Egipto pone en marcha la transición
El Cairo, El País
Una sociedad en transición está condenada a padecer un trastorno de identidad. Mientras se solapan el viejo y el nuevo orden, mientras unas fuerzas no consiguen imponerse a otras, la sociedad mantiene a la vez varias personalidades. Eso ocurre ahora en Egipto, una potencia regional embarcada en un proceso confuso y de final incierto. El presidente Hosni Mubarak, considerado de forma casi unánime un cadáver político, presidió ayer un Consejo de Ministros que subió los sueldos de los funcionarios. Era una forma de buscar fidelidades y apaciguar en lo posible el descontento. El régimen seguía intentando ganar tiempo y la mayoría de la población, representada por los manifestantes de la plaza de la Liberación, seguía apremiando. Normalidad y revuelta coexistían en un equilibrio precario.
La plaza cairota de la Liberación aparecía mucho más tranquila, ayer temprano, que en cualquier otra jornada desde que, dos semanas atrás, estalló la revuelta. No había colas para acceder al recinto acordonado por militares y manifestantes. Pudo pensarse, por un momento, que la protesta se deshinchaba. Que la necesidad de trabajar, de reanudar las actividades cotidianas, empezaba a imponerse sobre el ansia de cambio. El Cairo había vuelto a sus embotellamientos. Las televisiones oficiales (todas las egipcias) emitían imágenes de "normalidad" con un tono triunfal.
Falsa impresión. A mediodía, la plaza se llenaba. A las cinco de la tarde, las colas para someterse a los cacheos del servicio de seguridad civil de la Liberación hacían eses por la Corniche del Nilo, prolongándose centenares de metros. Dentro, la multitud, abundante en familias, gritaba y coreaba como cada día. La presión sobre el régimen no había cedido en lo más mínimo.
Ocurría algo típico en El Cairo, una metrópolis insomne con más habitantes que camas. Los cairotas están habituados a trabajar en varios empleos mal pagados para ganarse el pan, a correr de un lado a otro, a ocupar el lecho que alguien acaba de abandonar, a girar en ciclos de 24 horas. Muchos de los que acudieron a la plaza de la Liberación habían acudido antes a su empleo, o iban a hacerlo después, o ambas cosas. Normalidad y revuelta podían coexistir en una misma persona.
El régimen intentó ofrecer su propia imagen de normalidad. El vicepresidente, Omar Suleimán, explícitamente patrocinado por Washington, había sido durante las jornadas anteriores el encargado de dirigirse a la población y de ofrecer diálogo a las fuerzas opositoras. Ayer reapareció en las pantallas Hosni Mubarak, en unas breves imágenes ofrecidas por las televisiones egipcias. Presidía el primer Consejo de Ministros del Gobierno nombrado a toda prisa una semana atrás, como primera concesión a la revuelta.
La gran decisión consistió en subir el sueldo de los funcionarios un 15% a partir del 1 de abril. Mubarak ya concedió aumentos similares en 2008, para sofocar las protestas por el alza de los precios alimentarios, y el año pasado, cuando empezaban a percibirse síntomas del malestar que ha estallado ahora. La cantidad presupuestada ayer para afrontar la mejora de los sueldos ascendía a unos 1.000 millones en dólares (unos 730 millones de euros). Dado que en Egipto hay más de seis millones de funcionarios, el incremento medio anual podía estimarse en 166 dólares, algo más de 10 euros mensuales. El Gobierno también anunció una subida del 15% de las pensiones.
Con la Bolsa cerrada (la apertura se retrasó de nuevo, esta vez hasta el próximo domingo) y la libra egipcia desplomándose, el Gobierno emitió deuda por un importe de 2.000 millones de euros a un interés elevado, del 11,6%. Fue una nueva señal de los daños que la inestabilidad causaba a una economía ya deteriorada.
El Gobierno también emitió nuevas señales de tímida apertura, como la revisión judicial de las múltiples irregularidades registradas en las elecciones parlamentarias del pasado 3 de diciembre. Eso solo podría servir si el Tribunal Supremo decidiera cortar por lo sano y ordenara la repetición de las elecciones, ya que constituyeron un gigantesco amaño en el que solo participaron candidatos del régimen y no más del 10% de los ciudadanos. En el mismo sentido, se acortó el toque de queda, vigente ahora desde las ocho de la tarde a las seis de la mañana.
Las señales de apertura, que no convencían ni a los ciudadanos que protagonizan la revuelta ni a la comunidad internacional, se compensaban con otros signos de la "normalidad" que caracterizaba a la dictadura: manipulación, arbitrariedad y brutalidad policial. Las televisiones egipcias seguían sin transmitir lo que ocurría en la calle. Una de ellas ofreció anteayer al público una extraordinaria primicia: una mujer anónima y con el rostro cubierto, presunta participante en las revueltas, reveló ante las cámaras que había cobrado de EE UU y que agentes israelíes le habían impartido un cursillo sobre "cómo derrocar a Mubarak". Cabe recordar que el Gobierno israelí es tal vez el único en el mundo que sigue interesado en resucitar la momia de Mubarak. El diario Al-Ahram, cada día más volcado a la causa del cambio, dedicó al asunto un artículo hilarante, lleno de sarcasmo. La patraña era tan burda que habría resultado cómica, de no ser tan grave la situación.
Las mentiras ininterrumpidas habían calado en parte de la población, generando sentimientos xenófobos. Lejos de la plaza Tahrir, los diversos cuerpos de policía civil y militar seguían acosando a extranjeros y apalizando de forma brutal a los ciudadanos en las comisarías. La personalidad del nuevo Egipto, representado por la multitud de Tahrir, convivía con los vicios de la vieja dictadura.
