La primera cumbre con Merkel y Hollande ahonda la división en la UE
La cumbre informal sobre el crecimiento muestra las divisiones dentro de la UE
Van Rompuy: "Hoy podemos abrir una perspectiva de esperanza. Para los ciudadanos de toda Europa es esencial"
Claudi Pérez / Miguel González
Bruselas, El País
La extraña combinación europea de unidad (en la moneda, en el banco central) y desunión (en casi todo lo demás) ha cristalizado en Bruselas en una batalla campal –metafórica—sobre el proyecto del euro, carente de un impulso claro hacia ninguna parte desde que estalló la crisis continental, y van ya 30 largos meses. La escalada de tensión entre Francia y Alemania ha subido enteros en las horas previas a la cumbre informal, incluso en la inevitable alfombra roja que ha recibido a los líderes a la entrada del Consejo Europeo.
Francia y su nuevo presidente, François Hollande, han cumplido con el guión previsto y desde primerísima hora ha puesto sobre la mesa toda la artillería: un ambicioso cóctel de ideas diversas que incluyen políticas de crecimiento, tasa de transacciones financieras, un nuevo papel del Banco Central Europeo (BCE), la recapitalización del sistema financiero a través del fondo de rescate y una guinda indigesta para el Norte de Europa, los eurobonos. Una nueva retórica, en fin, aire fresco para sacudir los cimientos de la respuesta europea a una crisis que mantiene entre la espada y la pared a Grecia y España. La respuesta alemana se resume en una sola palabra: nein. No. No a casi todo. Mil veces no.
Ante esa previsible negativa, los mercados dictaminaron el fracaso de la cumbre horas antes de que los líderes europeos probaran el primer bocado en la cena informal que sirvió como puesta de largo de Hollande. Esa querencia por el fracaso es antigua. Y en cierta manera arbitraria: hoy no es día de acuerdos, a pesar de las tensiones en los mercados, sino de que los países expongan sus ideas de cara a la reunión de finales de junio y ante las consecuencias de la austeridad a rajatabla con denominación de origen alemana. La peculiar trampa que Europa se ha impuesto a sí misma se deja sentir sobre la economía (doble recesión, paro en niveles de depresión, desasosiego en los mercados) e incluso sobre la política (ascenso de los extremismos, peligro de fractura del euro). La cumbre tiene que servir para explorar los límites sin tabúes: no para aprobar medidas. Y los límites, en medio de una crisis desmesurada, los impone el más fuerte.
Bajo la creciente presión internacional del G-8, del G-20, de la OCDE, del FMI y ahora de una Francia resucitada que aspira a arrastrar a los socios europeos, la canciller Angela Merkel ha respondido endureciendo su postura. Se ha enrocado con un rosario de negativas: no tajante a los eurobonos, no a las políticas de crecimiento que supongan más endeudamiento, no al manguerazo a los bancos a través del fondo de rescate, no a un cambio de rumbo en el BCE y, en definitiva, el habitual no, no, no, no y no. Y sin embargo Alemania ha ido variando su posición a lo largo de la crisis, introduciendo matices a la ortodoxia, y esta vez no iba a ser una excepción. Merkel se resiste a hablar de eurobonos, pero Hollande ha incluido en el debate referencias a la mutualización de la deuda, aunque es consciente de que esa es una opción a muy largo plazo. Y Merkel ha hablado a las claras de crecimiento por primera vez en Bruselas, donde su diktat ha conseguido luz verde a un tratado que consagra la austeridad por encima de todas las cosas. Eso sí, crecimiento a su manera: “Para Alemania, esto consiste en profundizar por la vía del mercado interno, de las reformas laborales, de las reformas estructurales”. “También por la vía del Banco Europeo de Inversiones”, ha añadido, el camino que explora Bruselas para tratar de levantar inversión privada en proyectos de infraestructuras, energía e I+D en los países que más lo necesiten.
La dureza de Merkel contrasta con el mensaje de Hollande, que ante los medios europeos se ha anticipado a la negativa alemana con una declaración de principios: “De entrada, nada debería descartarse”.
La división entre Francia y Alemania es profunda en todo lo referente a la filosofía, a las salidas a medio y largo plazo. Pero menos evidente en cuanto a las dos últimas mutaciones de la crisis del euro: la crisis bancaria española y el último capítulo del incendio griego requieren nuevas medidas excepcionales, y ahí no hay nada claro, pero a la vez nada puede descartarse.
Grecia y España protagonizan buena parte de la reunión. La incertidumbre en el desenlace de las elecciones griegas –con algunos de los grandes partidos dispuestos a desobedecer las medidas asociadas a los planes de rescate—generó un ruido insoportable durante todo el día acerca de la necesidad de disponer de un plan de contingencia, de un plan B, para el hipotético caso de que Grecia salga del euro. Atenas quiere renegociar su plan de ajuste, unas condiciones más favorables para los créditos que debe devolver, planes de estímulo para su deprimida economía y plazos más holgados para recortar el déficit. Europa se niega, en principio, a ceder.
