Vicepresidente de Bolivia escribe sobre encarcelamiento de 1992 en Página 12
Era de noche y parecía que todo estaba acabado. En abril de 1992, a cuatro días de haber sido detenido y desaparecido por los agentes de Inteligencia del gobierno de Jaime Paz Zamora, parecía que toda nuestra vida y nuestros planes políticos se desmoronaban. Con cuatro familiares detenidos, varios dirigentes de la organización indígena Ejército Guerrillero Túpac Katari (EGTK), vejados en habitaciones contiguas, con el encarcelamiento de la dirección política nacional de la más importante estructura de cuadros políticos indígenas de las últimas décadas, con mis libros saqueados por “investigadores”, con los sueños truncos de ver una gran sublevación indígena, destruido el trabajo político paciente de más de diez años; obligado, a patadas, a mantenerme de pie y sin dormir todos esos días, torturado y amenazado con recibir una bala en la cabeza ante mi negativa de delatar a mis compañeros, tomé una decisión: o bien me matan en ese instante o luego serían ellos los perdedores, ya que utilizaría cada átomo de la llama de la vida salvada para reconstruir y alcanzar nuestros sueños colectivos de un poder indígena.
Era un viernes por la noche. A lo lejos se oía música de alguna discoteca y el fiscal Nemtala, militante de Acción Democrática Nacionalista (ADN), tomó la decisión de aprovechar el ruido exterior para pasar de los golpes y el insomnio al uso de descargas eléctricas. En el patio del cuartel policial los torturadores, que expresamente habían sido mandados por el gobierno, reían al verme gritar de dolor por los efectos de la electricidad. Cuando dejaron de mojar mi cuerpo para facilitar el efecto de la descarga eléctrica, les pedí que me mataran. No lo hicieron y desde ese momento se inició su derrota.
Torturaron a mi compañera de lucha y de amores frente a mis ojos, y nunca pudieron obtener información alguna de dónde se hallaban los depósitos bélicos de las comunidades. Detuvieron a mi hermano inocente y amenazaron con detener a nuestra hermana y madre, y nunca obtuvieron el nombre de ningún militante. Cada vez que los agentes se cansaban de tanto golpearnos y abandonaban el cuarto de tortura, nos comíamos las hojas de papel donde estaban los instructivos políticos que intentaban utilizar para incriminarnos. El intento de suicidio de Raquel (1), quien se negaba a seguir soportando las torturas de Nemtala, paró esta vorágine sórdida y macabra de los servicios represivos del gobierno “democrático” del Movimiento de Izquierda Revolucionaria (MIR)-ADN.
En el penal de máxima seguridad de Chonchocoro, recientemente estrenado, no pedimos clemencia, ni favores, ni pequeños beneficios con los que se va doblegando el alma del encerrado. O nos fugábamos o aguantábamos los años que sean necesarios, pero no nos quebrarían. Estuvimos un mes en aislamiento absoluto en un pabellón que debiera albergar a 100 presos. Nos prohibieron tener contacto con otros presos, nos prohibieron leer prensa, oír radio, ver televisión y tener visitas. Nuestra correspondencia era retenida por días en gobernación para que sea fotocopiada y acumulada en archivos del fiscal a la espera de hallar nuevos “indicios”, pese al lenguaje matemático con el que escribía a mis seres queridos. A los tres meses tuvimos opción de leer algunas viejas revistas que Usaid había regalado al penal. A los meses, y a regañadientes, nos dieron la posibilidad de recibir periódicos. Libros, tal vez alguno que otro, pero nada de política, imponía el gobernador de la cárcel.
¿Qué libro escoger que pueda pasar las restricciones de seguridad, pero que pudiera ser trabajado durante un largo tiempo? El Capital de Marx lo había leído en sus tres tomos cuando tenía 16 años, y luego varios capítulos en la última década. Faltaba, no cabe duda, una lectura rigurosa de la obra y de hecho ya estaba en mis planes a corto plazo, pues mi anterior libro, De demonios escondidos y momentos de revolución, había avanzado el estudio del pensamiento de Marx sobre la formación de la nación, de las clases campesinas y de las comunidades agrarias, precisamente revisando sus escritos previos a la redacción de El Capital, incluidos sus borradores.
El estudio de El Capital y de las obras posteriores de Marx era el siguiente paso para seguir profundizando en la obsesión teórica política de los últimos quince años: las comunidades y la nación como palancas de la crítica revolucionaria de la sociedad capitalista.
