Siria: Una revolución civil
En esta tercera entrega, el autor conoce a los activistas que organizan las manifestaciones en Homs y se juegan la vida para lograr imágenes de las protestas y distribuirlas al mundo
Homs, El País
Desde hace 11 meses, la vida cotidiana en Siria sigue el ritmo de las manifestaciones. La más importante es la del viernes. Sigue un ritual inamovible, como este 20 de enero en Baba Amro. En cuanto termina la oración de mediodía, los hombres, en la mezquita, lanzan el takbir: "Allah u akbar!" y salen por la puerta. Fuera, los activistas, rodeados de grupos de niños entusiastas, aguardan con banderas y banderolas. Se forma el cortejo, que empieza a desfilar por las calles y luego por una avenida mientras gritan eslóganes y agitan pancartas y fotos de mártires, al pie de edificios en los que, a veces, acechan francotiradores del régimen. En los cruces, vigilan soldados del Ejército Libre de Siria (ELS) armados. La marcha se une a otros grupos en una gran calle que atraviesa el barrio. Me subo a un tejado con unos activistas que están filmando la manifestación, para observar bien todo el espectáculo: hay al menos 2.000 personas, quizá incluso 3.000. "Si no disparasen contra los manifestantes", me dice un anciano, "toda Homs estaría en la calle". En el centro, varios centenares de jóvenes forman filas, agarrándose por los brazos, vuelven a lanzar el takbir y empiezan a saltar al ritmo de los tambores y los cantos revolucionarios que entonan los líderes, que están de pie sobre una escalera en el centro de un corro de gente que baila. A un lado, una masa de mujeres cubiertas con velo, un mar de pañuelos blancos, rosas o negros, con niños y globos en sus brazos, ulula su grito característico y se une, con los hombres, a los eslóganes de los dirigentes. Alrededor de ellos, los balcones están abarrotados. Hay un ambiente de inmenso alborozo, de alegría furiosa y desesperada.
Nada más acabar la manifestación, decenas de jóvenes me rodean y tratan desesperadamente de hablar con sus cuatro palabras de inglés. Todos me muestran sus cicatrices, las marcas de los porrazos, las quemaduras eléctricas, las huellas dejadas por las balas o los obuses. El hermano de uno murió por disparos de un francotirador cuando cruzaba la calle, la madre de otro, en un bombardeo; todo el mundo quiere contar todo sin esperar. Agitan sus teléfonos: "¡Chouf, chouf, mira!" Un cadáver cubierto de señales de torturas, otro con el cráneo hundido, otro en el que la cámara se detiene en cada herida, agujeros en la ingle, en la pierna, en el pecho, en la garganta. En todas partes me enseñan las mismas cosas. En un puesto de primeros auxilios en al Khaldiye, al norte de la ciudad, el smartphone de una joven enfermera aparece incluso antes que el té: en la pantalla, un hombre agoniza entre las manos de un médico que intenta entubarlo sin remedio, directamente sobre el suelo, al pie de este sofá en el que estoy sentado. Era taxista, recibió una bala en el rostro y quedó tumbado en medio de un inmenso charco de sangre, con el cerebro desparramado. "¿Ves esas manos?", dice la enfermera. "Soy yo". Pasa al siguiente vídeo, llega el té y lo bebo sin quitar los ojos de la pantalla. En Homs, cada teléfono es un museo de los horrores.
Esa misma tarde, todavía en al Khaldiye, otra manifestación. En un rincón de la plaza central domina una copia en madera, pintada en blanco y negro y cubierta de fotos de mártires, del célebre viejo reloj de Homs, que data de la época colonial francesa; este es ahora el "centro de la ciudad". En este mismo lugar se producirá la matanza del 3 de febrero, al día siguiente de mi partida, alrededor de 150 muertos por el impacto de obuses. Una gran bandera deja clara la lealtad de los manifestantes al Consejo Nacional Sirio: "No a la oposición imaginaria, inventada por las pandillas de El Asad. El CNS nos une, las facciones nos dispersan". Alrededor de nosotros, montañas de basura obstaculizan las calles; desde el inicio de la revuelta, el Ayuntamiento ha dejado de enviar basureros a los barrios de la oposición. Los cantos y los bailes, que adoptan la forma de zikr, las danzas místicas de los sufíes, enardecen a la multitud, y los dirigentes proponen nuevos eslóganes: "¡Idlib, estamos contigo! ¡Tbilisi, estamos contigo! ¡Rastán, estamos contigo hasta la muerte!". El deseo de unidad de las comunidades frente al régimen se hace explícito: "¡No nos rebelamos contra los alauíes ni los cristianos! ¡El pueblo sirio es uno solo!" "Wahad, wahad, al-shaab al-suri wahad !", grita la muchedumbre, "¡El pueblo sirio es uno solo!". De pie, a hombros de un hombre, un niño pelirrojo de unos 10 años, llamado Mahmud, dirige al grupo que grita el hit culto del poeta asesinado Ibrahim Qashoush, "¡Vete, Bashar!".
