Europa: Con moneda y sin Unión
La prolongada crisis de las deudas soberanas no ha conseguido terminar con el euro. Pero lo que no ha aguantado ha sido la UE, que ha saltado a trozos en la última cumbre
Madrid, El País
El euro ha aguantado. La prolongada crisis de las deudas soberanas no ha conseguido terminar con la moneda única, a pesar de los presagios y temores de políticos y economistas de ambas orillas del Atlántico. En varias ocasiones durante 2011 hemos estado "al borde del abismo", en agosto por ejemplo, cuando así lo advirtió Jacques Delors, el presidente de la Comisión Europea que trazó la hoja de ruta para la moneda única europea. También han sido varias las ocasiones en que se ha convocado de urgencia al Consejo Europeo para alcanzar la solución definitiva a esta agonía que nunca termina. Y cada vez ha sucedido lo mismo: las respuestas han quedado cortas, todo se ha hecho tarde y mal. Grandes alarmas, grandes expectativas y al final grandes decepciones. Pero el euro ha seguido aguantando.
Lo que no ha aguantado ha sido la Unión Europea, que ha saltado a trozos en la última cumbre, cuando el primer ministro británico, David Cameron, ha dado el portazo a 38 años de participación del Reino Unido en la construcción europea. En muchas ocasiones en estas cuatro décadas se había resuelto con ingeniosas y a veces complicadas fórmulas de compromiso la tensión entre quienes querían una unión más estrecha de las naciones europeas y quienes preferían limitarla a un espacio comercial común. Los británicos habían conseguido avanzar junto al resto de países europeos gracias sobre todo a las derogaciones en los tratados, que les permitían prescindir de la política social o de la marcha hacia el euro.
En la madrugada del 9 de diciembre pasado en Bruselas se terminaron los márgenes de maniobra. Cameron fue más lejos de lo habitual: no tan solo no quiso evitar su participación, mediante la habitual excepción, como había hecho su país en anteriores ocasiones, sino que se empeñó en que los otros tampoco avanzaran. Era la sentencia de muerte a esta unión tan difícilmente mantenida. Alemania y Francia no podían permitir que los mercados acogieran la falta de acuerdo entre los 27 con un severo ataque que podía situar a Italia e incluso a España en situación comprometida. Ante la negativa de Londres a la reforma de los tratados de la UE acordaron firmar un nuevo tratado solo entre los 17 miembros del euro y quienes quisieran añadirse, que en principio fueron otros seis países.
Por más que luego se quiera corregir o mitigar la catástrofe de aquella madrugada bruselense, el resultado es el regreso a 1972, la Europa anterior a la incorporación de Reino Unido. Las críticas han llovido sobre los reunidos en Bruselas, desde todos los ángulos y posiciones: a uno por irse, a los otros por dejar que se fueran; a los dos más grandes por su poder abusivo, a los otros por dejarse arrastrar sin rechistar.
Sobre Cameron, naturalmente, han llovido en abundancia por utilizar el equivalente al arma atómica que es el derecho de veto para bloquear en vez de para disuadir, como había venido sucediendo hasta ahora. También por liquidar la tradicional política de calculada ambigüedad que tantos réditos le ha venido dando a Londres en todos estos años: dentro o fuera según sus conveniencias, y en algunas cosas, como el euro, dentro para actuar como plaza financiera europea y fuera para seguir manteniendo la soberanía monetaria.
No han sido menores las críticas a Nicolás Sarkozy y Angela Merkel, en sus países y en el exterior, a los dos juntos en la palabra centauro Merkozy o a cada uno por separado, respectivamente, como rencarnación del general De Gaulle que vetó por dos veces a Reino Unido y del canciller Bismarck que quiso crear una Alemania europea. Ellos dos han sido los artífices del acuerdo, que además de dejar fuera a Reino Unido, margina a la Comisión Europea, institución antaño designada exageradamente como Ejecutivo europeo, a todas luces una inadecuada denominación a estas alturas, e impone una unión del rigor y del dolor a los socios de la moneda única y a quienes quieran incorporarse en el futuro, en vez de una unión de la solidaridad que desde Berlín se lee como unión de trasferencias.
Martin Wolf (Financial Times, 14 de diciembre) ha señalado que no es una unión de estabilidad y crecimiento como anunció Sarkozy, sino "una unión de inestabilidad y estancamiento", un lugar de donde huir por tanto, puesto que dará lugar a "recesiones estructurales a largo plazo en los países vulnerables". Es corta por el lado del crecimiento, pero lo es también por el lado de la credibilidad, tal como ha señalado la directora general del Fondo Monetario Internacional, Christine Lagarde, en una entrevista el pasado domingo. "Insuficientemente detallada en los aspectos financieros y complicada en los principios fundamentales", ha dicho esta exministra de Sarkozy que no hubiera alcanzado su actual posición sin la escandalosa y fulminante dimisión de su antecesor, Dominique Strauss-Kahn, el pasado mayo, en mitad de la crisis de la deuda soberana europea.
