Fútbol boliviano: ¿A dónde van las reformas?




José Vladimir Nogales
En el catálogo de la batería de reformas propuestas por la dirigencia del fútbol boliviano para aplicar cirugía mayor en sus desgastadas y anacrónicas estructuras, destacan muchos elementos reformistas que trascienden más por su drasticidad que por su presunta utilidad.

A la urgente necesidad de reformas la dirigencia respondió con un amplio plan de reconfiguración, cuyas profundidades son escasamente visibles (quizá porque aún no las han diagramado o difundido del todo) y, en la perspectiva del ojo público, parecen ser más de forma que de contenido. Es decir, una transmutación de fachada que no afecta, sustancialmente, la estructura. Si, tal como se presentan, las transformaciones resultan leves e infecundas, habrá que preguntarse a qué tipo de problemas apuntaron los dirigentes para intentar dar solución. En ese sentido, existe una corriente de opinión que acusa a la dirigencia de recurrir a la oferta de reformas para sobrevivir a la borrasca de cuestionamientos tras su telúrica reelección. En el mundo de la política (de la que no se excluyen los dirigentes deportivos), suele procederse así. Y la prueba está en lo que ocurre en el mundo árabe, donde la eclosión de revueltas populares indujo a promesas reformistas largamente negadas por férreas dictaduras.

Entre las muchas reformas propuestas existe una, la del calendario de competencia, que mayor confusión y resistencia genera. En primer lugar cuesta discernir cómo la adopción del calendario europeo (con torneos que se inician en julio de un año y culminan a mitad del que sigue) contribuirá a mejorar el nivel del fútbol boliviano. Quizá sea ésta una variable que no entra en la ecuación transformadora (un simple cambio de fechas difícilmente hará menos mediocre la competencia doméstica), cuyo resultado habrá de conducir, inexorablemente, a la buscada evolución del nivel de juego. No siendo así, ¿cuál es su razón de ser? Según los ideólogos de las reformas, el propósito reside en que, al final de temporada, se disponga de mayor tiempo para el trabajo de la selección. Pero, salvo que repitamos la épica de clasificar a un Mundial, la actividad del seleccionado se remitirá a los años de celebración de la Copa América y, eventualmente, a un par de fechas de eliminatorias (insuficientes para el marco global del proceso) que coincidirán con el receso invernal. Si el reacomodo de fechas provee el tiempo que, por estos días, los clubes niegan a la selección, podría tornar en aceptable la medida. Pero, por sí solo, el tiempo de trabajo, empleado como insumo, no resuelve deficiencias estructurales.

Mientras el calendario europeo resulta beneficioso para Argentina, porque el mercado estival del Viejo Continente no llega a ser tan lacerante como antes, difícilmente su adopción reporte proporcionales réditos al fútbol boliviano. Si la AFA (cuyos formatos de competencia y módulos organizacionales son importados al país bajo el disfraz de innovaciones productivas) copia el período de apertura del libro de pases de las principales ligas de la UEFA, permitirá que sus equipos puedan responder mejor a los tours de compras de los conjuntos europeos. En Brasil –cuyo principal torneo se extiende de mayo a diciembre- los planteles se ven gravemente modificados a mitad del campeonato, cuando al otro lado del Atlántico se da comienzo al período de transferencias. En ese sentido, Bolivia no obtendría beneficio (o perjuicio) alguno dada su insignificante participación vendedora en esos mercados.

En contra del calendario europeo, aplicado a nuestra realidad, pueden alegarse cuestiones climáticas. Las temperaturas del verano podrían ciertamente atentar contra el rendimiento de los equipos o conspirar contra la asistencia de público. De igual modo, el exitoso torneo estival de pretemporada coincidirá, al ser relegado a mitad de año, con la disuasiva intensidad de la gelidez invernal.