Lo que llama la atención, en estas exuberantes manifestaciones, es la extraordinaria energía que desprenden. No solo sirven de liberación y desahogo colectivo de toda la tensión acumulada día tras día; además renuevan la energía de los participantes, les dan una dosis diaria de vigor y coraje para seguir soportando los asesinatos, las heridas y los duelos. El grupo genera la energía y cada individuo la reabsorbe, como también la absorbe de la música y las danzas. No son meros desafíos, meras consignas, son también, como el zikr sufí, generadores y captadores de fuerza. La revolución siria, cosa rara, no se sostiene solo gracias a las armas del ELS, ni siquiera por el valor de los rebeldes, sino también por la alegría, el canto y el baile.
Las consignas, la opinión de los barrios sobre cuestiones candentes como la lealtad al CNS o la intervención militar extranjera, no surgen exclusivamente en las manifestaciones. La mezquita también desempeña un papel fundamental. En un barrio de la ciudad vieja, el viernes 27 de enero, el imán menciona a los parientes del profeta, en particular Abu Bakr, para hacer hincapié en la solidaridad entre los habitantes. Su sermón sube de volumen y adquiere unos tonos agudos cuando evoca a los muertos del barrio; "¡Dios es grande!", puntúan a coro los fieles. "Toda esa sangre vertida", grita el imán, "es nuestra sangre, todos esos asesinados son nuestros hijos. Sin embargo, decimos a nuestros opresores, a todos los que han caído en la desmesura: ¡Hagáis lo que hagáis, la victoria será nuestra!". El ritual ratifica la unión de la comunidad. El clérigo centra la voluntad colectiva, expresada en conversaciones durante toda la semana; gracias a él, más que cualquier otro mecanismo en esta larga dictadura, es por lo que se puede hablar de una "opinión pública". Dado que los mujabarats, los servicios de seguridad del régimen, hacen imposible cualquier visita a los barrios cristianos y alauíes, no voy a tener, por desgracia, ocasión de ver qué sucede en ellos.
La última capa de esta cebolla de la resistencia civil son los activistas. En al Bayada, un barrio muy pobre, limítrofe con al Khaldiye, un activista local, Abu Omar, nos muestra las calles, los impactos de los obuses, las avenidas llenas de francotiradores, la gente que tala los olivos para calentarse. Delante de una tienda que vende almendras, un grupo de niños nos rodea y un guapo chico de 17 años, vestido con chándal azul, apostrofa a Mani: "¡Han arrestado a mi padre, han arrestado a mi hermano, han golpeado a mi madre! ¡Han venido a detenerme y, si me encuentran, me matarán! ¡Todo, porque salgo y digo que no me gusta Bachar!". Es quien dirige la manifestación local. Estira el cuello y se pellizca la glotis: "¡Mi única arma es mi voz!". Se da la vuelta, levanta el brazo y se lanza a una exhibición espontánea de su arte, entonando un canto revolucionario. Otro joven le acompaña con un tambor que sujeta bajo la axila, los niños repiten los estribillos mientras dan palmas, su voz resulta clara y bella en la luz del atardecer. Pero es consciente del peligro. La víspera, hemos asistido a una manifestación en la ciudad vieja; hoy, el hombre que la encabezaba, Abu Annas, está a dos pasos de la muerte, gravemente herido en el pecho por un obús lanzado desde un blindado.
