GUERRA CIVIL EN SIRIA / "Cada día traemos a Turquía a 100 de nuestras mujeres, niños y heridos"
Decenas de guías sirios ayudan a las familias de los combatientes y de los desertores a escapar del Ejército de Bachar el Asad
Buhsin, El País
“Tras ese río está Siria. Olemos todo los días el aroma de nuestra tierra pero no podemos cruzarlo”. El que habla es Omar, y lo que dice no es totalmente cierto. Él cruza cada semana la frontera. En ocasiones varias veces. Es un facilitador. Una especie de guía que ayuda a cruzar grupos de civiles que intentan escapar de la violencia de Bachar el Asad.
La granja desde donde opera pertenece a un granjero turco, sin relación aparente con el movimiento rebelde, pero que ha arreglado los papeles para que la policía no pregunte qué hacen una docena de sirios viviendo en sus establos a escasos metros de la frontera. El trabajo de Omar es sencillo pero arriesgado. Con una barca cruzan de noche a los niños, las mujeres y los enfermos. La oscuridad es lo único que permite que los francotiradores del Ejercito sirio puedan errar el tiro. Ya que la consigna que reciben de Damasco es sencilla: que nadie escape, cueste lo que cueste.
“Cada día cruzamos a una media de 100 de nuestras mujeres, niños y heridos. Les llevamos en barcas”, explica Omar. “Luego les dejamos descansar en los establos y llamamos a las autoridades turcas para que se los lleven a los campos o llamamos a las ambulancias si llega algún herido”.
No quiere desvelar el número de hombres que trabajan en este dispositivo, pero suelen ser gente local que trabajaban como contrabandistas y traficantes antes de que estallara la revuelta y se conocen bien los caminos. Se coordinan con el Ejercito Libre de Siria (ELS) a través de teléfonos móviles turcos, ya que las redes de telefonía sirias están pinchadas y las comunicaciones vía satélite no funcionan. “A veces, cuando sabemos que alguien lleva mucho tiempo esperando y cruzar es arriesgado les pasamos comida y agua para que resistan”, explica con naturalidad Omar, que oculta su identidad con este nombre falso.
Hasta cinco días puede llevar un viaje de 20 kilómetros para una familia media siria. Se trata normalmente de mujeres al cargo de tres o cuatro hijos, que se ven forzadas a dormir a la intemperie, entre arbustos para que el Ejercito sirio no les descubra, o si hay suerte, pasar la noche en casa de algún familiar. “Cada adulto suele llevar dos niños a la espalda para cruzar” explica Abdel Monaim, cuya familia llegó ayer al campo de Buhsin donde él les esperaba desde hacía una semana.
Abdel huyó por las montañas porque el Ejercito sirio le estaba buscando. Su camino es el que habitualmente utilizan los desertores del Ejercito sirio, los guerrilleros y los hombres señalados por el régimen. Las mujeres se encargan, en la mayoría de los casos, de sacar al resto de la familia por el llano. “Cuando yo me fui, mi hermano sacó a mi mujer y a mis cinco hijas de Jusrash Shughur y los llevó a donde estaba el ELS. Tardaron casi una semana en hacer el camino que yo hice en seis horas” explica.
La mayor de sus hijas tiene nueve años. La pequeña -que ahora abraza su tío, que huyó a Turquía hace varios meses- es apenas un bebé. Abdel cuenta que durante los combates en su ciudad las encerraba en el baño. “Así sabíamos que no les iba a dar una bala perdida o que, si entraba el Ejército en la casa, no iban a ver como nos mataban” relata su padre.
Son niñas alegres y confiadas. De entrada, nadie diría que han visto de cerca el horror de una guerra. Pero sus dedos índice y corazón las delatan. En cuanto ven una cámara sus manos diminutas hacen la señal de la victoria. Pronto aprenderán el himno de los campos: “Siria, Siria eres una bendición, hasta vuestro fuego en ella es bendito”. Sus pieles se quemarán con el sol, como las de los demás niños refugiados y sus manos se resecaran por la arena. “Atrás dejamos un buena casa y un buen empleo”, dice Abdel Monaim que era camionero y asegura que nunca se metió en política. “Desde que llegaron mi hija no para de preguntar, ¿papá, cuando vamos a volver?”.
