ANÁLISIS / Los alemanes conjugan el verbo dimitir
Al final Wulff tampoco ha podido resistir la presión social. Su intento de acallar a la prensa con métodos intimidatorios fue el último empujón para precipitar su caída
Madrid, El País
“Para la cultura política, para la democracia, es buena la dimisión de Christian Wulff porque muestra que las reglas son aplicables también a la más alta magistratura del Estado”. Este comentario de Roland Nelles, uno de los columnistas del prestigioso semanario Der Spiegel, simboliza la actitud de la sociedad alemana a la hora de conjugar el verbo dimitir. Sea por una tradición de moralidad estricta, sea por un aprecio de lo público que no puede ser utilizado en beneficio de lo privado o sea por un sentimiento colectivo de respeto por las normas, lo bien cierto es que los alemanes castigan a los corruptos y les obligan, antes o después, a la renuncia. Desde la dimisión en 1974 del canciller socialdemócrata, Willy Brandt, por el escándalo de espionaje en favor de la República Democrática Alemana de uno de sus colaboradores, Günter Guillaume, hasta la renuncia del democristiano Wulff, como presidente federal, la historia reciente de Alemania está jalonada de políticos que han abandonado su puesto por las imputaciones de delitos. Hasta faltas o errores que serían calificados de menudencias en otros países europeos, como copiar una tesis doctoral, terminaron con la dimisión del ministro de Defensa, Karl-Theodor zu Gutenberg, el pasado marzo de 2011.
Al final Wulff tampoco ha podido resistir la presión social y su presunto delito de tráfico de influencias y cohecho, cometido en 2007 cuando era el primer ministro del land de Baja Sajonia, le ha costado el cargo. Después de que la fiscalía de Hannover apreciara que existen “indicios concretos y suficientes” de esos delitos por aceptar vacaciones, regalos y prebendas de empresarios que se beneficiaron de contratos públicos, la cabeza de Wulff estaba servida en bandeja. Su intento de acallar a la prensa con métodos intimidatorios fue el último empujón para precipitar su caída. Esta salida intempestiva de Wulff de la presidencia federal no tiene antecedentes en la historia alemana reciente y, no cabe duda, de que el error de partida lo cometieron la canciller democristiana, Angela Merkel, y sus socios liberales de la coalición de gobierno. Aunque ahora mire hacia otro lado, Merkel impuso a su candidato Wulff contra viento y marea, contra el criterio de la oposición política y de buena parte de la sociedad alemana, que pedían un presidente de consenso y valoraban mucho más la idoneidad para el cargo de Joachim Gauck, un intachable socialdemócrata, curtido en la lucha por la libertad en la antigua RDA comunista. Sin embargo, Merkel prefirió optar por unos de los barones regionales de su Democracia Cristiana. Ahora pagará las consecuencias de aquella decisión tan poco inteligente y la marcha de Wulff complicará todavía más la delicada situación política interna que afronta la hasta ahora todopoderosa canciller.
En primer lugar y en menos de un mes, Merkel se verá forzada a pactar un candidato para la presidencia de la República con sus socios liberales, pero también con socialdemócratas y verdes. Ahora sí, no tendrá otro remedio. Pero, más allá de esta urgencia, el crédito político de la canciller se va agotando, con derrotas regionales una tras otra en los últimos tiempos, y en la perspectiva de las elecciones federales del próximo año. La torpeza de Merkel ha alcanzado con el caso Wulff cotas nunca antes logradas. Porque convertir en piedra de escándalo una figura tan protocolaria, simbólica y despojada de poder como la presidencia de la República dice bien poco en favor de la canciller. La arrogancia y la falta de tacto de Merkel pueden pasarle factura en breve. Quizá el caso Wulff sea el principio del fin de la era Merkel.
Madrid, El País
“Para la cultura política, para la democracia, es buena la dimisión de Christian Wulff porque muestra que las reglas son aplicables también a la más alta magistratura del Estado”. Este comentario de Roland Nelles, uno de los columnistas del prestigioso semanario Der Spiegel, simboliza la actitud de la sociedad alemana a la hora de conjugar el verbo dimitir. Sea por una tradición de moralidad estricta, sea por un aprecio de lo público que no puede ser utilizado en beneficio de lo privado o sea por un sentimiento colectivo de respeto por las normas, lo bien cierto es que los alemanes castigan a los corruptos y les obligan, antes o después, a la renuncia. Desde la dimisión en 1974 del canciller socialdemócrata, Willy Brandt, por el escándalo de espionaje en favor de la República Democrática Alemana de uno de sus colaboradores, Günter Guillaume, hasta la renuncia del democristiano Wulff, como presidente federal, la historia reciente de Alemania está jalonada de políticos que han abandonado su puesto por las imputaciones de delitos. Hasta faltas o errores que serían calificados de menudencias en otros países europeos, como copiar una tesis doctoral, terminaron con la dimisión del ministro de Defensa, Karl-Theodor zu Gutenberg, el pasado marzo de 2011.
Al final Wulff tampoco ha podido resistir la presión social y su presunto delito de tráfico de influencias y cohecho, cometido en 2007 cuando era el primer ministro del land de Baja Sajonia, le ha costado el cargo. Después de que la fiscalía de Hannover apreciara que existen “indicios concretos y suficientes” de esos delitos por aceptar vacaciones, regalos y prebendas de empresarios que se beneficiaron de contratos públicos, la cabeza de Wulff estaba servida en bandeja. Su intento de acallar a la prensa con métodos intimidatorios fue el último empujón para precipitar su caída. Esta salida intempestiva de Wulff de la presidencia federal no tiene antecedentes en la historia alemana reciente y, no cabe duda, de que el error de partida lo cometieron la canciller democristiana, Angela Merkel, y sus socios liberales de la coalición de gobierno. Aunque ahora mire hacia otro lado, Merkel impuso a su candidato Wulff contra viento y marea, contra el criterio de la oposición política y de buena parte de la sociedad alemana, que pedían un presidente de consenso y valoraban mucho más la idoneidad para el cargo de Joachim Gauck, un intachable socialdemócrata, curtido en la lucha por la libertad en la antigua RDA comunista. Sin embargo, Merkel prefirió optar por unos de los barones regionales de su Democracia Cristiana. Ahora pagará las consecuencias de aquella decisión tan poco inteligente y la marcha de Wulff complicará todavía más la delicada situación política interna que afronta la hasta ahora todopoderosa canciller.
En primer lugar y en menos de un mes, Merkel se verá forzada a pactar un candidato para la presidencia de la República con sus socios liberales, pero también con socialdemócratas y verdes. Ahora sí, no tendrá otro remedio. Pero, más allá de esta urgencia, el crédito político de la canciller se va agotando, con derrotas regionales una tras otra en los últimos tiempos, y en la perspectiva de las elecciones federales del próximo año. La torpeza de Merkel ha alcanzado con el caso Wulff cotas nunca antes logradas. Porque convertir en piedra de escándalo una figura tan protocolaria, simbólica y despojada de poder como la presidencia de la República dice bien poco en favor de la canciller. La arrogancia y la falta de tacto de Merkel pueden pasarle factura en breve. Quizá el caso Wulff sea el principio del fin de la era Merkel.