Manías beauty: de morderse las uñas a arrancarse el pelo
Los dedos pueden ser el enemigo cuando se paceden ciertas enfermedades psicológicas que provocan lesiones a través de la autodestrucción
María Corisco, El País
Hace ya años, todavía prepúber, Colin Farrell comenzó a desarrollar un hábito del que aún no ha conseguido librarse: de tirón en tirón, iba arrancándose pelo tras pelo hasta que terminó con una gran calva alrededor de la frente. El tiempo fue apaciguando esa compulsión, pero todavía hoy admite adorar «esa sensación, ese instante, esa punzada de dolor justo antes de que el folículo se desprenda». Lo reconocía con sencillez en una entrevista concedida a GQ, ganándose de inmediato la admiración agradecida de cuantos, como él, sufren de tricotilomanía, un trastorno que mina la autoestima, que habitualmente se cronifica y que se vive como algo vergonzante.
La tricotilomanía, explica Javier García Campayo, psiquiatra del hospital Miguel Servet de Zaragoza, consiste en «la pérdida de cabello por las ganas de arrancarlo y retorcerlo hasta que se desprende. Los pacientes son incapaces de detener este comportamiento, incluso aunque su cabello se vuelva más delgado o se produzcan calvas. Se arrancan pelo a pelo, principalmente de la cabeza, aunque pueden actuar también sobre distintas partes del cuerpo». Efectivamente, los estudios reflejan que el 72% de los tricos se tiran de los pelos de la cabeza, el 56% de las cejas, el 51% de las pestañas y el 50% del pubis.
Que un personaje público como Farrell ‘salga del armario’ y admita que se arranca el cabello es verdaderamente excepcional. «Es un trastorno que se esconde mucho, que no se confiesa», explica José Manuel Quesada, psicólogo, autor de la web www.tricotilomania.org y trico él mismo. «Yo comencé en la infancia, y he ido teniendo altibajos, pues las recaídas son muy frecuentes. Por ejemplo, logré estar 10 años sin tirarme. Y después volví a hacerlo». A través de la web, Quesada intenta dar información, soporte y ayuda a quienes viven con este problema, y, gracias al anonimato que propicia la red, ha podido ir descubriendo muchos aspectos «de un trastorno que está muy poco estudiado –aunque se estima que puede afectar al 4% de la población, en su mayoría mujeres– y que suele ir asociado a otras conductas también focalizadas en el cuerpo, como morderse las uñas o rascarse la piel, a veces llegando incluso hasta el hueso».
Así es: dentro del saco de los denominados «trastornos de control de los impulsos», se encuentran otros hábitos también centrados en el cuerpo. Entre ellos, la onicofagia es el más conocido –las uñas, al fin y al cabo, no pueden esconderse, están siempre a la vista–, el más habitual –afecta al 5% de los adultos y al 40% de los adolescentes– y, probablemente por ello, el más aceptado socialmente: aunque se considere una conducta poco elegante, una costumbre fea, todos a nuestro alrededor conocemos a alguien que se muerde las uñas y que lucha contra ello.
Menos frecuente es la dermatilomanía, «un trastorno que impulsa a quien lo sufre a rascarse, pellizcarse o cortarse la piel, ya sea del rostro o del cuerpo», señala el doctor García Campayo. «Muchas veces, este impulso viene motivado por el intento de eliminar pequeñas irregularidades o imperfecciones cutáneas, que pueden ser reales o imaginarias». Y, así, estas personas se dañan la piel con los propios dedos, aunque también llegan a utilizar pinzas, palillos o cualquier utensilio que tengan a mano. La dermatilomanía, que afecta al 1,5% de los adultos, se relaciona con baja autoestima, mala autoimagen corporal y perfeccionismo.
