El laberinto interior de un gran escritor que se convirtió en personaje
El autor, ex director de la Biblioteca Nacional, acompañó a Sabato en un viaje por Europa tras la presentación del informe de la CONADEP. Aquí recupera la dimensión literaria de una obra tan paradigmática como su autor.
Por HORACIO SALAS - PERIODISTA Y ESCRITOR
Cuando en los días finales de 1961 Ernesto Sabato publicó Sobre héroes y tumbas, se había creado desde hacía meses un nivel de expectativa desconocido hasta entonces para la aparición de una novela. Numerosas entrevistas en diarios, revistas y publicaciones literarias habían preparado el clima. El libro se agotó en días y los lectores no se sintieron defraudados. En pocos meses, la sórdida historia de Alejandra y Martín, cruzada por la retirada del ejército de Lavalle trasladando el cuerpo descarnado de su jefe, sumado al descenso al infierno del "Informe sobre ciegos, conmovió a miles de personas. Era la novela gracias a la cual muchos jóvenes ingresaron en los vericuetos de la narrativa argentina.
Los personajes habitaban un paisaje reconocible y usaban un idioma que era el que se hablaba en la calle. Sabato se atrevía a escribir en argentino, como lo habían hecho Borges y Arlt. Y hasta los estereotipos sonaban creíbles para los que comenzaban a asomarse a la literatura. Rápidamente, el éxito editorial del libro se desparramó por todo el mundo y llegaron múltiples traducciones, centenares de críticas, tesis y coloquios universitarios. Los jóvenes porteños se identificaban con Martín y Alejandra; las muchachas escuchaban a Brahms, el músico preferido del personaje trágico de Sabato. El premio Nobel Salvatore Quasímodo calificó a Sobre héroes y tumbas: "Un apocalipsis de nuestro tiempo" y Witold Gombrowicz aseguró: "No conozco ningún libro que introduzca mejor a los secretos de la sensibilidad contemporánea de la América Latina, a sus mitos, sus fobias, sus alucinaciones".
A partir de ese momento, Sabato quiso seguir el ejemplo de Jean Paul Sartre y transformarse en el escritor/personaje, capaz de intervenir en el cúmulo de problemas de un país conflictuado al extremo: el reflejo sudamericano del escritor comprometido, burilado tanto por el autor de La Náusea como por Albert Camus. Lo que a comienzos de siglo se denominaba escritor nacional, que tuvo su representante justo (más allá de las diferencias ideológicas) en Leopoldo Lugones.
Sabato escribió también ensayos sobre la novela y la crisis de nuestro tiempo, y edificó su espacio de pensador, pero al mismo tiempo surgía, con un vigor incontenible, el boom de la literatura latinoamericana: Fuentes, Cortázar, Vargas Llosa y García Márquez, que dio a conocer Cien años de soledad en 1967. Era evidente que el gusto de los lectores había cambiado. En la Argentina, Martín fue desalojado por Horacio Oliveira, protagonista de Rayuela y la desdichada Alejandra, por la misteriosa Maga del libro de Cortázar.
Sabato sufrió la suerte de los pioneros y continuó en su coto de personajes neuróticos y angustiados. El extremo llegó con su última y voluminosa novela, Abaddón, el exterminador, de 1974, en la que, para subrayar sus propios conflictos existenciales, eligió asumirse como protagonista, método que le permitía observarse y ser observado, según la imagen con que pretendía reflejarse en los demás. La novela provocó interés en Europa, pero en la Argentina pasó sin pena ni gloria.
La reaparición de Sabato ante el público ya no sería literaria: el presidente Raúl Alfonsín lo puso al frente de la CONADEP, la notoria comisión encargada de recoger testimonios sobre los desaparecidos de la dictadura militar. A partir de ese momento se produjo una construcción mediática, que incluso llegó a moverse más allá de su voluntad: Sabato (más allá de un almuerzo con el presidente Videla que sus detractores se obstinan en colocar en primer plano) creció en el imaginario colectivo como una suerte de paradigma ético: pasó a ocupar un espacio ejemplificador. Un largo viaje por Europa que realicé acompañándolo días después de entregar el Informe sobre los desaparecidos, me permitió deducir de largas charlas que hubiera preferido que lo reconocieran por sus obras. Un hombre rara vez puede elegir la mirada con que lo verán los otros. En el caso de Sabato, el escritor se deslizó hacia el personaje, y el personaje se adueñó de la totalidad del espacio.
