La revolución en suspenso
Madrid, El País
En Egipto se ha producido un gigantesco amotinamiento, una conmoción de enorme magnitud, pero aún no una revolución. No es 1979 en Teherán, ni 1989 en Berlín, y mucho menos 1789 en París. Luis XVI se halla bajo arresto domiciliario -ni siquiera en la cárcel del Temple- y si ha habido derrocamiento del tirano, el grueso de funcionarios y oficiales sigue en sus puestos. Solo se han barajado posiciones, los guardias de corps son los que deciden en la fortaleza del poder, mientras los jefes de negociado aguardan órdenes. Pero la Bastilla está materialmente incólume.
No hay que minimizar la gesta cairota. Lo ya conseguido es extraordinario y debería anunciar algo mucho más sustantivo, pero la revolución está en suspenso, posdatada a seis meses vista, que es el tiempo que se tomará el Ejército para decidir cómo se sale de una dictadura y se aterriza en algo cuando menos decente. Pero nada garantiza, salvo, quizá, la continuación de la protesta, que los militares que fueron perrunamente fieles al presidente Mubarak hayan sufrido un súbito acceso de fervor democrático. El mundo circundante, tanto árabe como occidental, se halla igualmente sumido en confusión, y en especial los responsables de la diplomacia norteamericana, que con sus contradicciones y cambios de humor, le dieron unos días más de vida al exaviador egipcio.
Las mejores intenciones del presidente Obama probablemente se inclinaban desde el primer momento a la pronta desaparición de escena de Mubarak, pero al mismo tiempo su enviado especial a El Cairo, Frank G. Wisner, expresaba todo su apoyo al tambaleante dictador, y la secretaria de Estado, Hillary Clinton, trataba de nadar entre dos aguas diciendo ni sí ni no sino todo lo contrario. Y así era como en el último círculo del dictador egipcio se creía tener un margen de maniobra para recuperar el aliento cuando la protesta comenzara a flaquear. Ha sido mérito de los residentes de la plaza Tahrir hacer que el ánimo de la revuelta no decayera y, con ello, las cautelas del Departamento de Estado no le llevaran a felicitarse de que fuese Mubarak quien pilotara su propia transición.
Israel tenía, en cambio, las cosas mucho más claras. Nadie puede garantizar sus intereses como un gobernante sin legitimidad democrática, que, al menos aparentemente, se lo debiera todo a Estados Unidos, como ya había sido el caso de Anuar el Sadat. El predecesor de Mubarak firmó el tratado de paz de marzo de 1979 por el que, a cambio de recuperar el Sinaí, retiraba a Egipto del campo de batalla. El Gobierno de Jerusalén podía desde entonces castigar a su antojo a resistentes y terroristas, como en la invasión de Líbano para tratar de destruir a la OLP; perseguir a Hezbolá en su propio territorio; y arreglar cuentas con Hamás en la franja de Gaza. Sin la paz egipcia es cierto que Israel habría podido actuar de igual manera, pero siempre es mejor no tener que preocuparse de la retaguardia. Circunspección y recelo definen por ello la actitud israelí. El Ejército egipcio, a horcajadas del poder, ya ha garantizado a Washington que los tratados no se tocan y cuesta imaginar a un Gobierno cairota, incluso democrático, desafiando a Estados Unidos con una rescisión de contrato.
Esta es la cuarta tentativa en algo menos de 100 años en la que Egipto trata de fabricarse un futuro. Las tres anteriores: la adopción del parlamentarismo liberal en los años veinte del siglo pasado; el socialismo árabe no alineado de Nasser de 1952 a 1970, y la apertura económica pronorteamericana de Sadat y Mubarak hasta la actualidad fracasaron en su pretensión de elevar el país al estatus de única gran potencia regional, y aún menos trajeron la democracia. La circunstancia de que un levantamiento popular haya obligado a dimitir a Hosni Mubarak introduce un elemento inédito y fuertemente positivo, pero no está escrito que la democracia -como tampoco en Túnez- tenga que ser la resultante obligada de la transición que ahora comienza.
En unos meses se verá qué entiende por libertades y elecciones el Ejército egipcio. Y si de ellas surgiera un Estado genuinamente democrático estaríamos casi ante una refundación del mundo árabe. Pero las mismas vacilaciones parece que han primado a la hora de bautizar esta revolución a plazo llamándola de la Juventud, del Pueblo, de la Libertad, que como decía The New York Times, puede simplemente quedar como la Revolución del 25 de Enero, el día en que empezó algo que aún no ha terminado.