Una sociedad en transición está condenada a padecer un trastorno de identidad. Mientras se solapan el viejo y el nuevo orden, mientras unas fuerzas no consiguen imponerse a otras, la sociedad mantiene a la vez varias personalidades. Eso ocurre ahora en Egipto, una potencia regional embarcada en un proceso confuso y de final incierto. El presidente Hosni Mubarak, considerado de forma casi unánime un cadáver político, presidió ayer un Consejo de Ministros que subió los sueldos de los funcionarios. Era una forma de buscar fidelidades y apaciguar en lo posible el descontento. El régimen seguía intentando ganar tiempo y la mayoría de la población, representada por los manifestantes de la plaza de la Liberación, seguía apremiando. Normalidad y revuelta coexistían en un equilibrio precario.
La plaza cairota de la Liberación aparecía mucho más tranquila, ayer temprano, que en cualquier otra jornada desde que, dos semanas atrás, estalló la revuelta. No había colas para acceder al recinto acordonado por militares y manifestantes. Pudo pensarse, por un momento, que la protesta se deshinchaba. Que la necesidad de trabajar, de reanudar las actividades cotidianas, empezaba a imponerse sobre el ansia de cambio. El Cairo había vuelto a sus embotellamientos. Las televisiones oficiales (todas las egipcias) emitían imágenes de "normalidad" con un tono triunfal.
Falsa impresión. A mediodía, la plaza se llenaba. A las cinco de la tarde, las colas para someterse a los cacheos del servicio de seguridad civil de la Liberación hacían eses por la Corniche del Nilo, prolongándose centenares de metros. Dentro, la multitud, abundante en familias, gritaba y coreaba como cada día. La presión sobre el régimen no había cedido en lo más mínimo.
Ocurría algo típico en El Cairo, una metrópolis insomne con más habitantes que camas. Los cairotas están habituados a trabajar en varios empleos mal pagados para ganarse el pan, a correr de un lado a otro, a ocupar el lecho que alguien acaba de abandonar, a girar en ciclos de 24 horas. Muchos de los que acudieron a la plaza de la Liberación habían acudido antes a su empleo, o iban a hacerlo después, o ambas cosas. Normalidad y revuelta podían coexistir en una misma persona.
El régimen intentó ofrecer su propia imagen de normalidad. El vicepresidente, Omar Suleimán, explícitamente patrocinado por Washington, había sido durante las jornadas anteriores el encargado de dirigirse a la población y de ofrecer diálogo a las fuerzas opositoras. Ayer reapareció en las pantallas Hosni Mubarak, en unas breves imágenes ofrecidas por las televisiones egipcias. Presidía el primer Consejo de Ministros del Gobierno nombrado a toda prisa una semana atrás, como primera concesión a la revuelta.
La gran decisión consistió en subir el sueldo de los funcionarios un 15% a partir del 1 de abril. Mubarak ya concedió aumentos similares en 2008, para sofocar las protestas por el alza de los precios alimentarios, y el año pasado, cuando empezaban a percibirse síntomas del malestar que ha estallado ahora. La cantidad presupuestada ayer para afrontar la mejora de los sueldos ascendía a unos 1.000 millones en dólares (unos 730 millones de euros). Dado que en Egipto hay más de seis millones de funcionarios, el incremento medio anual podía estimarse en 166 dólares, algo más de 10 euros mensuales. El Gobierno también anunció una subida del 15% de las pensiones.
Con la Bolsa cerrada (la apertura se retrasó de nuevo, esta vez hasta el próximo domingo) y la libra egipcia desplomándose, el Gobierno emitió deuda por un importe de 2.000 millones de euros a un interés elevado, del 11,6%. Fue una nueva señal de los daños que la inestabilidad causaba a una economía ya deteriorada.
El Gobierno también emitió nuevas señales de tímida apertura, como la revisión judicial de las múltiples irregularidades registradas en las elecciones parlamentarias del pasado 3 de diciembre. Eso solo podría servir si el Tribunal Supremo decidiera cortar por lo sano y ordenara la repetición de las elecciones, ya que constituyeron un gigantesco amaño en el que solo participaron candidatos del régimen y no más del 10% de los ciudadanos. En el mismo sentido, se acortó el toque de queda, vigente ahora desde las ocho de la tarde a las seis de la mañana.
Las señales de apertura, que no convencían ni a los ciudadanos que protagonizan la revuelta ni a la comunidad internacional, se compensaban con otros signos de la "normalidad" que caracterizaba a la dictadura: manipulación, arbitrariedad y brutalidad policial. Las televisiones egipcias seguían sin transmitir lo que ocurría en la calle. Una de ellas ofreció anteayer al público una extraordinaria primicia: una mujer anónima y con el rostro cubierto, presunta participante en las revueltas, reveló ante las cámaras que había cobrado de EE UU y que agentes israelíes le habían impartido un cursillo sobre "cómo derrocar a Mubarak". Cabe recordar que el Gobierno israelí es tal vez el único en el mundo que sigue interesado en resucitar la momia de Mubarak. El diario Al-Ahram, cada día más volcado a la causa del cambio, dedicó al asunto un artículo hilarante, lleno de sarcasmo. La patraña era tan burda que habría resultado cómica, de no ser tan grave la situación.
Las mentiras ininterrumpidas habían calado en parte de la población, generando sentimientos xenófobos. Lejos de la plaza Tahrir, los diversos cuerpos de policía civil y militar seguían acosando a extranjeros y apalizando de forma brutal a los ciudadanos en las comisarías. La personalidad del nuevo Egipto, representado por la multitud de Tahrir, convivía con los vicios de la vieja dictadura.