Pero ¿qué desencadena estos trastornos? ¿Por qué una persona –muy a menudo niños o adolescentes– comienza a desarrollar estos hábitos autodestructivos? De acuerdo con el doctor García Campayo, «las causas genéticas parecen importantes en estos trastornos; de hecho, es habitual que haya algún familiar que padezca alguna enfermedad del espectro obsesivo o de descontrol de los impulsos. Pero, en casi todos los casos, suele haber una situación de estrés que actúa como desencadenante». En este sentido, José Manuel Quesada apunta: «En mi caso, parece que sí pudo haber una causa traumática: un accidente laboral de mi padre, una depresión de mi madre. Pero, habitualmente, este desencadenante no se recuerda, y no creo que sea tan importante hallarlo. Yo creo que los tiros van más por conseguir modificar la conducta que por encontrar el trauma o las razones que pudieron propiciarlo».
Pero no es habitual que las personas con alguno de estos trastornos pidan ayuda psicológica. A menudo, el primer paso –especialmente en el caso de las mujeres– es el de intentar disimular, camuflar o minimizar el impacto estético que se ha producido con esta compulsión. Así, hasta la consulta de la doctora Pilar Cornejo, dermatóloga de IML, llegan bastantes mujeres con este problema. «Vienen con lo que nosotros llamamos “excoriaciones artefactas”, porque son laceraciones hechas por ellas mismas. Lo más habitual es que tengan acné y, más allá de tocarse un granito o de reventárselo, se lo tocan sin cesar hasta hacerse auténticas heridas o úlceras. Son también frecuentes las que empiezan a quitarse pelitos de las piernas con pinzas, y se obsesionan con sacar aquellos que se han quedado bajo la piel y se producen lesiones… Otro perfil es el de las mujeres que se tocan o arañan compulsivamente una zona de la cara, arrancándose incluso la piel y haciéndose heridas, costras… Y también vemos a las que se arrancan el pelo; en ellas, rápidamente detectas que no se trata de una alopecia sin más, pues si haces un análisis ves que hay sangre, que no es que el pelo se haya caído porque sí».
Ella puede intentar corregir las lesiones estéticas, pero, advierte, «no curarlas de su problema. Psiquiatría y dermatología van muy unidas, y yo siempre les digo que no voy a ayudarles si no van a tratamiento o terapia para empezar a corregir las causas de esa compulsión». Pero el tratamiento psicológico o psiquiátrico es complejo y no siempre da resultados. Suele incluir, señala el doctor García Campayo, «antidepresivos del tipo ISRS –Prozac y similares–, que han demostrado eficacia en la reducción de ciertos síntomas. Lo ideal es asociarlo a terapia conductual y contracondicionamiento. En niños menores de seis años, la tricotilomanía puede desaparecer sin tratamiento en el plazo de un año, pero para los más mayores suele ser un trastorno de por vida».
Pero un atisbo de solución puede llegar por otras vías. Así, por ejemplo, Enric López, director de comunicación de Mayquel, una empresa especializada en prótesis capilares, señala que «hemos conseguido avances allí donde muchos psicólogos habían fracasado». Han ideado un sistema específico para las personas que se arrancan el cabello: «Estudiamos su caso, las calvas que se han hecho, y les ponemos una malla finita transpirable, o un tul, que supone una primera barrera y actúa como recordatorio de que no deben tirarse del pelo. Se encuentran con un impedimento, de inmediato lo llevan a la conciencia y lo evitan».
En el caso de las lesiones dermatológicas, la doctora Cornejo apunta que, habitualmente, «las pacientes no han ido a tratamiento psicológico de ningún tipo; de hecho, al principio no reconocen que son ellas mismas quienes se han hecho las lesiones y, cuando se lo dices, se ponen mohínas. Pero no tiene sentido intentar curarlas si van a seguir con su trastorno». Una vez que la paciente acepta que necesita ayuda más allá de la dermatología, la doctora explica que, para las cicatrices, «utilizamos láser fraccionado, poco intenso, para evitar que salgan costras y que se las pellizquen. A veces, también necesitamos pigmentar la piel para disimular estas cicatrices. En el caso de los labios, la mucosa se regenera con mucha más facilidad y es más sencillo borrar las lesiones, y para las uñas pueden ser útiles las de porcelana, aunque a veces también hemos de curar úlceras y verrugas que se han provocado con este hábito». Lo ideal, corrobora Enric López, es que «el paciente asuma que tiene un trastorno y reciba un tratamiento multidisciplinar, en el que, aparte de nuestras soluciones estéticas, participen también psicólogos y dermatólogos».
