El G-20 clava la mirada en Merkel

El G-20 pedirá a la canciller alemana que flexibilice su posición para evitar un desastre en Europa

Alejandro Bolaños
Madrid, El País

El paraje semidesértico de Los Cabos, a orillas del Pacífico, es un escenario extravagante para dar la réplica a un discurso en el Bundestag. Pero sobre el mensaje lanzado esta semana por la canciller alemana, Angela Merkel, pivotará la séptima cumbre del G-20, que el Gobierno mexicano ha decidido celebrar en este complejo turístico de lujo entre mañana, lunes, y el martes. Cita a cita, el foro que reúne desde el estallido de la Gran Recesión a los líderes de las principales economías avanzadas y emergentes ha ampliado su radio de acción hasta sobrepasar el límite de lo manejable. Pero el resultado de la cumbre de Los Cabos se medirá por la capacidad de influir en las decisiones de un solo país, de alterar el discurso en el que Merkel fijó los estrictos límites de la respuesta alemana a la incesante crisis del euro.

No es la única paradoja de una cumbre a contrapelo. La cita la organiza un Gobierno, el de Felipe Calderón, a punto de expirar, que ha adelantado su celebración para sortear el parón administrativo tras las elecciones mexicanas. Y eso hace que varios de los informes que los líderes del G-20 encargan para tomar decisiones, una de sus principales vías de actuación, no lleguen a tiempo.

Además, la reunión de Los Cabos está también muy condicionada por otras citas electorales: la cercanía de las presidenciales estadounidenses (en noviembre próximo) implica que cualquier gesto de la Administración de Barack Obama se quede en eso, en gesto. El G-20 estará también muy pendiente del resultado de los comicios griegos, sobre todo si exige salir a la palestra para apaciguar a los mercados financieros. Otra cosa es que el debate sobre la posibilidad de renegociar el plan de rescate de Grecia traspase el umbral de la sala de reuniones de los sherpas, los altos funcionarios que hacen el trabajo sucio. “Europa es muy celosa de sus decisiones, no las va a discutir con los demás”, vaticina Federico Steinberg, investigador del Real Instituto Elcano.

Desde que los líderes del G-20 se reunieran en Toronto (Canadá) a mediados de 2010, en la cuarta cumbre de este foro, desde que la crisis financiera se concentró en el mercado de deuda pública europeo, el guion se repite. El resto de Gobiernos, con EE UU a la cabeza, ensalza cada trabajoso paso de la zona euro, al tiempo que le apremia a actuar con más contundencia. “Desde que la crisis es europea, el G-20 ha dejado de ser el fondo resolutivo que fue en 2009. Y la cuestión es que ahora la crisis está entrando en una de sus fases más profundas”, apunta Manuel de la Rocha, coordinador de economía internacional de la Fundación Alternativas.

Los males europeos ya secuestraron la agenda de la cumbre de Cannes, a finales del año pasado, más conocida por las intensas presiones de Merkel y el entonces presidente francés, Nicolas Sarkozy, para que Grecia renunciara a someter a referéndum el segundo plan de rescate, para que Italia aceptara la supervisión del Fondo Monetario Internacional (FMI). Aquello fue el principio del fin de los Gobiernos de Yorgos Papandreu y Silvio Berlusconi, relevados por los tecnócratas Lucas Papademos y Mario Monti.

Desde entonces, las soluciones europeas, siempre parciales, siempre tardías, han elevado la tensión financiera y las dudas entre los líderes mundiales. La repetición de las elecciones griegas, ante la imposibilidad de formar Gobierno en mayo, evidencian los límites de un rescate condicionado a un sinfín de medidas de ajuste, depresivas. Y el mal recibimiento de los mercados al plan para rescatar la banca española, por hacer responsable al Gobierno de Rajoy de la devolución del préstamo, avivan la exigencia de decisiones rápidas y contundentes. Una exigencia que ya solo puede concentrarse en Alemania, el catalizador de la respuesta europea a la crisis, el país que tiene la última palabra en las grandes reformas que aguardan a la zona euro.

