ANÁLISIS / Acabar con la manga ancha
Los golpes de timón autocráticos en Europa del este con la oposición no son inéditos pero sí más graves
Xavier Vidal-Folch, El País
Que nadie arroje la primera piedra. En todos los países europeos se producen regresiones en los estándares democráticos. Con más énfasis tras la cruzada mundial originada por el atentado a las Torres Gemelas. Un día es la tolerancia a los vuelos ilegales de la CIA dedicados a los secuestros extraterritoriales; otro, la persecución de inmigrantes gitanos o magrebíes; allá, la corrupción combinada de parlamentarios, periodistas y policía para extorsionar a celebrities; acá, el espionaje gubernamental a un periódico…
Todas esas quiebras de los valores y prácticas democráticas se registran en países tan acreditados como Reino Unido, Francia, Italia, Holanda, Austria, Dinamarca... En democracias consolidadas. En Estados miembros de la Unión Europea desde hace largo tiempo, incluso fundadores.
De modo que los golpes de timón autocráticos de Hungría con los rivales políticos y las minorías étnicas, en países bálticos con los enclaves rusófonos y ahora en Rumanía con la oposición, no son inéditos. Pero, a diferencia de lo sucedido en los países con más trienios, estos atentados de los nuevos socios que surgieron del frío soviético son más graves.
Por varias razones. Suelen exhibir carácter sistémico más que episódico. No afectan a una u otra política, sino al conjunto del sistema, a sus reglas básicas, a su corazón institucional: el reparto de poderes, el respeto de los discrepantes, la estabilidad constitucional y/o de las leyes electorales. Y sus protagonistas son transversales, vienen tanto de la derecha como de la izquierda, mientras que en la vieja Europa —que decía Donald Rumsfeld— suelen acotarse en el ala extremista de la derecha: tienen menos clientela.
La Unión, sus instituciones y sus Gobiernos deberían ser más firmes. Deben evitar dar manga ancha a los gobernantes que se deslicen al autoritarismo, el monolitismo y las dictablandas. ¿Cómo? Mediante tres terapias. Primera, aplicar la más rotunda dureza verbal y diplomática, en la línea de la corajuda comisaria democristiana Viviane Reding, la de la tolerancia cero con las mellas a la rule of law, el imperio de la ley. Lo hacen, pero con lentitud y en pequeñas diócesis.
Segunda, revisar y reforzar los “criterios de Copenhague” aprobados en junio de 1993. Son las condiciones que un aspirante debe cumplir para ingresar al club comunitario y que se resumen en un mínimo de democracia y un máximo de economía de mercado: unos requisitos modestos, pero cuyo examen suspenderían hoy países como Rumanía. La consecuencia es no permitir ni una sola adhesión adicional a la UE de los Veintisiete, sin que el candidato cumpla esos criterios reforzados (Serbia); también convendría añadir la exigencia de que la voluntad social de ingresar fuese muy mayoritaria (nada de cincuenta-y-unos por ciento como en Islandia), porque de lo contrario se diluye el club en vez de reforzarse.
Y tercero, aparcar toda ampliación significativa que no vaya precedida de una reforma para profundizar en la coherencia de la Unión. O sea, lo contrario de lo practicado cuando la adhesión de los países del Este. Fue un acto de justicia histórica, pero tan mal ejecutado que sus polvos se convirtieron en estos lodos.
Xavier Vidal-Folch, El País
Que nadie arroje la primera piedra. En todos los países europeos se producen regresiones en los estándares democráticos. Con más énfasis tras la cruzada mundial originada por el atentado a las Torres Gemelas. Un día es la tolerancia a los vuelos ilegales de la CIA dedicados a los secuestros extraterritoriales; otro, la persecución de inmigrantes gitanos o magrebíes; allá, la corrupción combinada de parlamentarios, periodistas y policía para extorsionar a celebrities; acá, el espionaje gubernamental a un periódico…
Todas esas quiebras de los valores y prácticas democráticas se registran en países tan acreditados como Reino Unido, Francia, Italia, Holanda, Austria, Dinamarca... En democracias consolidadas. En Estados miembros de la Unión Europea desde hace largo tiempo, incluso fundadores.
De modo que los golpes de timón autocráticos de Hungría con los rivales políticos y las minorías étnicas, en países bálticos con los enclaves rusófonos y ahora en Rumanía con la oposición, no son inéditos. Pero, a diferencia de lo sucedido en los países con más trienios, estos atentados de los nuevos socios que surgieron del frío soviético son más graves.
Por varias razones. Suelen exhibir carácter sistémico más que episódico. No afectan a una u otra política, sino al conjunto del sistema, a sus reglas básicas, a su corazón institucional: el reparto de poderes, el respeto de los discrepantes, la estabilidad constitucional y/o de las leyes electorales. Y sus protagonistas son transversales, vienen tanto de la derecha como de la izquierda, mientras que en la vieja Europa —que decía Donald Rumsfeld— suelen acotarse en el ala extremista de la derecha: tienen menos clientela.
La Unión, sus instituciones y sus Gobiernos deberían ser más firmes. Deben evitar dar manga ancha a los gobernantes que se deslicen al autoritarismo, el monolitismo y las dictablandas. ¿Cómo? Mediante tres terapias. Primera, aplicar la más rotunda dureza verbal y diplomática, en la línea de la corajuda comisaria democristiana Viviane Reding, la de la tolerancia cero con las mellas a la rule of law, el imperio de la ley. Lo hacen, pero con lentitud y en pequeñas diócesis.
Segunda, revisar y reforzar los “criterios de Copenhague” aprobados en junio de 1993. Son las condiciones que un aspirante debe cumplir para ingresar al club comunitario y que se resumen en un mínimo de democracia y un máximo de economía de mercado: unos requisitos modestos, pero cuyo examen suspenderían hoy países como Rumanía. La consecuencia es no permitir ni una sola adhesión adicional a la UE de los Veintisiete, sin que el candidato cumpla esos criterios reforzados (Serbia); también convendría añadir la exigencia de que la voluntad social de ingresar fuese muy mayoritaria (nada de cincuenta-y-unos por ciento como en Islandia), porque de lo contrario se diluye el club en vez de reforzarse.
Y tercero, aparcar toda ampliación significativa que no vaya precedida de una reforma para profundizar en la coherencia de la Unión. O sea, lo contrario de lo practicado cuando la adhesión de los países del Este. Fue un acto de justicia histórica, pero tan mal ejecutado que sus polvos se convirtieron en estos lodos.