María Corisco, El País
Hace ya años, todavía prepúber, Colin Farrell comenzó a desarrollar un hábito del que aún no ha conseguido librarse: de tirón en tirón, iba arrancándose pelo tras pelo hasta que terminó con una gran calva alrededor de la frente. El tiempo fue apaciguando esa compulsión, pero todavía hoy admite adorar «esa sensación, ese instante, esa punzada de dolor justo antes de que el folículo se desprenda». Lo reconocía con sencillez en una entrevista concedida a GQ, ganándose de inmediato la admiración agradecida de cuantos, como él, sufren de tricotilomanía, un trastorno que mina la autoestima, que habitualmente se cronifica y que se vive como algo vergonzante.
La tricotilomanía, explica Javier García Campayo, psiquiatra del hospital Miguel Servet de Zaragoza, consiste en «la pérdida de cabello por las ganas de arrancarlo y retorcerlo hasta que se desprende. Los pacientes son incapaces de detener este comportamiento, incluso aunque su cabello se vuelva más delgado o se produzcan calvas. Se arrancan pelo a pelo, principalmente de la cabeza, aunque pueden actuar también sobre distintas partes del cuerpo». Efectivamente, los estudios reflejan que el 72% de los tricos se tiran de los pelos de la cabeza, el 56% de las cejas, el 51% de las pestañas y el 50% del pubis.
Que un personaje público como Farrell ‘salga del armario’ y admita que se arranca el cabello es verdaderamente excepcional. «Es un trastorno que se esconde mucho, que no se confiesa», explica José Manuel Quesada, psicólogo, autor de la web www.tricotilomania.org y trico él mismo. «Yo comencé en la infancia, y he ido teniendo altibajos, pues las recaídas son muy frecuentes. Por ejemplo, logré estar 10 años sin tirarme. Y después volví a hacerlo». A través de la web, Quesada intenta dar información, soporte y ayuda a quienes viven con este problema, y, gracias al anonimato que propicia la red, ha podido ir descubriendo muchos aspectos «de un trastorno que está muy poco estudiado –aunque se estima que puede afectar al 4% de la población, en su mayoría mujeres– y que suele ir asociado a otras conductas también focalizadas en el cuerpo, como morderse las uñas o rascarse la piel, a veces llegando incluso hasta el hueso».
Así es: dentro del saco de los denominados «trastornos de control de los impulsos», se encuentran otros hábitos también centrados en el cuerpo. Entre ellos, la onicofagia es el más conocido –las uñas, al fin y al cabo, no pueden esconderse, están siempre a la vista–, el más habitual –afecta al 5% de los adultos y al 40% de los adolescentes– y, probablemente por ello, el más aceptado socialmente: aunque se considere una conducta poco elegante, una costumbre fea, todos a nuestro alrededor conocemos a alguien que se muerde las uñas y que lucha contra ello.
Menos frecuente es la dermatilomanía, «un trastorno que impulsa a quien lo sufre a rascarse, pellizcarse o cortarse la piel, ya sea del rostro o del cuerpo», señala el doctor García Campayo. «Muchas veces, este impulso viene motivado por el intento de eliminar pequeñas irregularidades o imperfecciones cutáneas, que pueden ser reales o imaginarias». Y, así, estas personas se dañan la piel con los propios dedos, aunque también llegan a utilizar pinzas, palillos o cualquier utensilio que tengan a mano. La dermatilomanía, que afecta al 1,5% de los adultos, se relaciona con baja autoestima, mala autoimagen corporal y perfeccionismo.
Pero ¿qué desencadena estos trastornos? ¿Por qué una persona –muy a menudo niños o adolescentes– comienza a desarrollar estos hábitos autodestructivos? De acuerdo con el doctor García Campayo, «las causas genéticas parecen importantes en estos trastornos; de hecho, es habitual que haya algún familiar que padezca alguna enfermedad del espectro obsesivo o de descontrol de los impulsos. Pero, en casi todos los casos, suele haber una situación de estrés que actúa como desencadenante». En este sentido, José Manuel Quesada apunta: «En mi caso, parece que sí pudo haber una causa traumática: un accidente laboral de mi padre, una depresión de mi madre. Pero, habitualmente, este desencadenante no se recuerda, y no creo que sea tan importante hallarlo. Yo creo que los tiros van más por conseguir modificar la conducta que por encontrar el trauma o las razones que pudieron propiciarlo».