La señora Lagarde ha reconocido los progresos realizados en la cumbre, como no podía ser de otra forma: ella misma hubiera podido cocinarlos de no haber sido por su precipitada marcha a Washington. Pero ha criticado su excesivo gradualismo y su lentitud, la ausencia de una sola voz europea y de un calendario sencillo y detallado, cosas todas ellas que amenazan con trasladar la crisis al conjunto de la economía global y dibujan un mundo como el de los años 30, de repliegue nacionalista, quiebra del multilateralismo, reflejos proteccionistas y alzamiento de barreras al comercio mundial.
Lo ocurrido en la cumbre de diciembre no es un percance o accidente de recorrido, sino resultado de una larga deriva y de una profundización de viejas divergencias. La Unión Europea no esperó a este diciembre para empezar a despedazarse, ni siquiera ha sido la larga agonía del euro la única que ha conducido a la división y a la ruptura. El año 2011 empezó con muy malos presagios para un club de países que se había propuesto construir una política exterior común y de pronto se quedó sin un trozo entero de tal política, como es la mediterránea, por arte del birlibirloque revolucionario.
Túnez, con el derrocamiento del dictador Ben Ali, puso en evidencia a la Francia de Sarkozy, dispuesta todavía a mandar material antidisturbios para la policía de la dictadura cuando la revolución del jazmín ya hacía tambalear al régimen. La guerra de Libia hizo lo propio con Alemania, que aprovechó su asiento rotatorio en el consejo de Seguridad de Naciones Unidas para abstenerse junto a Rusia, China y Brasil, en la creación de una zona de prohibición de vuelos, en abierta disonancia con Estados Unidos y con Francia y Reino Unido, los dos socios europeos miembros de la Alianza Atlántica que marcaron la pauta a la hora de cercar y terminar con Gadafi.
La disidencia alemana en política exterior es el equivalente de la disidencia británica en política monetaria. No es la primera vez que la UE se desgarra por su participación en una operación bélica. Sucedió con la guerra de Irak, cuando se dividió en dos, entre la Nueva y la Vieja Europa, ante la propuesta de resolución de Estados Unidos para emprender la guerra preventiva contra Sadam Husein. Pero esta vez la propuesta de resolución venía de la misma Europa, concretamente de un Sarkozy con ganas de lavar su pecado tunecino, y no de Estados Unidos, dispuesto a acompañar e incluso a dirigir desde atrás y renunciar al liderazgo en la operación. No se trataba de una invasión, sino de una operación de apoyo aéreo fundamentada en la responsabilidad de proteger a las poblaciones civiles, principio incorporado a la carta de Naciones Unidas después de experiencias como las guerras balcánicas.
Tan graves como las divergencias monetarias y en política exterior son las que erosionan directamente las cuatro libertades consagradas por el Acta Única de 1986: de circulación de mercancías, personas, capitales y servicios. Las revueltas del norte de África han conducido a restringir el tratado de Schengen, que permite el libre desplazamiento de personas. Dinamarca restableció unilateralmente sus controles fronterizos durante tres meses. Alemania impuso limitaciones a las verduras y hortalizas españolas con la llamada crisis del pepino, que luego se demostraron alarmistas e injustificadas. Cualquier excusa parece buena para alimentar los reflejos xenófobos y populistas en detrimento no tan solo del mercado único, sino sobre todo de los valores europeos, tan exhibidos en la época de las vacas gordas como olvidados en la actual de vacas flacas.
El paradigma de la deriva antieuropea viene de uno de los nuevos países socios, Hungría, donde un partido derechista y nacionalista como Fidesz está utilizando la mayoría abrumadora de dos tercios del Parlamento como un rodillo legal, cuenta con una extrema derecha antisemita y totalitaria que le empuja y está sometiendo al Estado de derecho a una contorsión insostenible. La democracia es el gobierno de la mayoría, pero si no hay respeto de la minoría y sobre todo de las minorías ya no es democracia, sino una dictadura parlamentaria. El Gobierno que presidió la UE durante el primer semestre de 2011 está sometiendo a su país a un golpe de Estado a cámara lenta, según comentario ya generalizado. Hungría no pasaría ahora la prueba de los tres criterios o exigencias de Copenhague para ingresar en la UE, en cuanto a preservación del acervo de la UE, de los derechos humanos y de la economía de mercado.
