Siria se ha convertido en una cárcel
Menos de 30.000 civiles han logrado escapar del país
La vigilancia de las familias de los oficiales por mandos alauíes impide la desintegración del Ejército
Damasco, El País
“Necesito un arma”, dice Tamer. Él y sus nueve compañeros, desertores del Ejército sirio, matan el tiempo junto al riachuelo que separa Líbano de Siria. Es apenas un hilo de agua, pero al otro lado hay cientos de minas y unos cuantos tanques. El pequeño puente está en el punto de mira de los francotiradores sirios, pero los combatientes entran y salen con relativa facilidad por pasos de montaña. Tamer y sus compañeros esperan conseguir armas para sumarse al Ejército Libre. “No tardaremos en marchar sobre Damasco”, afirma.
El relato de Tamer, corroborado por muchos otros testimonios, como el de Ahmed Hamad Abu Berry, que convalece en un hospital de Trípoli de las heridas sufridas en Bab Amro, revela que el Ejército sirio dejó hace tiempo de ser realmente operativo. “Los propios oficiales nos permitieron irnos”, explica el joven desertor, “en cuanto tuvimos nuestras familias a salvo”. Tamer es relativamente afortunado porque nació cerca de la frontera y sus familiares pudieron cruzar el puente hacia Mokaibli cuando aún estaba abierto. “Al saber de la seguridad de mis padres y hermanos, hable con mi teniente, suní como yo. Estábamos en Daraa, en el sur, y una noche nos aconsejó que diéramos un paseo y no volviéramos. Solo nos prohibió llevarnos los fusiles, porque eso le habría acarreado represalias”. El teniente tuvo que quedarse porque temía por su familia.
Siria se ha convertido en una cárcel. Eso explica que sean pocos, entre 20.000 y 30.000, los ciudadanos que han conseguido refugiarse en el país vecino. La población civil esta encerrada en un país que se hunde en el horror. “Las unidades alauíes más fieles al régimen se reparten entre el frente y la retaguardia, donde vigilan a las familias de los oficiales y los altos mandos: esa vigilancia es la que impide, por el momento, la desintegración del Ejército", asegura el muchacho.
Wadi Jalid, el conjunto de aldeas que incluye Mokaibli, constituye una lengua de territorio libanés rodeada por Siria. Es un valle de agricultores y ganaderos en el que nunca existieron realmente fronteras. Hasta ahora. Las casas próximas al riachuelo muestran las marcas de los disparos, cada vez más habituales. “Las tropas sirias nos tirotean casi cada noche para recordarnos que esto no es un refugio seguro, que en cualquier momento pueden venir y acabar con nosotros", comenta Ahmed, otro miembro del grupo de desertores. La tía de Tamer intentó cruzar hace un par de semanas. Murió por el disparo de un francotirador. Un soldado libanés que intentó rescatar el cadáver recibió un tiro en una pierna.
Líbano intenta permanecer al margen del conflicto sirio, por miedo al contagio y a la reaparición de la guerra civil entre grupos religiosos y políticos que durante 15 años devastó el país. Pero los esfuerzos del Gobierno, sobre el que el partido-milicia Hezbolá, aliado del régimen sirio, ejerce una influencia decisiva, no bastan. El norte de Líbano ya funciona como base de retaguardia de las fuerzas de oposición. Basta visitar el hospital Dar el Chifae, en Trípoli, para comprobarlo. Decenas de milicianos que combatieron en Bab Amro, el barrio de Homs devastado la semana pasada por el Ejército del presidente Bachar el Asad, convalecen de sus heridas o pasean por los pasillos del centro. Ahmed Hamad, nombre de guerra del emir del grupo (una denominación de clara inspiración islámica), tiene 29 años y antes de la crisis trabajaba como obrero y maestro en una escuela islámica. Está casado con tres mujeres y tiene cinco hijos. Se ocupaba del hospital de campaña de Bab Amro hasta ser herido en una pierna, el día antes de la caída del barrio. “Vuelvo a Siria dentro de dos días, cojo pero con muchos ánimos, para coordinar el asalto a una ciudad”, anuncia.