A la vez, El Capital, no cabe duda, literalmente no parecía nada riesgoso o político frente a los celosos guardianes de la cárcel. Al menos su título no hablaba de guerras, ni de sublevaciones, y fácilmente podía ser entendido como un libro más de gestión empresarial, tan de moda en esos años de auge neoliberal. ¿El Capital? ¿Por qué no? Tal vez así el reo se dedique a hacer alguna empresa y deje de meterse tanto en política, comentó alguno de los guardias encargados de vigilarnos día y noche.
Así llegó el primer tomo de El Capital de Karl Marx a la cárcel de máxima seguridad de Chonchocoro. Si lograr introducir un libro a la cárcel era tan complicado, había que sacarles el mayor de los réditos intelectuales a los pocos libros que pudieran ser permitidos. Ahí nació el plan de una lectura exhaustiva de El Capital. Recordé el viejo seminario de Bolívar Echeverría en la Facultad de Economía de la Universidad Autónoma de México (UNAM), donde se leía párrafo a párrafo el primer tomo de El Capital. Yo tenía tal vez años de encierro por delante, no sabía cuánto tiempo duraría esta infamia estatal, así que decidí leer y analizar el libro línea por línea y capítulo por capítulo.
Recuperando las viejas lecturas de adolescencia, durante tres años nos sumergimos en la lectura del primer tomo de El Capital. Comencé a llenar cuadernos de escritura encriptada de mis interpretaciones y me di modos para que esta base escrita pudiera entrar y salir de la cárcel sin que los guardias se dieran cuenta, para tener una fotocopia de reserva afuera, ante el riesgo de una requisa nocturna de los grupos de elite policial que destruyeran o robaran mi documentación.
De hecho, la redacción del primer manuscrito del libro sufrió varias batidas nocturnas en las que a las dos o tres de la mañana éramos sacados de nuestras celdas para que agentes encapuchados de los grupos de elite antiterrorista revisen, maltraten y hasta destruyan incluso la más diminuta de las escasas pertenencias que una cárcel de máxima seguridad permite.
En las primeras batidas, el manuscrito no tuvo percance. Estaba redactado con una letra tan diminuta y en clave que aturdió al oficial que lo encontró, quien prefirió botar los cuadernos al suelo junto con la ropa y el jabón usado del lavamanos.
Las siguientes requisas fueron más estrictas. Todo lo escrito fue decomisado y, después de largas campañas de denuncia ante las instituciones de derechos humanos, los manuscritos fueron devueltos. La seguridad tenía miedo a lo que pensaba y escribía, pero estaba claro que, hicieran lo que hiciesen, seguiría escribiendo y dándome modos para que quedara a buen recaudo. Así que, en una economía de esfuerzos mutuos, acordé con la gobernación del penal que, aunque sea ilegal, ellos podían fotocopiar mis textos y cartas a cambio de que las dejaran salir y entrar. Ellos hacían como que me controlaban y leían, y yo hacía como que lo aceptaba. Pese a este “armisticio”, mantuve mi propio circuito de entradas y salidas de documentación, y la seguridad carcelaria hizo todo lo posible por hallarla, aunque sin resultados, hasta el último día de mi permanencia en Chonchocoro.
Una última historia sobre el tortuoso devenir del borrador final del libro, ya en versión magnética y antes de que pueda llegar a la imprenta, la relata Raquel en su introducción. Al final había tantas versiones manuscritas o magnéticas por todas partes, entre amigos y vigilantes, que ya antes de ser publicado era un libro con decenas de lectores.
Así fue que comenzamos a redactar este libro. Al año y medio, las condiciones de control se fueron relajando. Habíamos participado en un motín carcelario que, entre otras cosas, erosionó las restricciones y controles estrictos de la cárcel de máxima seguridad, pudiendo ingresar libros sin mucho problema. Ello nos permitió tener algunos otros textos de Marx para avanzar en la investigación y, además, acceder a los cronistas de tiempos de la Colonia, con lo que la articulación conceptual entre la lógica de El Capital y las comunidades indígenas pudo avanzar en una primera etapa.
La mayor parte de las crónicas coloniales pudieron llegar a mis manos gracias a Alison Spedding, quien quincenalmente nos hacía llegar los textos a la cárcel.