El juego que ha conducido a la ruptura de la unidad europea es el de los tres países más poderosos, antiguas superpotencias ahora en declive que han querido actuar como si cada uno de ellas fuera un país emergente y pudiera relacionarse con el mundo global directamente, eludiendo su compromiso con la UE. La prueba del nueve de esta actitud la proporcionan las relaciones con China, el gigante emergente con el que quieren establecer una relación especial aparte cada uno de ellos. O con Rusia en el caso del suministro de energía. Es el regreso de la llamada geoeconomía, traducción de la vieja geopolítica al mundo globalizado de hoy, en el que son el comercio y las inversiones las armas de expansión de dominio exterior.
El ensueño de los falsos emergentes conduce a Londres a amarrarse a la libra esterlina con el mismo fervor que Berlín y París se amarran al euro. Cada uno pensando en sí mismo y no en Europa, aunque Merkel diga gravemente que si cae el euro, cae Europa. De hecho, los tres están de acuerdo en el desacuerdo de la madrugada del 9 de mayo en Bruselas: Cameron salva la City; Sarkozy la unión intergubernamental de naciones soberanas, y Merkel la unión del rigor y el dolor sin control de la Comisión europea. A ninguno de los tres les interesa que caiga el euro, ni siquiera a Cameron, pero no porque pueda caer Europa, sino por el daño que produciría a sus respectivas economías.
La deriva más sorprendente es la de Alemania. Ya no vale el argumento de que es un país normal, que defiende sus intereses como cualquier otro socio, y como tal se comporta en sus relaciones con los otros países y con las instituciones de la UE. Todo el mundo conoce el euroescepticismo británico. Lo mismo puede decirse del soberanismo francés, derivado del gaullismo político y del estatalismo colbertista enraizado en el ADN republicano. Son dos países previsibles en sus actitudes ante Europa y ante las cesiones de soberanía.
La novedad es que Alemania ha dejado de ser un país previsible. Lo ha dicho el excanciller Helmut Kohl, conservador como Merkel, de quien fue mentor político y a la que atribuye ahora gran parte de las responsabilidades. "Ella ha roto mi Europa", dijo en agosto. Según el anciano canciller, se han quebrado los tres pilares que anclaban la política exterior alemana: las relaciones transatlánticas, la amistad franco-alemana y la unidad de Europa. El excanciller socialdemócrata Helmut Schmidt, más crudo en su lenguaje, ha ido más lejos: Alemania actúa "como un matón".
Nunca se había visto una Alemania tan propensa al rumbo errático y a la rectificación. En energía nuclear o en política exterior. No hay más remedio que recordar la ley de Merkel, enunciada por el exministro de Exteriores socialdemócrata Frank-Walter Steinmeier: "Cuanto más decididamente ella rechaza una medida, más probable es que termine aprobándose". Todo lo que ha ido sucediendo este año (y el anterior) ha sido anteriormente rechazado desde Berlín: el rescate de un país socio, la reestructuración de la deuda griega, la creación de un fondo monetario europeo, su carácter permanente, su ampliación, la compra de bonos por parte del BCE, un tratado intergubernamental para el euro... De ahí que pueda deducirse una no muy lejana emisión de eurobonos o el funcionamiento al final del trayecto del BCE como lender of last resort (prestamista de última instancia).
Este ha sido el año de la prima de riesgo, que marca el diferencial entre el rédito de los bonos alemanes y los de los otros países, y que bien hubiera podido convertirse en el parámetro para medir el grado de divergencia europea y, en consecuencia, la creciente dificultad política para enderezar la crisis. Grecia, Portugal, Irlanda, Italia, España, e incluso Francia, han destacado por sus horquillas, en algunos casos insoportables.
El riesgo de la prima también es político. Por eso los Gobiernos han caído como bolos en la bolera. En algunos casos gracias a las elecciones, casi siempre anticipadas, como en España. En otros gracias directamente a las crisis políticas, como en Italia y Grecia. La socialdemocracia ha perdido los Gobiernos que todavía mantenía en tres países afectados por la crisis de la deuda soberana, como Portugal, Grecia y España, en una Europa que ha virado totalmente al azul conservador con la sola excepción de Dinamarca, donde por primera vez una mujer y socialdemócrata, Helle Thorning-Schmidt, se hace cargo de un excepcional Gobierno de centro izquierda.