Aunque no puede revelar su objetivo, sí afirma que el Ejército Libre y los grupos de milicianos independientes que combaten contra el régimen reciben “muy poca ayuda de extranjeros pero mucha ayuda de hombres de negocios sirios, en el exterior y en el interior”. Ahmed Hamad recibe y atiende continuamente visitas. Ahora saluda con efusión a un jeque kuwaití y a un religioso suní libanés, pertenecientes al grupo que sufraga su tratamiento hospitalario. Les comenta que la caída de Homs es “solamente una batalla perdida en una guerra que ya está ganada”. Según Ahmed Hamad, que viste un pijama azul de Zara y luce una enorme sonrisa sobre una barba de corte islámico, “el régimen se derrumba desde dentro”. “Hace un año, ¿quién podía imaginar una manifestación multitudinaria contra El Asad en el barrio de Damasco donde viven los diplomáticos extranjeros? ¿Quién podía imaginar que las ciudades se sublevaran una tras otra? ¿Y tantas deserciones de militares?”.
La oposición al régimen sufre profundas divisiones. Los militares desertores que componen el Ejército Libre mantienen una pugna constante con las milicias independientes y con los grupos islamistas que ganan autoridad moral día a día. El Consejo Nacional Sirio, un remedo de Gobierno en el exilio, apenas es tenido en cuenta por los combatientes. Lo que más valoran los refugiados sirios en Líbano, y los sirios que esperan la oportunidad de huir, es la ayuda material de los Hermanos Musulmanes. La organización islamista, protagonista indiscutible de las revoluciones que sacuden el mundo árabe, financia a través de organizaciones interpuestas numerosos alojamientos colectivos en Wadi Jalid. Son en su mayoría escuelas, reconvertidas en residencias: cada aula es una vivienda. Las condiciones higiénicas no son espléndidas, pero hay agua corriente, gas, y antenas parabólicas que permiten seguir la programación de Al Yazira, la cadena catarí de noticias.
En una de las escuelas reconvertidas vive Jodaifa, un chico de 13 años al que el Ejército sirio detuvo durante tres días. Jodaifa muestra las uñas de los pies, que empiezan a reaparecer: se las arrancaron durante las sesiones de tortura. “No me preguntaban nada, solo me arrancaron las uñas y me aplicaron descargas eléctricas; cuando me soltaron me dijeron que debía contar a todo el mundo lo que ocurría a los chicos que participaban en manifestaciones”, dice. Cuando se le pregunta si tiene amigos alauíes (la secta vinculada al chiismo a la que pertenece Bachar el Asad y la élite del régimen), Jodaifa murmura que tenía uno, Ali. “Pero ya no quiero saber nada de él, pertenece a un régimen fascista”, masculla. El padre de Jodaifa interviene con rapidez para explicar que los hermanos mayores de Ali “son miembros de la shabiha, la milicia irregular del régimen”, y que eso explica el odio del muchacho. “No tenemos nada contra los alauíes en general, algunos son buena gente”, precisa.
En las escuelas-residencia viven también falsos refugiados. Hombres que cruzan por la noche los pasos de montaña, recogen armamento oculto en territorio sirio, realizan una operación de hostigamiento o sabotaje contra el Ejército o las infraestructuras sirias, y vuelven a pasar clandestinamente la frontera unos días después. “Acabamos de recibir armas procedentes de Libia a través del puerto libanés de Trípoli y ahora estamos introduciéndolas en territorio sirio, es una tarea lenta y peligrosa”, explica un hombre que prefiere mantener un completo anonimato. “Tenemos poco armamento”, sigue, “pero nuestro arsenal crece. Ya sabemos que el resto del mundo no nos ayudará y que tendremos que arreglárnoslas solos. Da igual. Bachar tiene los días contados. El futuro de Siria nos pertenece”.