Los medios occidentales utilizan muy poco estas fuentes, porque consideran que la autenticidad de esos vídeos llenos de horrores "no puede verificarse"
El joven que nos había llevado a esa manifestación, con el propósito, frustrado, de retransmitirla en directo para Al Yasira, se hace llamar Abu Bilal. Es un activista de la información, una de esas personas que se encargan de dar testimonio diario de la represión. Vivimos varios días con él y sus amigos, en una discreta casa de la ciudad vieja, a apenas unos cientos de metros de la ciudadela de Homs, desde donde las fuerzas del régimen ametrallan las calles sin cesar. Cada mañana, nos metemos en un coche con dos o tres miembros del equipo que, desafiando a los francotiradores, salen a filmar entierros, a los heridos y a los muertos. Omar Telaoui, de Bab Sbaa, es uno de los más conocidos. Aparece en sus vídeos con el rostro descubierto, una bufanda con los colores de la revolución alrededor del cuello, y con cada víctima pronuncia un breve discurso indignado en el que expone las circunstancias, el lugar y la fecha. Por la noche, de vuelta a casa, Omar, Abu Bilal y los demás se abalanzan sobre sus ordenadores portátiles. En la medida en que se lo permite una conexión de Internet vacilante, cuelgan sus vídeos en YouTube, difunden los enlaces a través de las redes sociales y conceden entrevistas a cadenas de televisión, casi todas árabes.
Los medios occidentales utilizan muy poco estas fuentes, a menudo porque consideran que, a falta de uno de sus propios reporteros sobre el terreno, la autenticidad de esos vídeos llenos de horrores "no puede verificarse". Sin embargo, esas imágenes, a veces temblorosas, capturadas en el mismo lugar de las atrocidades que comete el régimen sirio, representan un trabajo de información de valor incalculable, por el que esos activistas arriesgan a diario la vida. Como me dice una noche Abu Slimane, un activista de Baba Amro: "Nuestros padres han vivido sometidos por el terror. Nosotros hemos derribado el muro del miedo. O vencemos, o morimos".
Jonathan Littell es novelista franco-estadounidense, autor de Las benévolas. La serie de artículos sobre Siria se está publicando de forma coordinada con el diario francés Le Monde.
Homs, El País
Desde hace 11 meses, la vida cotidiana en Siria sigue el ritmo de las manifestaciones. La más importante es la del viernes. Sigue un ritual inamovible, como este 20 de enero en Baba Amro. En cuanto termina la oración de mediodía, los hombres, en la mezquita, lanzan el takbir: "Allah u akbar!" y salen por la puerta. Fuera, los activistas, rodeados de grupos de niños entusiastas, aguardan con banderas y banderolas. Se forma el cortejo, que empieza a desfilar por las calles y luego por una avenida mientras gritan eslóganes y agitan pancartas y fotos de mártires, al pie de edificios en los que, a veces, acechan francotiradores del régimen. En los cruces, vigilan soldados del Ejército Libre de Siria (ELS) armados. La marcha se une a otros grupos en una gran calle que atraviesa el barrio. Me subo a un tejado con unos activistas que están filmando la manifestación, para observar bien todo el espectáculo: hay al menos 2.000 personas, quizá incluso 3.000. "Si no disparasen contra los manifestantes", me dice un anciano, "toda Homs estaría en la calle". En el centro, varios centenares de jóvenes forman filas, agarrándose por los brazos, vuelven a lanzar el takbir y empiezan a saltar al ritmo de los tambores y los cantos revolucionarios que entonan los líderes, que están de pie sobre una escalera en el centro de un corro de gente que baila. A un lado, una masa de mujeres cubiertas con velo, un mar de pañuelos blancos, rosas o negros, con niños y globos en sus brazos, ulula su grito característico y se une, con los hombres, a los eslóganes de los dirigentes. Alrededor de ellos, los balcones están abarrotados. Hay un ambiente de inmenso alborozo, de alegría furiosa y desesperada.