La caída más ejemplar ha sido la de Silvio Berlusconi, empujado por todos, ciudadanos, mercados, socios europeos, para que abandonara el poder de una vez y dejara de enredar con planes de austeridad que nunca se concretaban en compromisos o se veían sometidos a rectificaciones de última hora que dejaban con un palmo de narices a sus socios y al propio Banco Central Europeo. "Un país que sabe beneficiarse de la prodigalidad del banco central puede verse tentado a abusar de ella", ha señalado Jean Pisasi-Ferry, el director del think tank bruselense Bruegel para explicar el peligro de riesgo moral (moral hazard) que contiene la compra de bonos por parte de la primera autoridad bancaria de la UE. "Es exactamente lo que ha hecho la Italia de Silvio Berlusconi en los días que han seguido a la compra de obligaciones italianas por el BCE en agosto de 2011" (Le reveil des démons. La crise de l'euro et coment nous en sortir. Fayard).
Reunirse no equivale a ponerse de acuerdo. Cabe incluso que equivalga a lo contrario: cuantas más reuniones, más oportunidades para el desacuerdo. Nunca los líderes de la UE se habían reunido tanto, con tanta frecuencia y durante tanto tiempo. Nueve cumbres en un año, cuando hasta hace bien poco bastaba con cinco o seis. Normalmente para asistir al parto de los montes. Pero también para complicar el entramado del gobierno económico del euro hasta extremos difícilmente explicables al gran público: el Pacto Europlus, el Semestre Europeo, los nuevos mecanismos y fondos de rescate, que se añaden a las autoridades de supervisión bancaria, de seguros y de mercados, y a los cargos de creación reciente por el Tratado de Lisboa (presidente del Consejo Europeo y Alta Representante para la Política Exterior principalmente) de funcionalidad y rendimiento cada vez más dudosos.
La traducción práctica para los ciudadanos es sencilla: recortes en el Estado de bienestar y a la hora de elaborar los presupuestos en todos los niveles de gobierno, pérdida de soberanía que se traslada no a Bruselas sino a Berlín y Francfort. Es la victoria de la economía sobre la política, de los financieros sobre los políticos electos y de Alemania sobre Europa. Por eso este 2011 que termina ha sido un año de protesta, en la calle y en las urnas.
Estamos ante una mutación europea, fruto de la mutación que está experimentando el mundo. Hay una redistribución del poder dentro de Europa, entre las instituciones, entre los Estados y dentro de las instituciones y de los mismos Estados. El derecho de iniciativa legislativa que tenía la Comisión Europea ha quedado liquidado y está ahora en manos de Sarkozy y Merkel. El protagonismo será ahora de la Cumbre del Euro. La Europa de Merkozy ya no es la de Monnet y Schuman, de Gasperi, Adenauer y De Gaulle.
El Banco Central también está cambiando. Ahora hace cosas que no hacía un año antes. Comprar bonos, por ejemplo, como hizo este verano pasado para sacar a España e Italia del atolladero. Prestar a chorro a los bancos, como ha hecho este mes de diciembre tras la Cumbre. Todos los personajes de esta representación deberán aprender los nuevos papeles: dos consejeros alemanes del BCE, Axel Weber aspirante a presidir el banco, y Jürgen Stark, han dimitido este año por sus discrepancias con el nuevo guión; Sarkozy está aprendiendo a reprimir su verbalismo para que todos en el BCE entiendan el lenguaje del silencio de Merkel.
El propio euro también está cambiando. Moneda triunfante y estable durante diez años, ahora es símbolo de debilidad y de crisis. Ha cambiado y va a cambiar más todavía: después de la cumbre, la incorporación a la moneda única será más difícil. Los candidatos se lo pensarán dos veces. Hasta que empezó la crisis de las deudas soberanas era un proyecto atractivo, expresión máxima de la prosperidad y la estabilidad europeas. Ahora es la promesa de un calvario político y social: gobiernos que caen y sociedades que se empobrecen y pierden sus protecciones y sistemas de bienestar.
Hasta 2011 el problema era cómo gobernar el euro. Ha costado mucho pero al fin se atisba un complejo y doloroso sistema para tomar las decisiones y corregir los errores entre los 17 países que mantienen la moneda única con la participación de los que quieran todavía incorporarse a ella. Habrá que ver si todos los socios aprueban la Unión Fiscal y luego si funciona bien, pero en este año que clausuramos ya sabemos cuál es el defecto de este gobierno económico: no tiene detrás un demos, un pueblo europeo, que pueda debatir y avalar democráticamente estas decisiones. El déficit democrático tradicional de las instituciones europeas se concentra ahora en el euro y en el correlato de la unión fiscal, una unión de impuestos que necesariamente remite al lema que estuvo en el origen de la Revolución Americana: no hay impuestos sin representación. La UE ya no aguanta tal como la hemos conocido, aunque aguante el euro. ¿Aguantaremos los europeos?
