El fin de 40 años de dictadura
La sublevación acaba con el país que el coronel Gadafi se inventó de la nada en 1969 mezclando panarabismo, socialismo y capitalismo petrolero
Trípoli, El País
En 1951, la ONU empaquetó tres provincias desérticas en un solo país llamado Libia y reconoció su independencia, con el único fin de que ni Estados Unidos ni la Unión Soviética instalaran bases militares en ese vacío arenoso estratégicamente situado en mitad del Mediterráneo. Nadie era optimista sobre el futuro libio. La ONU envió a un economista, Benjamin Higgins, para que estudiara posibles formas de desarrollar la joven nación, y recibió un informe descorazonador: "Libia combina en un solo país prácticamente todos los obstáculos al desarrollo que pueden encontrarse en el planeta: geográficos, económicos, políticos, sociológicos y tecnológicos; si Libia puede alcanzar un crecimiento sostenido, ningún país ha de perder la esperanza".
Muamar Gadafi era entonces un niño beduino de nueve años que pastoreaba camellos y pensaba sobre Libia lo mismo que los libios: nada. Dos históricas regiones del desierto, Tripolitania y Cirenaica, habían sido ensambladas con una tercera prácticamente deshabitada, Fazan, pero la gente, poco más de un millón de personas, ignoraba en qué consistía una nación. La brutal colonización italiana había exterminado a un tercio de los habitantes, había impedido que los nativos participaran en la Administración o los negocios y solo había conseguido fomentar un odio profundo hacia los funcionarios y hacia cualquier cosa relacionada con el Estado, es decir, con la opresión externa al clan tradicional.
Al frente del país fue colocado un rey, Idris, del clan cirenaico Sanusi. Idris no quería reinar y no reinó: pasó 18 años evitando tomar decisiones. Le espantaban tanto la ambición y la corrupción de su familia que en 1969, cuando un grupo de jóvenes militares ejecutó un golpe incruento y le derrocó, se estableció en Egipto pensando que era lo mejor para él y para Libia.
Los nuevos líderes del país, encabezados por el capitán Muamar el Gadafi, de 27 años, no tenían otra ideología que el panarabismo socialista del presidente egipcio Gamal Abdel Nasser. El país que heredaban no era tan pobre como en 1951 porque empezaba a explotar sus reservas petrolíferas, pero seguía hundido en la miseria. El profesor Dirk Vanderwalle estima en su libro A history of modern Lybia que todos los alimentos producidos en Libia a lo largo del año, gracias al trabajo del 40% de la población, daban solamente para una comida. Es decir, los libios podían consumir el conjunto de su agricultura, ganadería y pesca en un solo almuerzo. La dependencia del petróleo y de las importaciones era absoluta.
Considerando las circunstancias, Gadafi no disponía de demasiadas opciones para establecer algún tipo de estructura. Comprobó que los libios mantenían una absoluta apatía política (nadie movió un dedo a favor del rey o de los rebeldes en el golpe de 1969), una profunda aversión a la burocracia y a los funcionarios estatales y un feliz desinterés por las cosas patrióticas. ¿Cómo inventar un Estado en esas condiciones? Gadafi, por otra parte, era un hombre joven, guapo y locuaz, mucho más sincero que los otros mandatarios árabes y con una altísima opinión de sí mismo. ¿No podía él ejercer de alguna forma las funciones de legitimidad, soberanía y regulación que se arrogan los Estados tradicionales?
La idea empezó a concretarse con la creación de los Congresos Populares (1971), agrupaciones voluntarias que de alguna forma inconcreta ejercerían el poder, y la Ley 71 (1972), que prohibía toda actividad política que implicara "disidencia". Y alcanzó la plenitud en 1973 con el lanzamiento de la Revolución Popular y la publicación del primer tomo del Libro Verde, centrado en una Tercera Teoría Universal que superaba el capitalismo y el marxismo. La gran teoría universal de Gadafi y su libro, inspirados en la Revolución Cultural y el Libro Rojo del chino Mao Zedong, constituían un intento técnicamente insostenible pero probablemente sincero de crear un sociedad justa, igualitaria y participativa, sin Estado ni burocracia ni corporaciones capitalistas.
Como Nasser había muerto y los libios se mostraban inmunes al chovinismo, Gadafi combinó la revolución sin Estado con ímprobos esfuerzos por alcanzar la unidad del mundo árabe en su sentido más amplio, desde Marruecos hasta Yemen. Libia mostraba un auténtico furor por fusionarse con otros países. Lo hizo con Egipto y Sudán (1969), con Egipto y Siria (1971), con Egipto a solas (1972), con Argelia (1973), con Túnez (1974), con Chad (1981) y con Marruecos (1984). Ninguna de las fusiones funcionó. El panarabismo agonizó en un par de décadas.