En Egipto se ha producido un gigantesco amotinamiento, una conmoción de enorme magnitud, pero aún no una revolución. No es 1979 en Teherán, ni 1989 en Berlín, y mucho menos 1789 en París. Luis XVI se halla bajo arresto domiciliario -ni siquiera en la cárcel del Temple- y si ha habido derrocamiento del tirano, el grueso de funcionarios y oficiales sigue en sus puestos. Solo se han barajado posiciones, los guardias de corps son los que deciden en la fortaleza del poder, mientras los jefes de negociado aguardan órdenes. Pero la Bastilla está materialmente incólume.
No hay que minimizar la gesta cairota. Lo ya conseguido es extraordinario y debería anunciar algo mucho más sustantivo, pero la revolución está en suspenso, posdatada a seis meses vista, que es el tiempo que se tomará el Ejército para decidir cómo se sale de una dictadura y se aterriza en algo cuando menos decente. Pero nada garantiza, salvo, quizá, la continuación de la protesta, que los militares que fueron perrunamente fieles al presidente Mubarak hayan sufrido un súbito acceso de fervor democrático. El mundo circundante, tanto árabe como occidental, se halla igualmente sumido en confusión, y en especial los responsables de la diplomacia norteamericana, que con sus contradicciones y cambios de humor, le dieron unos días más de vida al exaviador egipcio.
Las mejores intenciones del presidente Obama probablemente se inclinaban desde el primer momento a la pronta desaparición de escena de Mubarak, pero al mismo tiempo su enviado especial a El Cairo, Frank G. Wisner, expresaba todo su apoyo al tambaleante dictador, y la secretaria de Estado, Hillary Clinton, trataba de nadar entre dos aguas diciendo ni sí ni no sino todo lo contrario. Y así era como en el último círculo del dictador egipcio se creía tener un margen de maniobra para recuperar el aliento cuando la protesta comenzara a flaquear. Ha sido mérito de los residentes de la plaza Tahrir hacer que el ánimo de la revuelta no decayera y, con ello, las cautelas del Departamento de Estado no le llevaran a felicitarse de que fuese Mubarak quien pilotara su propia transición.
Israel tenía, en cambio, las cosas mucho más claras. Nadie puede garantizar sus intereses como un gobernante sin legitimidad democrática, que, al menos aparentemente, se lo debiera todo a Estados Unidos, como ya había sido el caso de Anuar el Sadat. El predecesor de Mubarak firmó el tratado de paz de marzo de 1979 por el que, a cambio de recuperar el Sinaí, retiraba a Egipto del campo de batalla. El Gobierno de Jerusalén podía desde entonces castigar a su antojo a resistentes y terroristas, como en la invasión de Líbano para tratar de destruir a la OLP; perseguir a Hezbolá en su propio territorio; y arreglar cuentas con Hamás en la franja de Gaza. Sin la paz egipcia es cierto que Israel habría podido actuar de igual manera, pero siempre es mejor no tener que preocuparse de la retaguardia. Circunspección y recelo definen por ello la actitud israelí. El Ejército egipcio, a horcajadas del poder, ya ha garantizado a Washington que los tratados no se tocan y cuesta imaginar a un Gobierno cairota, incluso democrático, desafiando a Estados Unidos con una rescisión de contrato.
Esta es la cuarta tentativa en algo menos de 100 años en la que Egipto trata de fabricarse un futuro. Las tres anteriores: la adopción del parlamentarismo liberal en los años veinte del siglo pasado; el socialismo árabe no alineado de Nasser de 1952 a 1970, y la apertura económica pronorteamericana de Sadat y Mubarak hasta la actualidad fracasaron en su pretensión de elevar el país al estatus de única gran potencia regional, y aún menos trajeron la democracia. La circunstancia de que un levantamiento popular haya obligado a dimitir a Hosni Mubarak introduce un elemento inédito y fuertemente positivo, pero no está escrito que la democracia -como tampoco en Túnez- tenga que ser la resultante obligada de la transición que ahora comienza.
En unos meses se verá qué entiende por libertades y elecciones el Ejército egipcio. Y si de ellas surgiera un Estado genuinamente democrático estaríamos casi ante una refundación del mundo árabe. Pero las mismas vacilaciones parece que han primado a la hora de bautizar esta revolución a plazo llamándola de la Juventud, del Pueblo, de la Libertad, que como decía The New York Times, puede simplemente quedar como la Revolución del 25 de Enero, el día en que empezó algo que aún no ha terminado.