Madrid, El País
El euro ha aguantado. La prolongada crisis de las deudas soberanas no ha conseguido terminar con la moneda única, a pesar de los presagios y temores de políticos y economistas de ambas orillas del Atlántico. En varias ocasiones durante 2011 hemos estado "al borde del abismo", en agosto por ejemplo, cuando así lo advirtió Jacques Delors, el presidente de la Comisión Europea que trazó la hoja de ruta para la moneda única europea. También han sido varias las ocasiones en que se ha convocado de urgencia al Consejo Europeo para alcanzar la solución definitiva a esta agonía que nunca termina. Y cada vez ha sucedido lo mismo: las respuestas han quedado cortas, todo se ha hecho tarde y mal. Grandes alarmas, grandes expectativas y al final grandes decepciones. Pero el euro ha seguido aguantando.
Lo que no ha aguantado ha sido la Unión Europea, que ha saltado a trozos en la última cumbre, cuando el primer ministro británico, David Cameron, ha dado el portazo a 38 años de participación del Reino Unido en la construcción europea. En muchas ocasiones en estas cuatro décadas se había resuelto con ingeniosas y a veces complicadas fórmulas de compromiso la tensión entre quienes querían una unión más estrecha de las naciones europeas y quienes preferían limitarla a un espacio comercial común. Los británicos habían conseguido avanzar junto al resto de países europeos gracias sobre todo a las derogaciones en los tratados, que les permitían prescindir de la política social o de la marcha hacia el euro.
En la madrugada del 9 de diciembre pasado en Bruselas se terminaron los márgenes de maniobra. Cameron fue más lejos de lo habitual: no tan solo no quiso evitar su participación, mediante la habitual excepción, como había hecho su país en anteriores ocasiones, sino que se empeñó en que los otros tampoco avanzaran. Era la sentencia de muerte a esta unión tan difícilmente mantenida. Alemania y Francia no podían permitir que los mercados acogieran la falta de acuerdo entre los 27 con un severo ataque que podía situar a Italia e incluso a España en situación comprometida. Ante la negativa de Londres a la reforma de los tratados de la UE acordaron firmar un nuevo tratado solo entre los 17 miembros del euro y quienes quisieran añadirse, que en principio fueron otros seis países.
Por más que luego se quiera corregir o mitigar la catástrofe de aquella madrugada bruselense, el resultado es el regreso a 1972, la Europa anterior a la incorporación de Reino Unido. Las críticas han llovido sobre los reunidos en Bruselas, desde todos los ángulos y posiciones: a uno por irse, a los otros por dejar que se fueran; a los dos más grandes por su poder abusivo, a los otros por dejarse arrastrar sin rechistar.
Sobre Cameron, naturalmente, han llovido en abundancia por utilizar el equivalente al arma atómica que es el derecho de veto para bloquear en vez de para disuadir, como había venido sucediendo hasta ahora. También por liquidar la tradicional política de calculada ambigüedad que tantos réditos le ha venido dando a Londres en todos estos años: dentro o fuera según sus conveniencias, y en algunas cosas, como el euro, dentro para actuar como plaza financiera europea y fuera para seguir manteniendo la soberanía monetaria.
No han sido menores las críticas a Nicolás Sarkozy y Angela Merkel, en sus países y en el exterior, a los dos juntos en la palabra centauro Merkozy o a cada uno por separado, respectivamente, como rencarnación del general De Gaulle que vetó por dos veces a Reino Unido y del canciller Bismarck que quiso crear una Alemania europea. Ellos dos han sido los artífices del acuerdo, que además de dejar fuera a Reino Unido, margina a la Comisión Europea, institución antaño designada exageradamente como Ejecutivo europeo, a todas luces una inadecuada denominación a estas alturas, e impone una unión del rigor y del dolor a los socios de la moneda única y a quienes quieran incorporarse en el futuro, en vez de una unión de la solidaridad que desde Berlín se lee como unión de trasferencias.
Martin Wolf (Financial Times, 14 de diciembre) ha señalado que no es una unión de estabilidad y crecimiento como anunció Sarkozy, sino "una unión de inestabilidad y estancamiento", un lugar de donde huir por tanto, puesto que dará lugar a "recesiones estructurales a largo plazo en los países vulnerables". Es corta por el lado del crecimiento, pero lo es también por el lado de la credibilidad, tal como ha señalado la directora general del Fondo Monetario Internacional, Christine Lagarde, en una entrevista el pasado domingo. "Insuficientemente detallada en los aspectos financieros y complicada en los principios fundamentales", ha dicho esta exministra de Sarkozy que no hubiera alcanzado su actual posición sin la escandalosa y fulminante dimisión de su antecesor, Dominique Strauss-Kahn, el pasado mayo, en mitad de la crisis de la deuda soberana europea.