Los años setenta, con sus dos crisis petroleras (1973 y 1979) y su tremendo encarecimiento del petróleo, proporcionaron a Libia enormes recursos financieros que Gadafi aprovechó para dar un paso más hacia el socialismo sin Estado. En 1980, Gadafi proclamó que los 40.000 empresarios libios, comerciantes en su gran mayoría, eran "parásitos", y estranguló la propiedad privada. Como eso no encajaba con la ley coránica, la sharia, muy respetuosa con lo privado, se descartó el sistema legal religioso hasta entonces vigente en Libia y se sustituyó por tribunales revolucionarios que aplicaban "la ley revolucionaria", consistente en los deseos de Gadafi, para entonces ya denominado El Líder.
En realidad, el sistema del "socialismo sin Estado" constituía un juego de espejos. La economía se gestionaba en teoría de forma asamblearia; en la práctica, la industria petrolera (98% del Producto Interior Bruto) se había dejado absolutamente al margen de las doctrinas del Libro Verde y era dirigida por tecnócratas a las órdenes de El Líder. En teoría Gadafi no ocupaba ningún cargo porque no existía Estado ("yo no puedo hacer nada", decía en el párrafo final del primer tomo del Libro Verde); en la práctica, él y su entorno, luego oficializado como Foro de Compañeros de Gadafi, ejercían un poder absoluto.
El poder absoluto de Gadafi se canalizaba por vías informales. Como no se fiaba del Ejército (tan mal organizado y armado que fue capaz de perder en 1987 una guerra contra Chad, por entonces el país más pobre y disfuncional del mundo), utilizaba grupos policiales paralelos que se solapaban unos con otros y garantizaban la paranoia necesaria en un régimen dictatorial.
Ante sus fracasos panarabistas, Gadafi decidió influir en la política mundial a través de grupos terroristas interpuestos. Tuteló a los palestinos de Abu Nidal y Yihad Islámica, financió al IRA irlandés y patrocinó numerosos atentados. Eso fue desastroso para Libia. Las sanciones comerciales impuestas por Estados Unidos y luego por el resto del mundo arruinaron el país. Las rentas del petróleo alcanzaban los 21.000 millones de dólares anuales en 1982; en 1986 apenas superaban los 5.000 millones. Los bombardeos ordenados por Ronald Reagan en 1986 hundieron la ya renqueante popularidad de Gadafi y convencieron a El Líder de la necesidad de cambiar de rumbo. Lo hizo, como siempre, de forma paradójica: anunció una "extensión de la revolución" que, en realidad, suponía el fin de los años revolucionarios, y publicó la Gran Carta Verde de los Derechos Humanos en la Era de las Masas.
Se abrieron las fronteras, se liberó a centenares de presos políticos, los Comités Revolucionarios desaparecieron de los cuerpos policiales, se suprimieron los tribunales revolucionarios y se promulgaron algunas leyes que redujeron la arbitrariedad y permitieron una parcial reaparición de la empresa privada. En el terreno diplomático, Libia siguió practicando el terrorismo (con los atentados a aviones de Pan Am y UTA, por ejemplo), pero con convicción decreciente. En los años noventa, las sanciones mantuvieron su terrible efecto y empezó a faltar literalmente el pan en Libia. Eso suscitó algunas sublevaciones islamistas en Cirenaica, aplastadas con relativa facilidad.
Los atentados del 11 de septiembre de 2001 ofrecieron la oportunidad de ponerse del lado de Estados Unidos y salir del ostracismo internacional. Libia volvió a recibir inversiones petroleras, aumentó la producción de crudo, multiplicó sus inversiones en Europa, especialmente Reino Unido e Italia, y volvió a ser mimada por las corporaciones capitalistas. El retraso de las dos décadas perdidas, sin embargo, ya no se recuperó jamás.
En 2004 se inauguró en Trípoli el primer hotel con cinco estrellas, y por primera vez fue posible utilizar en el país una tarjeta de crédito. El retorno del dinero y las tímidas liberalizaciones y privatizaciones impulsadas por Saif al Islam Gadafi, hijo favorito de El Líder y en la práctica primer ministro, acabaron con lo que quedaba del espíritu igualitario de la revolución. La casta dominante se hizo riquísima mientras la población permaneció en una relativa pobreza, dominada como siempre por las paradojas: cuantas más universidades se abrían, más aumentaba el paro juvenil; cuanto mejor era la medicina, más libios acudían a hospitales tunecinos; cuanto más alta era la esperanza de vida (una de las más elevadas de África), menos popular era Gadafi.