Ahora bien, hechas las consideraciones sobre la utilidad de la reformulación del calendario, analicemos su aplicación. Si, como se prevé, la temporada futbolística se extenderá de julio a junio, debería serlo para todos sus efectos, es decir que el campeón del torneo Apertura (el que comienza en julio) y el campeón del Clausura (que se inicia en enero) clasifiquen a la Copa Libertadores del mismo año, de lo contrario se estará fracturando la esencia de la reforma del calendario o, por expresarlo mejor, su implementación no habrá servido de nada. Una primera fisura es ya visible en los días que corren, porque está definido que el campeón del torneo Adecuación (actualmente en curso) jugará la Copa Libertadores de 2012 junto al campeón del Apertura 2011. ¿Qué sucederá con el campeón del Clausura 2012? Si clasifica a la Copa de 2013, será evidente que nada habrá cambiado, que la temporada futbolística, más allá del maquillaje retórico, seguirá como hasta ahora, que la reforma no pasa de un burdo estado nominal. ¿Por qué? Es simple, sin necesidad de aplicar la nomenclatura oficial, esa que impone la validación reformista, para efectos descriptivos se dirá que los representantes bolivianos a la Copa Libertadores (la Copa Sudamericana es otra historia) surgen del “primer” y “segundo” torneo del año. En contraposición, las autoridades deportivas anunciaron que el libro de transferencias no será abierto, salvo para jugadores libres o provenientes del extranjero, hasta mitad de 2012. Si bien tal determinación es consonante con el nuevo concepto de temporada, cabe preguntarse por qué éste no es aplicable a la asignación de cupos internacionales por conquistas titulares. En todo caso, es obvio que una reformulación de las asignaciones de cupos clasificatorios habría dejado víctimas en el camino (como ocurrió con Blooming en 2005 y Wilstermann en 2006, campeones privados de sus derechos en la Copa Libertadores), algo que los clubes quieren evitar tanto como restarle atracción a algún torneo sin premios o recargar en demasía algún otro (como el Adecuación 2005). De hecho, la fórmula es análoga a la que Argentina emplea desde 2009, cuando (para corregir un desfase de tiempo entre temporadas) clasificó a tres campeones (Apertura 2007, Clausura 2008 y Apertura 2008) al torneo continental de 2009. Si bien la medida es más justa (porque el campeón del Apertura ya no debe esperar un año para activar sus derechos coperos), ha desordenado todo. Que el Clausura se juegue antes que el Apertura (aunque corresponda a temporadas distintas, pero en el mismo año) suena entre irónico y ridículo.

En Argentina (inagotable yacimiento de ideas que nutren reformas y contrareformas en Bolivia) se evaluaba, en meses pasados, la posibilidad de volver al formato extendido que proclama un único campeón por temporada. Una razón, entre otras, estriba en el hecho de que la utilidad de los torneos cortos ha caducado ya que, creados en 1990 para revitalizar una competencia dominada por los grandes, hoy luego de sucesivas crisis económicas que afectaron a los argentinos, y -fundamentalmente- del cambio en la mecánica de transferencia de jugadores al exterior, muchos clubes pequeños y no tan populares han superado en poderío económico y competitivo a los cinco grandes. Aunque inspirado en la experiencia argentina, el fraccionamiento de la temporada en Bolivia obedeció a razones diferentes: En 1986, se diseñó una temporada con dos torneos independientes (pero con un título anual unificado) para evitar los destructivos efectos de la sobreposición de fechas de su calendario con el Mundial de México. En 1989 se repitió el formato para evitar la deserción de Wilstermann y San José (abrumados económicamente), a quienes se les permitió ausentarse en el primer torneo y participar del segundo. Desde 1994 se adoptó oficialmente la disputa de dos campeonatos por año, práctica que, sin interrupciones, se extendió hasta los días que corren, pero recién en 2003 se adoptó la “fértil” idea de proclamar a dos campeones por temporada. ¿Es posible evaluar su utilidad? Dos torneos suponen mayor cantidad de partidos, por tanto mayores ingresos (por taquilla y televisación), pero no necesariamente elevados índices en la calificación competitiva.

Con el sistema actual de dos torneos por año, el fútbol argentino pierde terreno con respecto al Brasileirao, la mejor liga del continente. El campeón brasileño pesa bastante más del doble que el ganador de un torneo semestral en Argentina. El producto de la primera división de la AFA se ha devaluado en las últimas temporadas, y con el regreso al formato largo se lo repotencia (al menos parcialmente) de manera inmediata. Además, da toda la sensación de que -de una manera u otra- toda América se encamina hacia los campeonatos largos. La MLS, la máxima categoría chilena y el Descentralizado de Perú son, con matices, ejemplos de ello. Los torneos de Ecuador y Uruguay -si bien tienen un formato poco ortodoxo visto desde Europa- son, a su modo, ligas anuales. Incluso un cultor de las ligas cortas, como el fútbol mexicano, discute por estas horas la conveniencia de copiar la organización y el calendario de los torneos de Estados Unidos o Inglaterra. En Bolivia, volver a un torneo largo sería poco provechoso por la limítrofe cantidad de equipos en el círculo profesional (12 resultan escasos para un torneo largo), eventualidad que no se resolvería con el agregado de nuevas plazas sin ahondar en la mediocridad competitiva prevaleciente. Además, un torneo largo podría dañar la economía de los clubes por su inevitable pérdida de atractivo. Quizá sí, para darle más entidad y peso específico al campeón, debería procederse a la unificación de los fraccionados reinados, propuesta que, no obstante, chocaría con la reticencia de los clubes, necesitados de objetivos mediatos para sus proyectos, y de las propias autoridades del fútbol, conscientes de que satisfaciendo la avidez de los clubes afiliados la estabilidad política es plausible.

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