La vigilancia de las familias de los oficiales por mandos alauíes impide la desintegración del Ejército
Damasco, El País
“Necesito un arma”, dice Tamer. Él y sus nueve compañeros, desertores del Ejército sirio, matan el tiempo junto al riachuelo que separa Líbano de Siria. Es apenas un hilo de agua, pero al otro lado hay cientos de minas y unos cuantos tanques. El pequeño puente está en el punto de mira de los francotiradores sirios, pero los combatientes entran y salen con relativa facilidad por pasos de montaña. Tamer y sus compañeros esperan conseguir armas para sumarse al Ejército Libre. “No tardaremos en marchar sobre Damasco”, afirma.
El relato de Tamer, corroborado por muchos otros testimonios, como el de Ahmed Hamad Abu Berry, que convalece en un hospital de Trípoli de las heridas sufridas en Bab Amro, revela que el Ejército sirio dejó hace tiempo de ser realmente operativo. “Los propios oficiales nos permitieron irnos”, explica el joven desertor, “en cuanto tuvimos nuestras familias a salvo”. Tamer es relativamente afortunado porque nació cerca de la frontera y sus familiares pudieron cruzar el puente hacia Mokaibli cuando aún estaba abierto. “Al saber de la seguridad de mis padres y hermanos, hable con mi teniente, suní como yo. Estábamos en Daraa, en el sur, y una noche nos aconsejó que diéramos un paseo y no volviéramos. Solo nos prohibió llevarnos los fusiles, porque eso le habría acarreado represalias”. El teniente tuvo que quedarse porque temía por su familia.
Siria se ha convertido en una cárcel. Eso explica que sean pocos, entre 20.000 y 30.000, los ciudadanos que han conseguido refugiarse en el país vecino. La población civil esta encerrada en un país que se hunde en el horror. “Las unidades alauíes más fieles al régimen se reparten entre el frente y la retaguardia, donde vigilan a las familias de los oficiales y los altos mandos: esa vigilancia es la que impide, por el momento, la desintegración del Ejército", asegura el muchacho.
Wadi Jalid, el conjunto de aldeas que incluye Mokaibli, constituye una lengua de territorio libanés rodeada por Siria. Es un valle de agricultores y ganaderos en el que nunca existieron realmente fronteras. Hasta ahora. Las casas próximas al riachuelo muestran las marcas de los disparos, cada vez más habituales. “Las tropas sirias nos tirotean casi cada noche para recordarnos que esto no es un refugio seguro, que en cualquier momento pueden venir y acabar con nosotros", comenta Ahmed, otro miembro del grupo de desertores. La tía de Tamer intentó cruzar hace un par de semanas. Murió por el disparo de un francotirador. Un soldado libanés que intentó rescatar el cadáver recibió un tiro en una pierna.
Líbano intenta permanecer al margen del conflicto sirio, por miedo al contagio y a la reaparición de la guerra civil entre grupos religiosos y políticos que durante 15 años devastó el país. Pero los esfuerzos del Gobierno, sobre el que el partido-milicia Hezbolá, aliado del régimen sirio, ejerce una influencia decisiva, no bastan. El norte de Líbano ya funciona como base de retaguardia de las fuerzas de oposición. Basta visitar el hospital Dar el Chifae, en Trípoli, para comprobarlo. Decenas de milicianos que combatieron en Bab Amro, el barrio de Homs devastado la semana pasada por el Ejército del presidente Bachar el Asad, convalecen de sus heridas o pasean por los pasillos del centro. Ahmed Hamad, nombre de guerra del emir del grupo (una denominación de clara inspiración islámica), tiene 29 años y antes de la crisis trabajaba como obrero y maestro en una escuela islámica. Está casado con tres mujeres y tiene cinco hijos. Se ocupaba del hospital de campaña de Bab Amro hasta ser herido en una pierna, el día antes de la caída del barrio. “Vuelvo a Siria dentro de dos días, cojo pero con muchos ánimos, para coordinar el asalto a una ciudad”, anuncia.