Y entonces llegó la revolución.
Trípoli, El País
En 1951, la ONU empaquetó tres provincias desérticas en un solo país llamado Libia y reconoció su independencia, con el único fin de que ni Estados Unidos ni la Unión Soviética instalaran bases militares en ese vacío arenoso estratégicamente situado en mitad del Mediterráneo. Nadie era optimista sobre el futuro libio. La ONU envió a un economista, Benjamin Higgins, para que estudiara posibles formas de desarrollar la joven nación, y recibió un informe descorazonador: "Libia combina en un solo país prácticamente todos los obstáculos al desarrollo que pueden encontrarse en el planeta: geográficos, económicos, políticos, sociológicos y tecnológicos; si Libia puede alcanzar un crecimiento sostenido, ningún país ha de perder la esperanza".
Muamar Gadafi era entonces un niño beduino de nueve años que pastoreaba camellos y pensaba sobre Libia lo mismo que los libios: nada. Dos históricas regiones del desierto, Tripolitania y Cirenaica, habían sido ensambladas con una tercera prácticamente deshabitada, Fazan, pero la gente, poco más de un millón de personas, ignoraba en qué consistía una nación. La brutal colonización italiana había exterminado a un tercio de los habitantes, había impedido que los nativos participaran en la Administración o los negocios y solo había conseguido fomentar un odio profundo hacia los funcionarios y hacia cualquier cosa relacionada con el Estado, es decir, con la opresión externa al clan tradicional.
Al frente del país fue colocado un rey, Idris, del clan cirenaico Sanusi. Idris no quería reinar y no reinó: pasó 18 años evitando tomar decisiones. Le espantaban tanto la ambición y la corrupción de su familia que en 1969, cuando un grupo de jóvenes militares ejecutó un golpe incruento y le derrocó, se estableció en Egipto pensando que era lo mejor para él y para Libia.
Los nuevos líderes del país, encabezados por el capitán Muamar el Gadafi, de 27 años, no tenían otra ideología que el panarabismo socialista del presidente egipcio Gamal Abdel Nasser. El país que heredaban no era tan pobre como en 1951 porque empezaba a explotar sus reservas petrolíferas, pero seguía hundido en la miseria. El profesor Dirk Vanderwalle estima en su libro A history of modern Lybia que todos los alimentos producidos en Libia a lo largo del año, gracias al trabajo del 40% de la población, daban solamente para una comida. Es decir, los libios podían consumir el conjunto de su agricultura, ganadería y pesca en un solo almuerzo. La dependencia del petróleo y de las importaciones era absoluta.
Considerando las circunstancias, Gadafi no disponía de demasiadas opciones para establecer algún tipo de estructura. Comprobó que los libios mantenían una absoluta apatía política (nadie movió un dedo a favor del rey o de los rebeldes en el golpe de 1969), una profunda aversión a la burocracia y a los funcionarios estatales y un feliz desinterés por las cosas patrióticas. ¿Cómo inventar un Estado en esas condiciones? Gadafi, por otra parte, era un hombre joven, guapo y locuaz, mucho más sincero que los otros mandatarios árabes y con una altísima opinión de sí mismo. ¿No podía él ejercer de alguna forma las funciones de legitimidad, soberanía y regulación que se arrogan los Estados tradicionales?
La idea empezó a concretarse con la creación de los Congresos Populares (1971), agrupaciones voluntarias que de alguna forma inconcreta ejercerían el poder, y la Ley 71 (1972), que prohibía toda actividad política que implicara "disidencia". Y alcanzó la plenitud en 1973 con el lanzamiento de la Revolución Popular y la publicación del primer tomo del Libro Verde, centrado en una Tercera Teoría Universal que superaba el capitalismo y el marxismo. La gran teoría universal de Gadafi y su libro, inspirados en la Revolución Cultural y el Libro Rojo del chino Mao Zedong, constituían un intento técnicamente insostenible pero probablemente sincero de crear un sociedad justa, igualitaria y participativa, sin Estado ni burocracia ni corporaciones capitalistas.
Como Nasser había muerto y los libios se mostraban inmunes al chovinismo, Gadafi combinó la revolución sin Estado con ímprobos esfuerzos por alcanzar la unidad del mundo árabe en su sentido más amplio, desde Marruecos hasta Yemen. Libia mostraba un auténtico furor por fusionarse con otros países. Lo hizo con Egipto y Sudán (1969), con Egipto y Siria (1971), con Egipto a solas (1972), con Argelia (1973), con Túnez (1974), con Chad (1981) y con Marruecos (1984). Ninguna de las fusiones funcionó. El panarabismo agonizó en un par de décadas.