El caso español es bien distinto. Cada vez más espinoso, pero sin alcanzar los niveles de tensión insoportables de Grecia. El presidente español, Mariano Rajoy, ha llegado a la cumbre informal de Bruselas con una demanda imperiosa: que se garantice “la liquidez, la financiación y la sostenibilidad de la deuda”, para aliviar la presión que mantiene la prima de riesgo española en cotas próximas a los 500 puntos. En su opinión, ello puede lograrse, como ya dijo en Chicago, “en 24 horas”; basta con que el BCE vuelva a comprar deuda en el mercado secundario o riegue de nuevo con dinero barato a la banca europea.
La demanda española rompe con el tabú de la independencia del BCE, al que los gobiernos europeos no pueden en teoría dar indicaciones, pero Rajoy considera que ya ha hecho los deberes con la dura reforma laboral, el recorte del gasto público o la reestructuración del sistema bancario y que Draghi no puede seguir limitándose a vigilar la inflación, como determinan sus estatutos.
Rajoy obtuvo el apoyo de Hollande, con quien almorzó en El Elíseo camino de Bruselas, y también cuenta con el respaldo del líder de la oposición, Alfredo Pérez Rubalcaba, quien asistió en la capital belga a la cumbre de los socialistas europeos. Pero falta el apoyo de Merkel, más difícil de conseguir. Y tanto Hollande como Rubalcaba creen que la terapia de choque debe completarse con la creación de eurobonos o la imposición de una tasa sobre las transacciones financieras para estimular el crecimiento, algo a lo que se opone Rajoy precisamente para ganarse el apoyo de Alemania con el BCE. Cortesías de la novísima geometría variable de alianzas europeas.
Lo que también rechaza Rajoy, al menos “a día de hoy” es que la banca española tenga que acudir al fondo europeo de rescate para recapitalizarse, como ha sugerido Hollande. Admitirlo supondría reconocer que su agujero es mayor de lo que parecía. Rajoy ha encargado a dos auditores externos un examen de la situación del sistema financiero español precisamente para despejar las dudas sobre su solvencia. Pero Europa no se fía. Cada vez más voces en Bruselas instan a España pedir el dinero, pero por una vía alternativa: permitir al fondo de rescate que inyecte dinero en los bancos directamente, sin que Madrid lo solicite, permitiría al Gobierno español salvar la cara. Una vez más, Alemania se niega. Hace falta un acuerdo político para desencallar la situación. Para cuando llegue, quizá sea tarde: la política, una vez más, como coche escoba de las ideas económicas.
Van Rompuy: "Hoy podemos abrir una perspectiva de esperanza. Para los ciudadanos de toda Europa es esencial"
Claudi Pérez / Miguel González
Bruselas, El País
La extraña combinación europea de unidad (en la moneda, en el banco central) y desunión (en casi todo lo demás) ha cristalizado en Bruselas en una batalla campal –metafórica—sobre el proyecto del euro, carente de un impulso claro hacia ninguna parte desde que estalló la crisis continental, y van ya 30 largos meses. La escalada de tensión entre Francia y Alemania ha subido enteros en las horas previas a la cumbre informal, incluso en la inevitable alfombra roja que ha recibido a los líderes a la entrada del Consejo Europeo.
Francia y su nuevo presidente, François Hollande, han cumplido con el guión previsto y desde primerísima hora ha puesto sobre la mesa toda la artillería: un ambicioso cóctel de ideas diversas que incluyen políticas de crecimiento, tasa de transacciones financieras, un nuevo papel del Banco Central Europeo (BCE), la recapitalización del sistema financiero a través del fondo de rescate y una guinda indigesta para el Norte de Europa, los eurobonos. Una nueva retórica, en fin, aire fresco para sacudir los cimientos de la respuesta europea a una crisis que mantiene entre la espada y la pared a Grecia y España. La respuesta alemana se resume en una sola palabra: nein. No. No a casi todo. Mil veces no.
Ante esa previsible negativa, los mercados dictaminaron el fracaso de la cumbre horas antes de que los líderes europeos probaran el primer bocado en la cena informal que sirvió como puesta de largo de Hollande. Esa querencia por el fracaso es antigua. Y en cierta manera arbitraria: hoy no es día de acuerdos, a pesar de las tensiones en los mercados, sino de que los países expongan sus ideas de cara a la reunión de finales de junio y ante las consecuencias de la austeridad a rajatabla con denominación de origen alemana. La peculiar trampa que Europa se ha impuesto a sí misma se deja sentir sobre la economía (doble recesión, paro en niveles de depresión, desasosiego en los mercados) e incluso sobre la política (ascenso de los extremismos, peligro de fractura del euro). La cumbre tiene que servir para explorar los límites sin tabúes: no para aprobar medidas. Y los límites, en medio de una crisis desmesurada, los impone el más fuerte.