Por HORACIO SALAS - PERIODISTA Y ESCRITOR
Cuando en los días finales de 1961 Ernesto Sabato publicó Sobre héroes y tumbas, se había creado desde hacía meses un nivel de expectativa desconocido hasta entonces para la aparición de una novela. Numerosas entrevistas en diarios, revistas y publicaciones literarias habían preparado el clima. El libro se agotó en días y los lectores no se sintieron defraudados. En pocos meses, la sórdida historia de Alejandra y Martín, cruzada por la retirada del ejército de Lavalle trasladando el cuerpo descarnado de su jefe, sumado al descenso al infierno del "Informe sobre ciegos, conmovió a miles de personas. Era la novela gracias a la cual muchos jóvenes ingresaron en los vericuetos de la narrativa argentina.
Los personajes habitaban un paisaje reconocible y usaban un idioma que era el que se hablaba en la calle. Sabato se atrevía a escribir en argentino, como lo habían hecho Borges y Arlt. Y hasta los estereotipos sonaban creíbles para los que comenzaban a asomarse a la literatura. Rápidamente, el éxito editorial del libro se desparramó por todo el mundo y llegaron múltiples traducciones, centenares de críticas, tesis y coloquios universitarios. Los jóvenes porteños se identificaban con Martín y Alejandra; las muchachas escuchaban a Brahms, el músico preferido del personaje trágico de Sabato. El premio Nobel Salvatore Quasímodo calificó a Sobre héroes y tumbas: "Un apocalipsis de nuestro tiempo" y Witold Gombrowicz aseguró: "No conozco ningún libro que introduzca mejor a los secretos de la sensibilidad contemporánea de la América Latina, a sus mitos, sus fobias, sus alucinaciones".
A partir de ese momento, Sabato quiso seguir el ejemplo de Jean Paul Sartre y transformarse en el escritor/personaje, capaz de intervenir en el cúmulo de problemas de un país conflictuado al extremo: el reflejo sudamericano del escritor comprometido, burilado tanto por el autor de La Náusea como por Albert Camus. Lo que a comienzos de siglo se denominaba escritor nacional, que tuvo su representante justo (más allá de las diferencias ideológicas) en Leopoldo Lugones.
Sabato escribió también ensayos sobre la novela y la crisis de nuestro tiempo, y edificó su espacio de pensador, pero al mismo tiempo surgía, con un vigor incontenible, el boom de la literatura latinoamericana: Fuentes, Cortázar, Vargas Llosa y García Márquez, que dio a conocer Cien años de soledad en 1967. Era evidente que el gusto de los lectores había cambiado. En la Argentina, Martín fue desalojado por Horacio Oliveira, protagonista de Rayuela y la desdichada Alejandra, por la misteriosa Maga del libro de Cortázar.
Sabato sufrió la suerte de los pioneros y continuó en su coto de personajes neuróticos y angustiados. El extremo llegó con su última y voluminosa novela, Abaddón, el exterminador, de 1974, en la que, para subrayar sus propios conflictos existenciales, eligió asumirse como protagonista, método que le permitía observarse y ser observado, según la imagen con que pretendía reflejarse en los demás. La novela provocó interés en Europa, pero en la Argentina pasó sin pena ni gloria.
La reaparición de Sabato ante el público ya no sería literaria: el presidente Raúl Alfonsín lo puso al frente de la CONADEP, la notoria comisión encargada de recoger testimonios sobre los desaparecidos de la dictadura militar. A partir de ese momento se produjo una construcción mediática, que incluso llegó a moverse más allá de su voluntad: Sabato (más allá de un almuerzo con el presidente Videla que sus detractores se obstinan en colocar en primer plano) creció en el imaginario colectivo como una suerte de paradigma ético: pasó a ocupar un espacio ejemplificador. Un largo viaje por Europa que realicé acompañándolo días después de entregar el Informe sobre los desaparecidos, me permitió deducir de largas charlas que hubiera preferido que lo reconocieran por sus obras. Un hombre rara vez puede elegir la mirada con que lo verán los otros. En el caso de Sabato, el escritor se deslizó hacia el personaje, y el personaje se adueñó de la totalidad del espacio.