Buhsin, El País
“Tras ese río está Siria. Olemos todo los días el aroma de nuestra tierra pero no podemos cruzarlo”. El que habla es Omar, y lo que dice no es totalmente cierto. Él cruza cada semana la frontera. En ocasiones varias veces. Es un facilitador. Una especie de guía que ayuda a cruzar grupos de civiles que intentan escapar de la violencia de Bachar el Asad.
La granja desde donde opera pertenece a un granjero turco, sin relación aparente con el movimiento rebelde, pero que ha arreglado los papeles para que la policía no pregunte qué hacen una docena de sirios viviendo en sus establos a escasos metros de la frontera. El trabajo de Omar es sencillo pero arriesgado. Con una barca cruzan de noche a los niños, las mujeres y los enfermos. La oscuridad es lo único que permite que los francotiradores del Ejercito sirio puedan errar el tiro. Ya que la consigna que reciben de Damasco es sencilla: que nadie escape, cueste lo que cueste.
“Cada día cruzamos a una media de 100 de nuestras mujeres, niños y heridos. Les llevamos en barcas”, explica Omar. “Luego les dejamos descansar en los establos y llamamos a las autoridades turcas para que se los lleven a los campos o llamamos a las ambulancias si llega algún herido”.
No quiere desvelar el número de hombres que trabajan en este dispositivo, pero suelen ser gente local que trabajaban como contrabandistas y traficantes antes de que estallara la revuelta y se conocen bien los caminos. Se coordinan con el Ejercito Libre de Siria (ELS) a través de teléfonos móviles turcos, ya que las redes de telefonía sirias están pinchadas y las comunicaciones vía satélite no funcionan. “A veces, cuando sabemos que alguien lleva mucho tiempo esperando y cruzar es arriesgado les pasamos comida y agua para que resistan”, explica con naturalidad Omar, que oculta su identidad con este nombre falso.
Hasta cinco días puede llevar un viaje de 20 kilómetros para una familia media siria. Se trata normalmente de mujeres al cargo de tres o cuatro hijos, que se ven forzadas a dormir a la intemperie, entre arbustos para que el Ejercito sirio no les descubra, o si hay suerte, pasar la noche en casa de algún familiar. “Cada adulto suele llevar dos niños a la espalda para cruzar” explica Abdel Monaim, cuya familia llegó ayer al campo de Buhsin donde él les esperaba desde hacía una semana.
Abdel huyó por las montañas porque el Ejercito sirio le estaba buscando. Su camino es el que habitualmente utilizan los desertores del Ejercito sirio, los guerrilleros y los hombres señalados por el régimen. Las mujeres se encargan, en la mayoría de los casos, de sacar al resto de la familia por el llano. “Cuando yo me fui, mi hermano sacó a mi mujer y a mis cinco hijas de Jusrash Shughur y los llevó a donde estaba el ELS. Tardaron casi una semana en hacer el camino que yo hice en seis horas” explica.
La mayor de sus hijas tiene nueve años. La pequeña -que ahora abraza su tío, que huyó a Turquía hace varios meses- es apenas un bebé. Abdel cuenta que durante los combates en su ciudad las encerraba en el baño. “Así sabíamos que no les iba a dar una bala perdida o que, si entraba el Ejército en la casa, no iban a ver como nos mataban” relata su padre.
Son niñas alegres y confiadas. De entrada, nadie diría que han visto de cerca el horror de una guerra. Pero sus dedos índice y corazón las delatan. En cuanto ven una cámara sus manos diminutas hacen la señal de la victoria. Pronto aprenderán el himno de los campos: “Siria, Siria eres una bendición, hasta vuestro fuego en ella es bendito”. Sus pieles se quemarán con el sol, como las de los demás niños refugiados y sus manos se resecaran por la arena. “Atrás dejamos un buena casa y un buen empleo”, dice Abdel Monaim que era camionero y asegura que nunca se metió en política. “Desde que llegaron mi hija no para de preguntar, ¿papá, cuando vamos a volver?”.