La señora Lagarde ha reconocido los progresos realizados en la cumbre, como no podía ser de otra forma: ella misma hubiera podido cocinarlos de no haber sido por su precipitada marcha a Washington. Pero ha criticado su excesivo gradualismo y su lentitud, la ausencia de una sola voz europea y de un calendario sencillo y detallado, cosas todas ellas que amenazan con trasladar la crisis al conjunto de la economía global y dibujan un mundo como el de los años 30, de repliegue nacionalista, quiebra del multilateralismo, reflejos proteccionistas y alzamiento de barreras al comercio mundial.
Lo ocurrido en la cumbre de diciembre no es un percance o accidente de recorrido, sino resultado de una larga deriva y de una profundización de viejas divergencias. La Unión Europea no esperó a este diciembre para empezar a despedazarse, ni siquiera ha sido la larga agonía del euro la única que ha conducido a la división y a la ruptura. El año 2011 empezó con muy malos presagios para un club de países que se había propuesto construir una política exterior común y de pronto se quedó sin un trozo entero de tal política, como es la mediterránea, por arte del birlibirloque revolucionario.
Túnez, con el derrocamiento del dictador Ben Ali, puso en evidencia a la Francia de Sarkozy, dispuesta todavía a mandar material antidisturbios para la policía de la dictadura cuando la revolución del jazmín ya hacía tambalear al régimen. La guerra de Libia hizo lo propio con Alemania, que aprovechó su asiento rotatorio en el consejo de Seguridad de Naciones Unidas para abstenerse junto a Rusia, China y Brasil, en la creación de una zona de prohibición de vuelos, en abierta disonancia con Estados Unidos y con Francia y Reino Unido, los dos socios europeos miembros de la Alianza Atlántica que marcaron la pauta a la hora de cercar y terminar con Gadafi.
La disidencia alemana en política exterior es el equivalente de la disidencia británica en política monetaria. No es la primera vez que la UE se desgarra por su participación en una operación bélica. Sucedió con la guerra de Irak, cuando se dividió en dos, entre la Nueva y la Vieja Europa, ante la propuesta de resolución de Estados Unidos para emprender la guerra preventiva contra Sadam Husein. Pero esta vez la propuesta de resolución venía de la misma Europa, concretamente de un Sarkozy con ganas de lavar su pecado tunecino, y no de Estados Unidos, dispuesto a acompañar e incluso a dirigir desde atrás y renunciar al liderazgo en la operación. No se trataba de una invasión, sino de una operación de apoyo aéreo fundamentada en la responsabilidad de proteger a las poblaciones civiles, principio incorporado a la carta de Naciones Unidas después de experiencias como las guerras balcánicas.
Tan graves como las divergencias monetarias y en política exterior son las que erosionan directamente las cuatro libertades consagradas por el Acta Única de 1986: de circulación de mercancías, personas, capitales y servicios. Las revueltas del norte de África han conducido a restringir el tratado de Schengen, que permite el libre desplazamiento de personas. Dinamarca restableció unilateralmente sus controles fronterizos durante tres meses. Alemania impuso limitaciones a las verduras y hortalizas españolas con la llamada crisis del pepino, que luego se demostraron alarmistas e injustificadas. Cualquier excusa parece buena para alimentar los reflejos xenófobos y populistas en detrimento no tan solo del mercado único, sino sobre todo de los valores europeos, tan exhibidos en la época de las vacas gordas como olvidados en la actual de vacas flacas.
El paradigma de la deriva antieuropea viene de uno de los nuevos países socios, Hungría, donde un partido derechista y nacionalista como Fidesz está utilizando la mayoría abrumadora de dos tercios del Parlamento como un rodillo legal, cuenta con una extrema derecha antisemita y totalitaria que le empuja y está sometiendo al Estado de derecho a una contorsión insostenible. La democracia es el gobierno de la mayoría, pero si no hay respeto de la minoría y sobre todo de las minorías ya no es democracia, sino una dictadura parlamentaria. El Gobierno que presidió la UE durante el primer semestre de 2011 está sometiendo a su país a un golpe de Estado a cámara lenta, según comentario ya generalizado. Hungría no pasaría ahora la prueba de los tres criterios o exigencias de Copenhague para ingresar en la UE, en cuanto a preservación del acervo de la UE, de los derechos humanos y de la economía de mercado.