Los años setenta, con sus dos crisis petroleras (1973 y 1979) y su tremendo encarecimiento del petróleo, proporcionaron a Libia enormes recursos financieros que Gadafi aprovechó para dar un paso más hacia el socialismo sin Estado. En 1980, Gadafi proclamó que los 40.000 empresarios libios, comerciantes en su gran mayoría, eran "parásitos", y estranguló la propiedad privada. Como eso no encajaba con la ley coránica, la sharia, muy respetuosa con lo privado, se descartó el sistema legal religioso hasta entonces vigente en Libia y se sustituyó por tribunales revolucionarios que aplicaban "la ley revolucionaria", consistente en los deseos de Gadafi, para entonces ya denominado El Líder.
En realidad, el sistema del "socialismo sin Estado" constituía un juego de espejos. La economía se gestionaba en teoría de forma asamblearia; en la práctica, la industria petrolera (98% del Producto Interior Bruto) se había dejado absolutamente al margen de las doctrinas del Libro Verde y era dirigida por tecnócratas a las órdenes de El Líder. En teoría Gadafi no ocupaba ningún cargo porque no existía Estado ("yo no puedo hacer nada", decía en el párrafo final del primer tomo del Libro Verde); en la práctica, él y su entorno, luego oficializado como Foro de Compañeros de Gadafi, ejercían un poder absoluto.
El poder absoluto de Gadafi se canalizaba por vías informales. Como no se fiaba del Ejército (tan mal organizado y armado que fue capaz de perder en 1987 una guerra contra Chad, por entonces el país más pobre y disfuncional del mundo), utilizaba grupos policiales paralelos que se solapaban unos con otros y garantizaban la paranoia necesaria en un régimen dictatorial.
Ante sus fracasos panarabistas, Gadafi decidió influir en la política mundial a través de grupos terroristas interpuestos. Tuteló a los palestinos de Abu Nidal y Yihad Islámica, financió al IRA irlandés y patrocinó numerosos atentados. Eso fue desastroso para Libia. Las sanciones comerciales impuestas por Estados Unidos y luego por el resto del mundo arruinaron el país. Las rentas del petróleo alcanzaban los 21.000 millones de dólares anuales en 1982; en 1986 apenas superaban los 5.000 millones. Los bombardeos ordenados por Ronald Reagan en 1986 hundieron la ya renqueante popularidad de Gadafi y convencieron a El Líder de la necesidad de cambiar de rumbo. Lo hizo, como siempre, de forma paradójica: anunció una "extensión de la revolución" que, en realidad, suponía el fin de los años revolucionarios, y publicó la Gran Carta Verde de los Derechos Humanos en la Era de las Masas.
Se abrieron las fronteras, se liberó a centenares de presos políticos, los Comités Revolucionarios desaparecieron de los cuerpos policiales, se suprimieron los tribunales revolucionarios y se promulgaron algunas leyes que redujeron la arbitrariedad y permitieron una parcial reaparición de la empresa privada. En el terreno diplomático, Libia siguió practicando el terrorismo (con los atentados a aviones de Pan Am y UTA, por ejemplo), pero con convicción decreciente. En los años noventa, las sanciones mantuvieron su terrible efecto y empezó a faltar literalmente el pan en Libia. Eso suscitó algunas sublevaciones islamistas en Cirenaica, aplastadas con relativa facilidad.
Los atentados del 11 de septiembre de 2001 ofrecieron la oportunidad de ponerse del lado de Estados Unidos y salir del ostracismo internacional. Libia volvió a recibir inversiones petroleras, aumentó la producción de crudo, multiplicó sus inversiones en Europa, especialmente Reino Unido e Italia, y volvió a ser mimada por las corporaciones capitalistas. El retraso de las dos décadas perdidas, sin embargo, ya no se recuperó jamás.
En 2004 se inauguró en Trípoli el primer hotel con cinco estrellas, y por primera vez fue posible utilizar en el país una tarjeta de crédito. El retorno del dinero y las tímidas liberalizaciones y privatizaciones impulsadas por Saif al Islam Gadafi, hijo favorito de El Líder y en la práctica primer ministro, acabaron con lo que quedaba del espíritu igualitario de la revolución. La casta dominante se hizo riquísima mientras la población permaneció en una relativa pobreza, dominada como siempre por las paradojas: cuantas más universidades se abrían, más aumentaba el paro juvenil; cuanto mejor era la medicina, más libios acudían a hospitales tunecinos; cuanto más alta era la esperanza de vida (una de las más elevadas de África), menos popular era Gadafi.
Y entonces llegó la revolución.