Pero no es habitual que las personas con alguno de estos trastornos pidan ayuda psicológica. A menudo, el primer paso –especialmente en el caso de las mujeres– es el de intentar disimular, camuflar o minimizar el impacto estético que se ha producido con esta compulsión. Así, hasta la consulta de la doctora Pilar Cornejo, dermatóloga de IML, llegan bastantes mujeres con este problema. «Vienen con lo que nosotros llamamos “excoriaciones artefactas”, porque son laceraciones hechas por ellas mismas. Lo más habitual es que tengan acné y, más allá de tocarse un granito o de reventárselo, se lo tocan sin cesar hasta hacerse auténticas heridas o úlceras. Son también frecuentes las que empiezan a quitarse pelitos de las piernas con pinzas, y se obsesionan con sacar aquellos que se han quedado bajo la piel y se producen lesiones… Otro perfil es el de las mujeres que se tocan o arañan compulsivamente una zona de la cara, arrancándose incluso la piel y haciéndose heridas, costras… Y también vemos a las que se arrancan el pelo; en ellas, rápidamente detectas que no se trata de una alopecia sin más, pues si haces un análisis ves que hay sangre, que no es que el pelo se haya caído porque sí».
Ella puede intentar corregir las lesiones estéticas, pero, advierte, «no curarlas de su problema. Psiquiatría y dermatología van muy unidas, y yo siempre les digo que no voy a ayudarles si no van a tratamiento o terapia para empezar a corregir las causas de esa compulsión». Pero el tratamiento psicológico o psiquiátrico es complejo y no siempre da resultados. Suele incluir, señala el doctor García Campayo, «antidepresivos del tipo ISRS –Prozac y similares–, que han demostrado eficacia en la reducción de ciertos síntomas. Lo ideal es asociarlo a terapia conductual y contracondicionamiento. En niños menores de seis años, la tricotilomanía puede desaparecer sin tratamiento en el plazo de un año, pero para los más mayores suele ser un trastorno de por vida».
Pero un atisbo de solución puede llegar por otras vías. Así, por ejemplo, Enric López, director de comunicación de Mayquel, una empresa especializada en prótesis capilares, señala que «hemos conseguido avances allí donde muchos psicólogos habían fracasado». Han ideado un sistema específico para las personas que se arrancan el cabello: «Estudiamos su caso, las calvas que se han hecho, y les ponemos una malla finita transpirable, o un tul, que supone una primera barrera y actúa como recordatorio de que no deben tirarse del pelo. Se encuentran con un impedimento, de inmediato lo llevan a la conciencia y lo evitan».
En el caso de las lesiones dermatológicas, la doctora Cornejo apunta que, habitualmente, «las pacientes no han ido a tratamiento psicológico de ningún tipo; de hecho, al principio no reconocen que son ellas mismas quienes se han hecho las lesiones y, cuando se lo dices, se ponen mohínas. Pero no tiene sentido intentar curarlas si van a seguir con su trastorno». Una vez que la paciente acepta que necesita ayuda más allá de la dermatología, la doctora explica que, para las cicatrices, «utilizamos láser fraccionado, poco intenso, para evitar que salgan costras y que se las pellizquen. A veces, también necesitamos pigmentar la piel para disimular estas cicatrices. En el caso de los labios, la mucosa se regenera con mucha más facilidad y es más sencillo borrar las lesiones, y para las uñas pueden ser útiles las de porcelana, aunque a veces también hemos de curar úlceras y verrugas que se han provocado con este hábito». Lo ideal, corrobora Enric López, es que «el paciente asuma que tiene un trastorno y reciba un tratamiento multidisciplinar, en el que, aparte de nuestras soluciones estéticas, participen también psicólogos y dermatólogos».