Aunque no puede revelar su objetivo, sí afirma que el Ejército Libre y los grupos de milicianos independientes que combaten contra el régimen reciben “muy poca ayuda de extranjeros pero mucha ayuda de hombres de negocios sirios, en el exterior y en el interior”. Ahmed Hamad recibe y atiende continuamente visitas. Ahora saluda con efusión a un jeque kuwaití y a un religioso suní libanés, pertenecientes al grupo que sufraga su tratamiento hospitalario. Les comenta que la caída de Homs es “solamente una batalla perdida en una guerra que ya está ganada”. Según Ahmed Hamad, que viste un pijama azul de Zara y luce una enorme sonrisa sobre una barba de corte islámico, “el régimen se derrumba desde dentro”. “Hace un año, ¿quién podía imaginar una manifestación multitudinaria contra El Asad en el barrio de Damasco donde viven los diplomáticos extranjeros? ¿Quién podía imaginar que las ciudades se sublevaran una tras otra? ¿Y tantas deserciones de militares?”.
La oposición al régimen sufre profundas divisiones. Los militares desertores que componen el Ejército Libre mantienen una pugna constante con las milicias independientes y con los grupos islamistas que ganan autoridad moral día a día. El Consejo Nacional Sirio, un remedo de Gobierno en el exilio, apenas es tenido en cuenta por los combatientes. Lo que más valoran los refugiados sirios en Líbano, y los sirios que esperan la oportunidad de huir, es la ayuda material de los Hermanos Musulmanes. La organización islamista, protagonista indiscutible de las revoluciones que sacuden el mundo árabe, financia a través de organizaciones interpuestas numerosos alojamientos colectivos en Wadi Jalid. Son en su mayoría escuelas, reconvertidas en residencias: cada aula es una vivienda. Las condiciones higiénicas no son espléndidas, pero hay agua corriente, gas, y antenas parabólicas que permiten seguir la programación de Al Yazira, la cadena catarí de noticias.
En una de las escuelas reconvertidas vive Jodaifa, un chico de 13 años al que el Ejército sirio detuvo durante tres días. Jodaifa muestra las uñas de los pies, que empiezan a reaparecer: se las arrancaron durante las sesiones de tortura. “No me preguntaban nada, solo me arrancaron las uñas y me aplicaron descargas eléctricas; cuando me soltaron me dijeron que debía contar a todo el mundo lo que ocurría a los chicos que participaban en manifestaciones”, dice. Cuando se le pregunta si tiene amigos alauíes (la secta vinculada al chiismo a la que pertenece Bachar el Asad y la élite del régimen), Jodaifa murmura que tenía uno, Ali. “Pero ya no quiero saber nada de él, pertenece a un régimen fascista”, masculla. El padre de Jodaifa interviene con rapidez para explicar que los hermanos mayores de Ali “son miembros de la shabiha, la milicia irregular del régimen”, y que eso explica el odio del muchacho. “No tenemos nada contra los alauíes en general, algunos son buena gente”, precisa.
En las escuelas-residencia viven también falsos refugiados. Hombres que cruzan por la noche los pasos de montaña, recogen armamento oculto en territorio sirio, realizan una operación de hostigamiento o sabotaje contra el Ejército o las infraestructuras sirias, y vuelven a pasar clandestinamente la frontera unos días después. “Acabamos de recibir armas procedentes de Libia a través del puerto libanés de Trípoli y ahora estamos introduciéndolas en territorio sirio, es una tarea lenta y peligrosa”, explica un hombre que prefiere mantener un completo anonimato. “Tenemos poco armamento”, sigue, “pero nuestro arsenal crece. Ya sabemos que el resto del mundo no nos ayudará y que tendremos que arreglárnoslas solos. Da igual. Bachar tiene los días contados. El futuro de Siria nos pertenece”.