De esta manera tuvimos la materia prima para el trabajo. Para avanzar en la obra, el resto era tiempo para pensar y escribir, que es algo que la cárcel ofrece de una manera generosa. Si a ello sumamos la paz que brinda el Altiplano, a cuatro mil metros sobre el nivel del mar, estábamos ante un escenario cuasi monástico para la reflexión. De hecho, nunca más en mi vida logré tal sintonía entre el tiempo sin apremios, el espíritu reposado ante la fatalidad del cerco, la naturaleza pródiga en silencios reveladores y el intelecto libre, libre y exaltado como nunca para escudriñar más allá de las rejas, de los muros, de las torretas armadas; más allá de cualquier control y con la capacidad de penetrar, como nunca antes, espacios lógicos. Al final, el resultado sería un libro que lee a Marx, esto es, la crítica insuperable de nuestro tiempo –como le gustaba decir a Sartre– para entender el potencial comunista de las comunidades indígenas, y todo ello redactado en un lenguaje y una lógica extractada de las lecturas de topología que tanto me habían agradado cuando estudiaba matemáticas, y que ahora en la cárcel me servían para despejar la mente.
Pero a medida que me hundía en la lectura de El Capital para hallar las herramientas que me permitan entender a las comunidades, estaba claro que no se podía comprender la potencia emancipativa de las comunidades como libre asociación de productores sin entender la fuerza expansiva del capitalismo, su dinámica interna como expropiación de la capacidad productiva de los productores. Esto es, el capital como el reverso de la comunidad o, si se prefiere, la comunidad como lo no-capital, como el reverso del capitalismo.
Pese a que la descripción y los datos de las estructuras comunitarias los proveían otras ramas de investigación, como la etnohistoria, entender el potencial comunista de la comunidad no podía hacerse desde la antropología o la historia, porque desde allí sólo se la ve en su existencia fija, sin movimiento y sin potencia interna. Su fuerza emancipativa sólo puede ser entendible desde la comprensión de la fuerza que la comprime o la destruye a lo largo de estos siglos, es decir, a partir del desarrollo interno del capitalismo. De ahí que cuanto más quería llegar a entender las comunidades, más necesitaba entender el capitalismo, su núcleo fundante. Por ello la estructura final del libro.
La primera parte está dedicada a leer la dinámica histórico-lógica del capitalismo, desde su desarrollo inicial (las formas del valor) hasta el modo en que el capitalismo se produce expansivamente a sí mismo (la subsunción). Todo ello como un proceso totalizante de enajenación del trabajo en todas sus modalidades (material, inmaterial, emotivo, etc.) y, por tanto, como hecho civilizatorio. Y su reverso, la comunidad del trabajo, entonces también como hecho totalizante de la totalización capitalista, esto es, como civilización. Esa es la segunda parte del libro.
Dado que el estudio de las comunidades andinas y de tierras bajas hasta la actualidad requería una enorme cantidad de material de difícil acceso, restringimos esta primera parte del estudio a la comprensión de la estructura de producción de las comunidades en la etapa precolonial y colonial, dejando para otro momento la etapa contemporánea.
De esta forma quedó redondeado el esquema interpretativo del libro. Estudiar la estructura civilizatoria del capitalismo en su proceso de densificación material y de extensión territorial universalizante, por un lado y, por otro, complementariamente, la estructura civilizatoria de la comunidad en su forma histórica local y crecientemente subsumida por la lógica mercantil-colonial (la comunidad colonial y precolonial), esto es, en su densidad material primaria y territorialidad fragmentada, tal como se ha dado históricamente hasta hoy, mostrando que la clave de la comprensión de la dinámica interna de las comunidades contemporáneas se halla en sí misma y en su subsunción a la dinámica interna del capitalismo. E igualmente, entendiendo que la clave de la superación del capitalismo se halla en sus propias contradicciones internas y las propias potencias expansivas universalistas contenidas en las comunidades locales.
Al final, se trata de un libro que busca escudriñar la fuerza histórica del comunismo como densificación material superior y territorialmente universalizada de la civilización comunitaria a partir de lo que hoy somos y hemos llegado a ser, esto es, a partir de la conjunción de las potencias comunitaristas universales contenidas en las contradicciones del capital (las luchas obreras y el intelecto social-universal), y en las fuerzas productivas asociativas, subjetivas e históricas de las comunidades agrarias y urbanas actualmente existentes.
Se trata ciertamente del libro más abstracto y complicado que he trabajado. Parte de ello se debe a la propia problemática abstracta elegida, a saber, los fundamentos críticos del núcleo “genético” del desarrollo del capitalismo y las formas comunitarias locales. Por ello, el lector deberá mantener la paciencia. En sentido estricto, considero que mis posteriores investigaciones sobre la condición obrera, los movimientos sociales, la formación del Estado, etc., son en parte derivaciones temáticas de la matriz conceptual trabajada en esta obra.