pudo escapar entre los gritos enfervorecidos de “Alá es grande”.
Según Lurimi, lo fundamental era evitar un baño de sangre. Pero fue el segundo intento fallido de capturarle. El Gobierno reconoció que a última hora del viernes, cuando aún no se había extinguido el incendio de la escuela americana, la policía fue a la vivienda de Abu Iyad pero no pudo encontrarle. “Antes o después vamos a arrestarle y llevarle ante la justicia. Vamos a detener a todos aquellos que por sus acciones violentas, no por sus ideas, supongan un peligro para el pueblo tunecino”, añade Lurimi.
“Es una nueva cesión del Gobierno ante los salafistas. Es inadmisible. Esta barbarie procede de marzo pasado cuando el Gobierno se cruzó de brazos después de que unos salafistas retiraran la bandera de Túnez que ondeaba en la sede de la Universidad para sustituirla por la enseña negra en la que destaca la alabanza a Alá. Fue un error imperdonable por el que los salafistas entendieron que están por encima de la ley y que gozan de inmunidad total”, señala Moez Buraui, presidente de ATIDE (Asociación Tunecina por la Integridad y la Democracia de las Elecciones).
El viernes 14, el grupo que logró romper la barrera de seguridad y penetrar en la zona de aparcamiento de la Embajada norteamericana, donde ardieron más de medio centenar de vehículos, también consiguió que ondeara en esa sede diplomática la bandera salafista, después de arriar la de las barras y estrellas para prenderle fuego.
Hasta el momento, hay casi un centenar de detenidos, incluido Mohamed Bajti, otro de los cabecillas. Además, las fuertes medidas de seguridad tomadas por el Gobierno, con el despliegue del Ejército en torno a varias embajadas europeas y la prohibición de manifestaciones, impidieron que hubiera nuevos disturbios el pasado viernes. Los salafistas habían convocado nuevas marchas tras la publicación por el semanario satírico francés Charlie Hebdo de unas caricaturas de Mahoma.
La mayoría de los tunecinos vio con estupefacción la quema de las dependencias estadounidenses. Para muchos marcó el punto de inflexión en su tolerancia hacia un Gobierno, que ha permitido a los salafistas que campen por sus respetos e impongan su ley. En los últimos meses, grupos de radicales han atacado exposiciones de arte, teatros, cines y a multitud de mujeres por no vestirse de acuerdo a las estrictas normas islamistas o por no cubrirse la cabeza con el hiyab, el velo o pañuelo islámico. “Es una vergüenza. En nombre del islam y para defender al profeta de una infame película no se puede robar, saquear y quemar, porque esto viola los valores del islam”, clama el presidente de ATIDE, que exige la dimisión del ministro del Interior y la detención de los culpables. “De lo contrario, será una traición a los principios de la revolución”.
Ennahda, el partido sobre el que recaen la mayoría de las críticas, se defiende: “La ira desatada por la película [Inocencia de los musulmanes] sobrepasó las expectativas de los servicios de seguridad”. Pero lo que para Lurimi es más significativo es que “el incidente ha puesto de manifiesto la impopularidad de la política estadounidense, que muchos tunecinos ven como parcial y hegemónica hacia los árabes”.
Quiera o no quiera el Gobierno tunecino exportar su modelo, a nadie se le escapa que todo el norte de África está ya pendiente del éxito del proceso de democratización de Túnez porque sería el primer país árabe que ha sido capaz de salir por sus propios medios de la senda nacionalista y antiislámica que le marcaron los antiguos colonizadores. Será el inicio de una segunda independencia que, al igual que la primera oleada de descolonizaciones de la segunda mitad del siglo XX, puede extenderse por todo el mundo árabe, empezando por los países que han sido capaces de derrocar a sus dictadores: Túnez, Egipto y Libia, en el norte de África, y Yemen, en Asia.
Hasta el momento, solo un país ha sido capaz de demostrar que islam y democracia pueden ir de la mano: Turquía, pero los turcos no son árabes y lo que esperan los sectores más avanzados de los 300 millones de árabes es que en uno de sus 22 Estados germine la semilla de la democracia y la modernización, de manera que ese país sirva de modelo al mundo árabe.