ANÁLISIS / Ya cumple condena
Assange se convierte en un instrumento. Correa, en el instrumentista
Miguel Ángel
Bastenier, El País
La feroz impetuosidad de Rafael Correa y la interpretación británica del derecho internacional podrían haber condenado a prisión indefinida a Julian Assange en las escuetas dependencias de la Embajada ecuatoriana en Londres; a un tiro de piedra de Harrods, para que el fundador de Wikileaks vea lo que se pierde.
Este es un conflicto de tres actores y un cuarto en compás de espera: Ecuador que ha dado asilo a Assange; Gran Bretaña que asegura que la extradición a Suecia del anarquista digital prevalece sobre los usos diplomáticos; la Justicia sueca que lo quiere juzgar acusado de delitos sexuales; y Estados Unidos que lo haría si pudiera por violación de secretos de Estado. Y la Revolución Ciudadana del presidente ecuatoriano es de todos ellos el factor desencadenante de una creciente tensión internacional, que sorprende en un país al que se suponía alejado de esas preocupaciones mundiales.
Correa inaugura su mandato en 2006, logra que se apruebe en 2008 una Constitución que aloja cómodamente eventuales arranques autoritarios, y es reelegido en 2009 con el propósito de reinventar un país, que hasta entonces había sido fuertemente inestable, caciquil y oligárquico. El presidente, doctor en Economía, formado en Bélgica y Estados Unidos —y por ello nada que ver con sus autodidactas aliados Hugo Chávez en Venezuela y Evo Morales en Bolivia— ha liquidado en seis años de gobierno a la vieja clase política, hasta el extremo de que en las presidenciales de febrero de 2013 lo más parecido a la oposición es una amalgama de izquierdistas escindidos de su propio partido, Alianza País.
A favor de ingresos petroleros que han ascendido a más de 60.000 millones de euros en los últimos seis años, ha reducido las disparidades económicas, en especial con un Bono de Desarrollo Humano que cubre a un 40% del país, y es intachablemente sincero cuando propugna un Ecuador igualitario, jacobino, moderno y si le dejan, occidental, ajeno a cualquier recuperación de la noche precolombina de los tiempos. Pero la extrema consunción de los partidos ha entregado a la Prensa el regalo envenenado de convertirse en una oposición a la que Correa percibe como el enemigo a batir, si quiere llevar a término un proyecto no dictatorial pero sí hegemónico, que el politólogo Guillermo O’Donnell califica de “democracia delegativa”.
Los ataques y limitaciones de la libertad de expresión, la misma que dice defender con el asilo a Assange, se han sucedido en el estilo truculento que le caracteriza. Un día se exhibe quemando un diario en Quito; otro prohíbe que se dé publicidad oficial a la prensa privada, o a funcionarios y ministros que hagan declaraciones a “los medios mercantilistas”, propiedad de “seis familias”; y, a la Chávez, cuando le parece oportuno obliga a emitir en cadena sus peroratas o enarbola en TV fotos de periodistas críticos como si fueran los wanted de una película del Oeste. Tiene, finalmente, un concepto tan radical de lo que puede ser injuria o calumnia contra su persona, que en los últimos cuatro años ha demandado a 25 políticos, periodistas e instituciones, entre ellos el diario El Universo, condenado a pagar una multa de 30 millones de euros.
Ese proyecto de vaciamiento de los cuerpos sociales se asienta sobre dos grandes patas: la reforma de la Justicia, que apunta a crear una nueva judicatura dócil al poder, y una ley de Comunicación, coronada por un ente regulador y un reparto de frecuencias que romperían en favor del gobernante el precario equilibrio que aún se mantiene porque al presidente le faltan los escaños necesarios para aprobarla en el Senado.
Correa está librando lo que considera una guerra al privilegio, que teme perder si se atiene a la panoplia de medios de acción que contempla la democracia occidental. Y en esa embriaguez de sí mismo ve súbitamente una utilidad en Assange, tanto para competir con Chávez en la carrera por la celebridad universal, como para valerse de ella para redondear su victoria en las presidenciales. El hacker australiano sería, así, el instrumento y Correa el instrumentista. Su teoría del Estado se resume en una idea: el voto todo lo puede, y la independencia de los poderes es solo una cosmética para democracias exhaustas. El Bien Común lo define exclusivamente el elegido del pueblo y Assange, condenado a prisión en Hans Crescent, Knightsbridge, Londres, es una jugada política en defensa de la libertad de expresión pero únicamente la del prójimo; lejos del país del medio del mundo.