“Ya saben lo que tienen que hacer para hacer funcionar la unión monetaria, deben aclararlo cuanto antes”, afirmó el miércoles el secretario del Tesoro estadounidense, Timothy Geithner, en referencia al debate sobre cómo articular unión bancaria y una unión fiscal en la zona euro. “Sería injusto considerar que Alemania es la única fuente de problemas”, dijo, en una de esas disculpas que suenan a acusación, antes de añadir: “Todo el mundo les está mirando”.

Apenas unas horas después, ante los parlamentarios alemanes, Merkel retomaba el hilo allí donde lo había dejado Geithner. “Todas las miradas se dirigen a Alemania”, concedió la canciller, “pero no tenemos un poder infinito, nuestra responsabilidad como primera economía europea es desplegar nuestra fortaleza de forma creíble”. La dirigente conservadora fue explícita al fijar los límites de la cumbre del G-20. “A todos aquellos en Los Cabos que esperan de Alemania una solución milagrosa, ya sea eurobonos, cambios en los fondos de rescates, un mecanismo europeo para garantizar depósitos, miles de millones y otras muchas cosas”, advirtió: “Todos los planes, todas las medidas, serán una mera ilusión si van más allá de la capacidad de Alemania”.

En las últimas semanas, el Ejecutivo de Merkel se ha resistido a lo que tilda de soluciones milagrosas: todo aquello que eleve, aún más, la implicación alemana en el apoyo a otros socios en problemas sin que la zona euro se haya dotado del poder suficiente para evitar que los Estados vuelvan a desviarse (en el déficit, en la deuda privada, en la competitividad) de las políticas que Berlín considera virtuosas. El Gobierno alemán cree que la necesaria cesión de soberanía apenas ha comenzado. Y que, hasta entonces, cualquiera de las propuestas que se baraja —inyectar dinero en la banca sin pasar por los Estados, impulsar una intervención directa en los mercados del Banco Central Europeo, asumir de forma conjunta el riesgo de parte de la deuda pública de los Estados del euro— pondría en riesgo la credibilidad de Alemania, algo que empujaría la crisis del euro a otra dimensión.

“En Los Cabos habrá mucha presión, pero dudo que Alemania cambie de posición, está muy cerrada a las influencias externas. Solo EE UU tiene capacidad para hacerse oír”, opina el investigador Steinberg, también profesor en la Autónoma de Madrid. Conforme se acerca la cumbre, el coro de reclamaciones sube de tono. Y no todos han sido tan sutiles como el secretario del Tesoro de EE UU.

“Ya no sé si el Gobierno alemán necesita que Grecia se vaya del euro para poder explicar a sus ciudadanos por qué necesitan hacer cosas como la unión bancaria o los eurobonos”, disparó George Osborne, ministro de Hacienda británico. “Yo rogaría a los dirigentes europeos que actúen, como les ha pedido EE UU”, planteó el ministro de Finanzas japonés, Jun Azumi. Su homólogo australiano, Wayne Swan, reprochó que la zona euro “haya echado a perder varios meses de calma relativa”, tras las dos inyecciones multimillonarias de liquidez que practicó el BCE en diciembre y febrero.

Las grietas en la posición común de la UE son cada vez más evidentes. El presidente del Consejo Europeo, Herman van Rompuy, convocó el viernes una videoconferencia entre los líderes de los países europeos del G-20 (Mariano Rajoy incluido) para limar diferencias. Un encuentro precedido por los llamamientos del presidente francés, François Hollande, a reactivar el crecimiento —tesis en la que se alinea con Monti y Obama—, en abierto contraste con la conocida negativa de Merkel —“no queremos programas de crecimiento a base de más deuda”—. Y por la ácida crítica del presidente de la Comisión Europea, José Manuel Durão Barroso, a las reticencias alemanas: “No estoy seguro de que todas las capitales sean conscientes de la urgencia de esto”.