Nada más acabar la manifestación, decenas de jóvenes me rodean y tratan desesperadamente de hablar con sus cuatro palabras de inglés. Todos me muestran sus cicatrices, las marcas de los porrazos, las quemaduras eléctricas, las huellas dejadas por las balas o los obuses. El hermano de uno murió por disparos de un francotirador cuando cruzaba la calle, la madre de otro, en un bombardeo; todo el mundo quiere contar todo sin esperar. Agitan sus teléfonos: "¡Chouf, chouf, mira!" Un cadáver cubierto de señales de torturas, otro con el cráneo hundido, otro en el que la cámara se detiene en cada herida, agujeros en la ingle, en la pierna, en el pecho, en la garganta. En todas partes me enseñan las mismas cosas. En un puesto de primeros auxilios en al Khaldiye, al norte de la ciudad, el smartphone de una joven enfermera aparece incluso antes que el té: en la pantalla, un hombre agoniza entre las manos de un médico que intenta entubarlo sin remedio, directamente sobre el suelo, al pie de este sofá en el que estoy sentado. Era taxista, recibió una bala en el rostro y quedó tumbado en medio de un inmenso charco de sangre, con el cerebro desparramado. "¿Ves esas manos?", dice la enfermera. "Soy yo". Pasa al siguiente vídeo, llega el té y lo bebo sin quitar los ojos de la pantalla. En Homs, cada teléfono es un museo de los horrores.
Esa misma tarde, todavía en al Khaldiye, otra manifestación. En un rincón de la plaza central domina una copia en madera, pintada en blanco y negro y cubierta de fotos de mártires, del célebre viejo reloj de Homs, que data de la época colonial francesa; este es ahora el "centro de la ciudad". En este mismo lugar se producirá la matanza del 3 de febrero, al día siguiente de mi partida, alrededor de 150 muertos por el impacto de obuses. Una gran bandera deja clara la lealtad de los manifestantes al Consejo Nacional Sirio: "No a la oposición imaginaria, inventada por las pandillas de El Asad. El CNS nos une, las facciones nos dispersan". Alrededor de nosotros, montañas de basura obstaculizan las calles; desde el inicio de la revuelta, el Ayuntamiento ha dejado de enviar basureros a los barrios de la oposición. Los cantos y los bailes, que adoptan la forma de zikr, las danzas místicas de los sufíes, enardecen a la multitud, y los dirigentes proponen nuevos eslóganes: "¡Idlib, estamos contigo! ¡Tbilisi, estamos contigo! ¡Rastán, estamos contigo hasta la muerte!". El deseo de unidad de las comunidades frente al régimen se hace explícito: "¡No nos rebelamos contra los alauíes ni los cristianos! ¡El pueblo sirio es uno solo!" "Wahad, wahad, al-shaab al-suri wahad !", grita la muchedumbre, "¡El pueblo sirio es uno solo!". De pie, a hombros de un hombre, un niño pelirrojo de unos 10 años, llamado Mahmud, dirige al grupo que grita el hit culto del poeta asesinado Ibrahim Qashoush, "¡Vete, Bashar!".
Lo que llama la atención, en estas exuberantes manifestaciones, es la extraordinaria energía que desprenden. No solo sirven de liberación y desahogo colectivo de toda la tensión acumulada día tras día; además renuevan la energía de los participantes, les dan una dosis diaria de vigor y coraje para seguir soportando los asesinatos, las heridas y los duelos. El grupo genera la energía y cada individuo la reabsorbe, como también la absorbe de la música y las danzas. No son meros desafíos, meras consignas, son también, como el zikr sufí, generadores y captadores de fuerza. La revolución siria, cosa rara, no se sostiene solo gracias a las armas del ELS, ni siquiera por el valor de los rebeldes, sino también por la alegría, el canto y el baile.
Las consignas, la opinión de los barrios sobre cuestiones candentes como la lealtad al CNS o la intervención militar extranjera, no surgen exclusivamente en las manifestaciones. La mezquita también desempeña un papel fundamental. En un barrio de la ciudad vieja, el viernes 27 de enero, el imán menciona a los parientes del profeta, en particular Abu Bakr, para hacer hincapié en la solidaridad entre los habitantes. Su sermón sube de volumen y adquiere unos tonos agudos cuando evoca a los muertos del barrio; "¡Dios es grande!", puntúan a coro los fieles. "Toda esa sangre vertida", grita el imán, "es nuestra sangre, todos esos asesinados son nuestros hijos. Sin embargo, decimos a nuestros opresores, a todos los que han caído en la desmesura: ¡Hagáis lo que hagáis, la victoria será nuestra!". El ritual ratifica la unión de la comunidad. El clérigo centra la voluntad colectiva, expresada en conversaciones durante toda la semana; gracias a él, más que cualquier otro mecanismo en esta larga dictadura, es por lo que se puede hablar de una "opinión pública". Dado que los mujabarats, los servicios de seguridad del régimen, hacen imposible cualquier visita a los barrios cristianos y alauíes, no voy a tener, por desgracia, ocasión de ver qué sucede en ellos.