Miguel Ángel
Bastenier, El País
La feroz impetuosidad de Rafael Correa y la interpretación británica del derecho internacional podrían haber condenado a prisión indefinida a Julian Assange en las escuetas dependencias de la Embajada ecuatoriana en Londres; a un tiro de piedra de Harrods, para que el fundador de Wikileaks vea lo que se pierde.
Este es un conflicto de tres actores y un cuarto en compás de espera: Ecuador que ha dado asilo a Assange; Gran Bretaña que asegura que la extradición a Suecia del anarquista digital prevalece sobre los usos diplomáticos; la Justicia sueca que lo quiere juzgar acusado de delitos sexuales; y Estados Unidos que lo haría si pudiera por violación de secretos de Estado. Y la Revolución Ciudadana del presidente ecuatoriano es de todos ellos el factor desencadenante de una creciente tensión internacional, que sorprende en un país al que se suponía alejado de esas preocupaciones mundiales.
Correa inaugura su mandato en 2006, logra que se apruebe en 2008 una Constitución que aloja cómodamente eventuales arranques autoritarios, y es reelegido en 2009 con el propósito de reinventar un país, que hasta entonces había sido fuertemente inestable, caciquil y oligárquico. El presidente, doctor en Economía, formado en Bélgica y Estados Unidos —y por ello nada que ver con sus autodidactas aliados Hugo Chávez en Venezuela y Evo Morales en Bolivia— ha liquidado en seis años de gobierno a la vieja clase política, hasta el extremo de que en las presidenciales de febrero de 2013 lo más parecido a la oposición es una amalgama de izquierdistas escindidos de su propio partido, Alianza País.
A favor de ingresos petroleros que han ascendido a más de 60.000 millones de euros en los últimos seis años, ha reducido las disparidades económicas, en especial con un Bono de Desarrollo Humano que cubre a un 40% del país, y es intachablemente sincero cuando propugna un Ecuador igualitario, jacobino, moderno y si le dejan, occidental, ajeno a cualquier recuperación de la noche precolombina de los tiempos. Pero la extrema consunción de los partidos ha entregado a la Prensa el regalo envenenado de convertirse en una oposición a la que Correa percibe como el enemigo a batir, si quiere llevar a término un proyecto no dictatorial pero sí hegemónico, que el politólogo Guillermo O’Donnell califica de “democracia delegativa”.
Los ataques y limitaciones de la libertad de expresión, la misma que dice defender con el asilo a Assange, se han sucedido en el estilo truculento que le caracteriza. Un día se exhibe quemando un diario en Quito; otro prohíbe que se dé publicidad oficial a la prensa privada, o a funcionarios y ministros que hagan declaraciones a “los medios mercantilistas”, propiedad de “seis familias”; y, a la Chávez, cuando le parece oportuno obliga a emitir en cadena sus peroratas o enarbola en TV fotos de periodistas críticos como si fueran los wanted de una película del Oeste. Tiene, finalmente, un concepto tan radical de lo que puede ser injuria o calumnia contra su persona, que en los últimos cuatro años ha demandado a 25 políticos, periodistas e instituciones, entre ellos el diario El Universo, condenado a pagar una multa de 30 millones de euros.
Ese proyecto de vaciamiento de los cuerpos sociales se asienta sobre dos grandes patas: la reforma de la Justicia, que apunta a crear una nueva judicatura dócil al poder, y una ley de Comunicación, coronada por un ente regulador y un reparto de frecuencias que romperían en favor del gobernante el precario equilibrio que aún se mantiene porque al presidente le faltan los escaños necesarios para aprobarla en el Senado.
Correa está librando lo que considera una guerra al privilegio, que teme perder si se atiene a la panoplia de medios de acción que contempla la democracia occidental. Y en esa embriaguez de sí mismo ve súbitamente una utilidad en Assange, tanto para competir con Chávez en la carrera por la celebridad universal, como para valerse de ella para redondear su victoria en las presidenciales. El hacker australiano sería, así, el instrumento y Correa el instrumentista. Su teoría del Estado se resume en una idea: el voto todo lo puede, y la independencia de los poderes es solo una cosmética para democracias exhaustas. El Bien Común lo define exclusivamente el elegido del pueblo y Assange, condenado a prisión en Hans Crescent, Knightsbridge, Londres, es una jugada política en defensa de la libertad de expresión pero únicamente la del prójimo; lejos del país del medio del mundo.