El juego que ha conducido a la ruptura de la unidad europea es el de los tres países más poderosos, antiguas superpotencias ahora en declive que han querido actuar como si cada uno de ellas fuera un país emergente y pudiera relacionarse con el mundo global directamente, eludiendo su compromiso con la UE. La prueba del nueve de esta actitud la proporcionan las relaciones con China, el gigante emergente con el que quieren establecer una relación especial aparte cada uno de ellos. O con Rusia en el caso del suministro de energía. Es el regreso de la llamada geoeconomía, traducción de la vieja geopolítica al mundo globalizado de hoy, en el que son el comercio y las inversiones las armas de expansión de dominio exterior.
El ensueño de los falsos emergentes conduce a Londres a amarrarse a la libra esterlina con el mismo fervor que Berlín y París se amarran al euro. Cada uno pensando en sí mismo y no en Europa, aunque Merkel diga gravemente que si cae el euro, cae Europa. De hecho, los tres están de acuerdo en el desacuerdo de la madrugada del 9 de mayo en Bruselas: Cameron salva la City; Sarkozy la unión intergubernamental de naciones soberanas, y Merkel la unión del rigor y el dolor sin control de la Comisión europea. A ninguno de los tres les interesa que caiga el euro, ni siquiera a Cameron, pero no porque pueda caer Europa, sino por el daño que produciría a sus respectivas economías.
La deriva más sorprendente es la de Alemania. Ya no vale el argumento de que es un país normal, que defiende sus intereses como cualquier otro socio, y como tal se comporta en sus relaciones con los otros países y con las instituciones de la UE. Todo el mundo conoce el euroescepticismo británico. Lo mismo puede decirse del soberanismo francés, derivado del gaullismo político y del estatalismo colbertista enraizado en el ADN republicano. Son dos países previsibles en sus actitudes ante Europa y ante las cesiones de soberanía.
La novedad es que Alemania ha dejado de ser un país previsible. Lo ha dicho el excanciller Helmut Kohl, conservador como Merkel, de quien fue mentor político y a la que atribuye ahora gran parte de las responsabilidades. "Ella ha roto mi Europa", dijo en agosto. Según el anciano canciller, se han quebrado los tres pilares que anclaban la política exterior alemana: las relaciones transatlánticas, la amistad franco-alemana y la unidad de Europa. El excanciller socialdemócrata Helmut Schmidt, más crudo en su lenguaje, ha ido más lejos: Alemania actúa "como un matón".
Nunca se había visto una Alemania tan propensa al rumbo errático y a la rectificación. En energía nuclear o en política exterior. No hay más remedio que recordar la ley de Merkel, enunciada por el exministro de Exteriores socialdemócrata Frank-Walter Steinmeier: "Cuanto más decididamente ella rechaza una medida, más probable es que termine aprobándose". Todo lo que ha ido sucediendo este año (y el anterior) ha sido anteriormente rechazado desde Berlín: el rescate de un país socio, la reestructuración de la deuda griega, la creación de un fondo monetario europeo, su carácter permanente, su ampliación, la compra de bonos por parte del BCE, un tratado intergubernamental para el euro... De ahí que pueda deducirse una no muy lejana emisión de eurobonos o el funcionamiento al final del trayecto del BCE como lender of last resort (prestamista de última instancia).
Este ha sido el año de la prima de riesgo, que marca el diferencial entre el rédito de los bonos alemanes y los de los otros países, y que bien hubiera podido convertirse en el parámetro para medir el grado de divergencia europea y, en consecuencia, la creciente dificultad política para enderezar la crisis. Grecia, Portugal, Irlanda, Italia, España, e incluso Francia, han destacado por sus horquillas, en algunos casos insoportables.
El riesgo de la prima también es político. Por eso los Gobiernos han caído como bolos en la bolera. En algunos casos gracias a las elecciones, casi siempre anticipadas, como en España. En otros gracias directamente a las crisis políticas, como en Italia y Grecia. La socialdemocracia ha perdido los Gobiernos que todavía mantenía en tres países afectados por la crisis de la deuda soberana, como Portugal, Grecia y España, en una Europa que ha virado totalmente al azul conservador con la sola excepción de Dinamarca, donde por primera vez una mujer y socialdemócrata, Helle Thorning-Schmidt, se hace cargo de un excepcional Gobierno de centro izquierda.