La última capa de esta cebolla de la resistencia civil son los activistas. En al Bayada, un barrio muy pobre, limítrofe con al Khaldiye, un activista local, Abu Omar, nos muestra las calles, los impactos de los obuses, las avenidas llenas de francotiradores, la gente que tala los olivos para calentarse. Delante de una tienda que vende almendras, un grupo de niños nos rodea y un guapo chico de 17 años, vestido con chándal azul, apostrofa a Mani: "¡Han arrestado a mi padre, han arrestado a mi hermano, han golpeado a mi madre! ¡Han venido a detenerme y, si me encuentran, me matarán! ¡Todo, porque salgo y digo que no me gusta Bachar!". Es quien dirige la manifestación local. Estira el cuello y se pellizca la glotis: "¡Mi única arma es mi voz!". Se da la vuelta, levanta el brazo y se lanza a una exhibición espontánea de su arte, entonando un canto revolucionario. Otro joven le acompaña con un tambor que sujeta bajo la axila, los niños repiten los estribillos mientras dan palmas, su voz resulta clara y bella en la luz del atardecer. Pero es consciente del peligro. La víspera, hemos asistido a una manifestación en la ciudad vieja; hoy, el hombre que la encabezaba, Abu Annas, está a dos pasos de la muerte, gravemente herido en el pecho por un obús lanzado desde un blindado.
Los medios occidentales utilizan muy poco estas fuentes, porque consideran que la autenticidad de esos vídeos llenos de horrores "no puede verificarse"
El joven que nos había llevado a esa manifestación, con el propósito, frustrado, de retransmitirla en directo para Al Yasira, se hace llamar Abu Bilal. Es un activista de la información, una de esas personas que se encargan de dar testimonio diario de la represión. Vivimos varios días con él y sus amigos, en una discreta casa de la ciudad vieja, a apenas unos cientos de metros de la ciudadela de Homs, desde donde las fuerzas del régimen ametrallan las calles sin cesar. Cada mañana, nos metemos en un coche con dos o tres miembros del equipo que, desafiando a los francotiradores, salen a filmar entierros, a los heridos y a los muertos. Omar Telaoui, de Bab Sbaa, es uno de los más conocidos. Aparece en sus vídeos con el rostro descubierto, una bufanda con los colores de la revolución alrededor del cuello, y con cada víctima pronuncia un breve discurso indignado en el que expone las circunstancias, el lugar y la fecha. Por la noche, de vuelta a casa, Omar, Abu Bilal y los demás se abalanzan sobre sus ordenadores portátiles. En la medida en que se lo permite una conexión de Internet vacilante, cuelgan sus vídeos en YouTube, difunden los enlaces a través de las redes sociales y conceden entrevistas a cadenas de televisión, casi todas árabes.
Los medios occidentales utilizan muy poco estas fuentes, a menudo porque consideran que, a falta de uno de sus propios reporteros sobre el terreno, la autenticidad de esos vídeos llenos de horrores "no puede verificarse". Sin embargo, esas imágenes, a veces temblorosas, capturadas en el mismo lugar de las atrocidades que comete el régimen sirio, representan un trabajo de información de valor incalculable, por el que esos activistas arriesgan a diario la vida. Como me dice una noche Abu Slimane, un activista de Baba Amro: "Nuestros padres han vivido sometidos por el terror. Nosotros hemos derribado el muro del miedo. O vencemos, o morimos".
Jonathan Littell es novelista franco-estadounidense, autor de Las benévolas. La serie de artículos sobre Siria se está publicando de forma coordinada con el diario francés Le Monde.