Bajo la creciente presión internacional del G-8, del G-20, de la OCDE, del FMI y ahora de una Francia resucitada que aspira a arrastrar a los socios europeos, la canciller Angela Merkel ha respondido endureciendo su postura. Se ha enrocado con un rosario de negativas: no tajante a los eurobonos, no a las políticas de crecimiento que supongan más endeudamiento, no al manguerazo a los bancos a través del fondo de rescate, no a un cambio de rumbo en el BCE y, en definitiva, el habitual no, no, no, no y no. Y sin embargo Alemania ha ido variando su posición a lo largo de la crisis, introduciendo matices a la ortodoxia, y esta vez no iba a ser una excepción. Merkel se resiste a hablar de eurobonos, pero Hollande ha incluido en el debate referencias a la mutualización de la deuda, aunque es consciente de que esa es una opción a muy largo plazo. Y Merkel ha hablado a las claras de crecimiento por primera vez en Bruselas, donde su diktat ha conseguido luz verde a un tratado que consagra la austeridad por encima de todas las cosas. Eso sí, crecimiento a su manera: “Para Alemania, esto consiste en profundizar por la vía del mercado interno, de las reformas laborales, de las reformas estructurales”. “También por la vía del Banco Europeo de Inversiones”, ha añadido, el camino que explora Bruselas para tratar de levantar inversión privada en proyectos de infraestructuras, energía e I+D en los países que más lo necesiten.
La dureza de Merkel contrasta con el mensaje de Hollande, que ante los medios europeos se ha anticipado a la negativa alemana con una declaración de principios: “De entrada, nada debería descartarse”.
La división entre Francia y Alemania es profunda en todo lo referente a la filosofía, a las salidas a medio y largo plazo. Pero menos evidente en cuanto a las dos últimas mutaciones de la crisis del euro: la crisis bancaria española y el último capítulo del incendio griego requieren nuevas medidas excepcionales, y ahí no hay nada claro, pero a la vez nada puede descartarse.
Grecia y España protagonizan buena parte de la reunión. La incertidumbre en el desenlace de las elecciones griegas –con algunos de los grandes partidos dispuestos a desobedecer las medidas asociadas a los planes de rescate—generó un ruido insoportable durante todo el día acerca de la necesidad de disponer de un plan de contingencia, de un plan B, para el hipotético caso de que Grecia salga del euro. Atenas quiere renegociar su plan de ajuste, unas condiciones más favorables para los créditos que debe devolver, planes de estímulo para su deprimida economía y plazos más holgados para recortar el déficit. Europa se niega, en principio, a ceder.
El caso español es bien distinto. Cada vez más espinoso, pero sin alcanzar los niveles de tensión insoportables de Grecia. El presidente español, Mariano Rajoy, ha llegado a la cumbre informal de Bruselas con una demanda imperiosa: que se garantice “la liquidez, la financiación y la sostenibilidad de la deuda”, para aliviar la presión que mantiene la prima de riesgo española en cotas próximas a los 500 puntos. En su opinión, ello puede lograrse, como ya dijo en Chicago, “en 24 horas”; basta con que el BCE vuelva a comprar deuda en el mercado secundario o riegue de nuevo con dinero barato a la banca europea.
La demanda española rompe con el tabú de la independencia del BCE, al que los gobiernos europeos no pueden en teoría dar indicaciones, pero Rajoy considera que ya ha hecho los deberes con la dura reforma laboral, el recorte del gasto público o la reestructuración del sistema bancario y que Draghi no puede seguir limitándose a vigilar la inflación, como determinan sus estatutos.
Rajoy obtuvo el apoyo de Hollande, con quien almorzó en El Elíseo camino de Bruselas, y también cuenta con el respaldo del líder de la oposición, Alfredo Pérez Rubalcaba, quien asistió en la capital belga a la cumbre de los socialistas europeos. Pero falta el apoyo de Merkel, más difícil de conseguir. Y tanto Hollande como Rubalcaba creen que la terapia de choque debe completarse con la creación de eurobonos o la imposición de una tasa sobre las transacciones financieras para estimular el crecimiento, algo a lo que se opone Rajoy precisamente para ganarse el apoyo de Alemania con el BCE. Cortesías de la novísima geometría variable de alianzas europeas.
Lo que también rechaza Rajoy, al menos “a día de hoy” es que la banca española tenga que acudir al fondo europeo de rescate para recapitalizarse, como ha sugerido Hollande. Admitirlo supondría reconocer que su agujero es mayor de lo que parecía. Rajoy ha encargado a dos auditores externos un examen de la situación del sistema financiero español precisamente para despejar las dudas sobre su solvencia. Pero Europa no se fía. Cada vez más voces en Bruselas instan a España pedir el dinero, pero por una vía alternativa: permitir al fondo de rescate que inyecte dinero en los bancos directamente, sin que Madrid lo solicite, permitiría al Gobierno español salvar la cara. Una vez más, Alemania se niega. Hace falta un acuerdo político para desencallar la situación. Para cuando llegue, quizá sea tarde: la política, una vez más, como coche escoba de las ideas económicas.