Países árabes: El viento que revuelve el río
Los levantamientos en algunos países norafricanos y de la Península Arábiga han sido como un simún, ese viento del desierto que enloquece, abrasa y destruye.
Esos cambios ocurren desde diciembre último y transforman paisajes políticos, derrumban regímenes que parecían inamovibles y estremecen los cimientos de otros.
Pero también han servido al propósito de revolver el río en el cual será fácil pescar esa apetecida presa que es el petróleo árabe.
El caso más representativo es la situación en Libia, cuya población disfruta de algunos de los más altos índices per. cápita de educación e ingresos y uno de los pocos estados de África que no está amenazado por la hambruna.
Hasta hace pocas semanas no se reportaban desde allí conflictos internos aparentes y había sido bien visto por los gobiernos que hoy piden su exterminio.
A diferencia del levantamiento en Egipto, significativo si se observan la magnitud de las protestas y la falta de resultados prácticos, en Libia no se habían registrado los elementos combustibles acumulados en la población y que desde noviembre pasado debieron alertar a las autoridades de El Cairo de que la situación interna estaba a punto de explosión.
Incluso desde antes, en junio de ese mismo año, cuando surgió un conato de rebelión en la ciudad de Alejandría, poco publicitado y aplastado a sangre y fuego sin que se escucharan voces de protesta en las capitales europeas o provenientes de las entidades notorias por dedicarse a la supervisión del respeto a los derechos humanos.
En noviembre pasado los resultados de las elecciones legislativas, manipulados por el partido en el gobierno, provocaron serias protestas que las autoridades reprimieron de manera expedita y violenta y durante las cuales, tampoco, hubo reacciones de enojo en esos cuarteles.
Es por ello que las reacciones a las primeras noticias sobre las protestas populares y ataques contra comisarías de la policía y unidades militares en la Jamahiriya Libia resultaron más inesperadas que los acontecimientos en el país de las pirámides, una circunstancia que cuando menos levanta sospechas.
Otra razón de suspicacia, a reserva de los problemas que pueden existir en ese país, debido a sus características históricas, su cultura tribal y las insatisfacciones con el liderazgo de Muammar el Gadafi, fue la prontitud de las potencias occidentales en la demanda de medidas extremas, incluidas las militares.
Desde el comienzo de las protestas en Libia también resaltó la falta de espontaneidad, y dieron cierta imagen de hechos manipulados a distancia.
Semejaban en la superficie a las marchas en Túnez que dieron al traste con el gobierno de Zine El Abidine Ben Alí (y, al mes siguiente, con la presidencia de Hosni Mubarak), considerado el detonante de las actuales crisis en países del norte de África y el Golfo Pérsico; pero en la profundidad había diferencias.
La primera entre ellas, es que ha impuesto la noción de que el estallido tunecino fue el detonante de las protestas que se extienden por el mundo árabe.
Esa tesis, sin embargo, tiene detractores, según los cuales la génesis hay que buscarla más atrás, en la rebelión a fines del año pasado en el campamento de refugiados saharaui de Gdeim Ezeik, en la ciudad de El Aaiún, en el Sahara Occidental ocupado por Marruecos, donde rige una de las monarquías modernas más represivas que se recuerden, capaz de eliminar a sus opositores a distancia.
Tal fue el caso de El Mehdi Ben Barka, notorio por su carisma en los círculos progresistas marroquíes, secuestrado en un barrio parisino por agentes secretos de Rabat, cuyo destino sigue siendo una incógnita.
Otro hecho que llama la atención es que cada caso tiene sus peculiaridades, factor que omiten los reportes venidos de los diversos escenarios.
En el ejemplo Egipto, es obvio que con el paso de los días, la rebelión pierde el esplendor de sus inicios y la impresión prevaleciente es que existe una manipulación que conduce el país hacia un mubarakismo sin Mubarak, previa satisfacción de algunas demandas elementales y periféricas de la población, centradas más en las figuras del antiguo régimen, que en el retorno al nacionalismo de Gamal Abdel Nasser, olvidado en los gobiernos de Anuar el Sadat y la reforma del régimen establecido por los últimos.
Prueba de ello es que uno de los primeros actos del Consejo Supremo Militar, que asumió el poder a la salida del raís egipcio, fue aclarar que el gobierno transitorio respetará los compromisos internacionales del país, es decir, los acuerdos de Camp David con Israel.
Eso implica la preservación del statu quo creado en el área por Estados Unidos al costo de vastos recursos económicos y los esfuerzos de su diplomacia por considerarla esencial para la preservación del control de recursos que cada vez le resultan más vitales.
De paso, desvaneció la resistencia árabe al expansionismo de Israel, que quedó con las manos libres para centrarse en la represión de los palestinos en la Franja de Gaza y Cisjordania y, como beneficio colateral e inesperado, asestó un golpe bajo al Movimiento de Países No Alineados, cuya presidencia corresponde en la actualidad a El Cairo.
En los hechos en Túnez y en Egipto existen varias coincidencias: los presidentes de ambos países eran las cabezas visibles de regímenes de fuerza, con experiencia en la represión y próximos a los intereses de las potencias occidentales.
Pero, también, eran reemplazables, y sus defenestraciones no implican el surgimiento de gobiernos que puedan convertirse en una espina en el costado de las potencias interesadas en mantener la zona tranquila con los países beligerantes cercados por fuerzas hostiles o indiferentes, por decirlo de alguna forma.
Tal vez en algún momento del futuro un wikileaks, o como se llame en ese momento hipotético, revele el contenido de la larga conversación, más de media hora, sostenida entre los presidentes Barack Obama y Mubarak, cuando el segundo aún proclamaba que se mantendría en el poder a toda costa.
Lo mismo vale para los casos jordano, yemenita, bahreiní y omaní, también con profundas relaciones con Washington y Londres, pero sujetos a la fuerza de atracción de Arabia Saudita, cuya monarquía acaba de declarar que "no permitirá manifestaciones".
Si bien los acontecimientos en importantes ciudades egipcias tomaron por sorpresa a las potencias occidentales, resulta evidente que para los poderes en este mundo unipolar se impone el pragmatismo.
Los estadounidenses tienen un apotegma que retrata el pragmatismo de su filosofía: "If you can´t beat them, join them (si no puedes vencerlos, úneteles). En él puede asentarse la conducta seguida por Washington a la hora de reconformar su deteriorada imagen en el mundo árabe y, de paso, reforzar su control en la zona.
En el camino de ese pragmatismo se inserta la oportunidad de extraer del poder al colorido líder libio, notorio por sus cambios de rumbo, como evidencian sus hasta hace muy poco buenas relaciones con los poderes occidentales.
El surgimiento en Egipto de un gobierno comprometido con el presente estado de cosas en el área y otro de similares características en Libia, crea un mapa político nuevo en el cual Argelia, donde la pronosticada rebelión no ha ocurrido, queda encerrada en un entorno si no hostil, menos favorable, y fortalece una zona tapón que Washington desea establecer respecto a Irán.
Lo mismo reza para Siria, parte de cuyo territorio, las Alturas del Golán, están ocupadas por Israel manu militari.
Ahora, solo queda esperar el paso de los días y el curso de los acontecimientos para despejar algunas interrogantes, a saber: ¿qué ocurrirá si Ghadafi logra retener el control de Libia? ¿Le deparan las potencias occidentales el papel de un segundo Saddam Hussein? ¿Surgirá otra coalición árabe para defenestrar al liderazgo de la Jamahiriya?
(*) El autor es jefe de la Redacción Africa y Medio Oriente de Prensa Latina.