La caída más ejemplar ha sido la de Silvio Berlusconi, empujado por todos, ciudadanos, mercados, socios europeos, para que abandonara el poder de una vez y dejara de enredar con planes de austeridad que nunca se concretaban en compromisos o se veían sometidos a rectificaciones de última hora que dejaban con un palmo de narices a sus socios y al propio Banco Central Europeo. "Un país que sabe beneficiarse de la prodigalidad del banco central puede verse tentado a abusar de ella", ha señalado Jean Pisasi-Ferry, el director del think tank bruselense Bruegel para explicar el peligro de riesgo moral (moral hazard) que contiene la compra de bonos por parte de la primera autoridad bancaria de la UE. "Es exactamente lo que ha hecho la Italia de Silvio Berlusconi en los días que han seguido a la compra de obligaciones italianas por el BCE en agosto de 2011" (Le reveil des démons. La crise de l'euro et coment nous en sortir. Fayard).
Reunirse no equivale a ponerse de acuerdo. Cabe incluso que equivalga a lo contrario: cuantas más reuniones, más oportunidades para el desacuerdo. Nunca los líderes de la UE se habían reunido tanto, con tanta frecuencia y durante tanto tiempo. Nueve cumbres en un año, cuando hasta hace bien poco bastaba con cinco o seis. Normalmente para asistir al parto de los montes. Pero también para complicar el entramado del gobierno económico del euro hasta extremos difícilmente explicables al gran público: el Pacto Europlus, el Semestre Europeo, los nuevos mecanismos y fondos de rescate, que se añaden a las autoridades de supervisión bancaria, de seguros y de mercados, y a los cargos de creación reciente por el Tratado de Lisboa (presidente del Consejo Europeo y Alta Representante para la Política Exterior principalmente) de funcionalidad y rendimiento cada vez más dudosos.
La traducción práctica para los ciudadanos es sencilla: recortes en el Estado de bienestar y a la hora de elaborar los presupuestos en todos los niveles de gobierno, pérdida de soberanía que se traslada no a Bruselas sino a Berlín y Francfort. Es la victoria de la economía sobre la política, de los financieros sobre los políticos electos y de Alemania sobre Europa. Por eso este 2011 que termina ha sido un año de protesta, en la calle y en las urnas.
Estamos ante una mutación europea, fruto de la mutación que está experimentando el mundo. Hay una redistribución del poder dentro de Europa, entre las instituciones, entre los Estados y dentro de las instituciones y de los mismos Estados. El derecho de iniciativa legislativa que tenía la Comisión Europea ha quedado liquidado y está ahora en manos de Sarkozy y Merkel. El protagonismo será ahora de la Cumbre del Euro. La Europa de Merkozy ya no es la de Monnet y Schuman, de Gasperi, Adenauer y De Gaulle.
El Banco Central también está cambiando. Ahora hace cosas que no hacía un año antes. Comprar bonos, por ejemplo, como hizo este verano pasado para sacar a España e Italia del atolladero. Prestar a chorro a los bancos, como ha hecho este mes de diciembre tras la Cumbre. Todos los personajes de esta representación deberán aprender los nuevos papeles: dos consejeros alemanes del BCE, Axel Weber aspirante a presidir el banco, y Jürgen Stark, han dimitido este año por sus discrepancias con el nuevo guión; Sarkozy está aprendiendo a reprimir su verbalismo para que todos en el BCE entiendan el lenguaje del silencio de Merkel.
El propio euro también está cambiando. Moneda triunfante y estable durante diez años, ahora es símbolo de debilidad y de crisis. Ha cambiado y va a cambiar más todavía: después de la cumbre, la incorporación a la moneda única será más difícil. Los candidatos se lo pensarán dos veces. Hasta que empezó la crisis de las deudas soberanas era un proyecto atractivo, expresión máxima de la prosperidad y la estabilidad europeas. Ahora es la promesa de un calvario político y social: gobiernos que caen y sociedades que se empobrecen y pierden sus protecciones y sistemas de bienestar.
Hasta 2011 el problema era cómo gobernar el euro. Ha costado mucho pero al fin se atisba un complejo y doloroso sistema para tomar las decisiones y corregir los errores entre los 17 países que mantienen la moneda única con la participación de los que quieran todavía incorporarse a ella. Habrá que ver si todos los socios aprueban la Unión Fiscal y luego si funciona bien, pero en este año que clausuramos ya sabemos cuál es el defecto de este gobierno económico: no tiene detrás un demos, un pueblo europeo, que pueda debatir y avalar democráticamente estas decisiones. El déficit democrático tradicional de las instituciones europeas se concentra ahora en el euro y en el correlato de la unión fiscal, una unión de impuestos que necesariamente remite al lema que estuvo en el origen de la Revolución Americana: no hay impuestos sin representación. La UE ya no aguanta tal como la hemos conocido, aunque aguante el euro. ¿Aguantaremos los europeos?