También ha sido llamativa la reacción del Gobierno español, apenas unos días después de presentar el rescate bancario como un crédito de hasta 100.000 millones de euros “en condiciones muy ventajosas”, logrado gracias a la presión del Ejecutivo de Rajoy. El ministro de Asuntos Exteriores, José Manuel García-Margallo, reclamó a Alemania una visión “más amplia, a largo plazo”. “Si tiran un país a los lobos, eso afectará a todos”, advirtió el ministro. En la semana que la prima de riesgo española batía récords desde el inicio de la zona euro, García-Margallo enfatizaba la necesidad de “un mecanismo de rescate que funcione” y de una “intervención decidida contra la especulación”.

En la presentación de la cumbre, el ministro de Finanzas mexicano, José Antonio Meade, consideró que el G-20 es una oportunidad para que España “despeje dudas” sobre los detalles del rescate de la banca. Pero en la mano del Ejecutivo de Rajoy solo está desvelar qué necesidades de capital se derivan —a medio camino entre el mínimo de 40.000 millones fijados por el FMI y el tope del préstamo, 100.000 millones— del trabajo de los evaluadores externos.

Para traducir las exigencias españolas a Alemania, basta con recurrir a las sucesivas intervenciones de la directora gerente del FMI, Chistine Lagarde, en la última semana. “El BCE debería relajar aún más las condiciones monetarias y utilizar, si fuera necesario, medidas poco convencionales”, en una referencia directa a recortes de tipos, nuevas inyecciones de liquidez y compra de bonos de países en problemas, justo todo a lo que se opone Berlín. “Debe haber un enlace directo entre los recursos de los fondos de rescate y los bancos”, en alusión a los problemas que acarrea que esa operación se haga a través de un préstamo al Estado, que es lo que Alemania exige como garantía.

“Las autoridades europeas deben tomar medidas decisivas para librarse de la crisis de deuda”, insistió Lagarde, quien también hizo hincapié en la necesidad de “reavivar la demanda, de poner en marcha otra vez el motor de crecimiento”. “Los riesgos de otra recesión global son reales”, apuntilló el mismo viernes el Instituto de Finanzas Internacionales, que agrupa a los principales bancos del mundo. “El mensaje del resto de países a Europa es claro: su incapacidad para resolver la crisis, debilita nuestras perspectivas de crecimiento, nos pone en riesgo”, señala De la Rocha, “y cuando se dice Europa, ahora se dice Alemania”.

Los líderes de los grandes países emergentes —China, Brasil, Rusia, India— apenas se han significado en el preámbulo de la cumbre de Los Cabos. Pero se harán notar. Aún tienen que concretar cuánto aportarán a los 430.000 millones de dólares que el FMI dijo haber recaudado en abril entre varios países para afrontar la crisis, un acuerdo del que ya se descolgaron EE UU y Canadá. “Hay mucha reticencia entre los emergentes a dar dinero que puede ir a países ricos como los europeos, sin contrapartidas en la cesión de poder en el FMI”, puntualiza el investigador de la Fundación Alternativas. Más aún cuando los acuerdos ya alcanzados —traspasar un 6% del derecho de voto de países ricos a emergentes, ceder dos puestos en el comité ejecutivo— están bloqueados en el Congreso de EE UU.

La cumbre de Los Cabos aclarará si cabe retorcer de nuevo la manida cita del filósofo José Ortega y Gasset: Europa como problema, el G-20 como solución. Aunque también es probable que para salir de este embrollo multilateral haya que volver... al Bundestag. La coalición de Merkel necesita a la oposición para aprobar antes de final de mes el Pacto Fiscal que impuso al resto de la zona euro. A cambio, socialdemócratas y verdes forzarían al Gobierno alemán a dar luz verde a financiación comunitaria de nuevas medidas de estímulo, a alguna fórmula de gestión común de los excesos de deuda pública de los países del euro. Una paradoja más.

Entradas populares