La serpiente de san Miguel
JORGE EDWARDS
El ensayo es el género literario de la libertad. Nosotros hemos tenido ensayistas y todavía los tenemos, pero son autores que no siempre comprenden la esencia, la naturaleza propia del género que cultivan. A veces pontifican, dictaminan, se emborrachan de citas librescas, nos castigan.
El ensayo, en cambio, es amable, libre, cercano a la naturaleza. Huye de la pedantería y del dogmatismo. Desconfía de cualquier especie de jerga, de sistema cerrado de signos, y busca el lenguaje de la calle, de las regiones, de artesanos y campesinos. Representa una reacción rápida, intuitiva, frente a temas del presente, y se mueve entre diferentes puntos de vista, salta del uno al otro, pero siempre con amabilidad, y sin miedo de incurrir en la contradicción.
Montaigne, fundador del ensayo moderno, dice que le podría encender un cirio a san Miguel y otro a su serpiente. Las imágenes tradicionales muestran a san Miguel Arcángel hundiendo una lanza en una serpiente pecaminosa. Para Montaigne, el santo era símbolo de la poesía celeste, que subía al cielo, y la serpiente era el barro humano. Entre ambos extremos, encontraba serias dificultades para decidir. El ensayo era una síntesis de las alturas líricas y de las verdades terrestres, cotidianas. Su lenguaje tenía gracia poética, ritmos alados, pero estaba lleno de cables a tierra. Un amigo erudito, académico, vecino suyo, quedó escandalizado porque no le había pasado el manuscrito de sus ensayos completos para que lo corrigiera.
El texto impreso estaba salpicado de expresiones gasconas, de dichos populares, de palabras mal sonantes y hasta malolientes. Al observar el escándalo de su amigo, Montaigne se rió. No le había pasado el manuscrito, precisamente, para que no pudiera introducirle esas correcciones. Eran los días del paso del latín a las lenguas romances: días de ambigüedad, de inestabilidad, de infancia de las nuevas lenguas. En vez de tratar de frenar el proceso, como su amigo académico, el ensayista bordelés se instalaba en el movimiento. Le aseguraban que su libro sería ilegible 50 años más tarde y se encogía de hombros. Era un lector apasionado, desordenado, voraz, de los clásicos latinos y griegos y de sus contemporáneos ingleses, italianos, españoles, franceses. Cincuenta años después era, en efecto, difícil leer su prosa.
Tres o cuatro siglos más tarde se volvió bastante fácil. Me he pasado dos años en el remoto Chile del siglo XXI dedicado a escribir una novela inspirada en Montaigne: una fantasía literaria, un juego, un divertimento, si quieren ustedes, una obra que está más relacionada con la serpiente que con el arcángel. Mientras leía y escribía, muchos de mis coterráneos estaban trenzados en polémicas furiosas. ¿Qué les pasará, me preguntaba, qué mosca los habrá picado?
Mi editora me dice en un llamado de larga distancia que Montaigne se ha puesto de moda en toda Europa. Terminaron las ideologías del futuro, de "los mañanas que cantan", como solían decir los "progres" franceses, y se ha vuelto a la contemplación del presente con suscontradicciones, sus perplejidades, su desolada belleza. Mientras los integrismos chilenos de todo orden, de uno y otro extremo, desinformados, se confunden en sus batallas verbales.
Montaigne inventó la forma del ensayo moderno a partir de su intensa lectura de epistolarios antiguos y de su tiempo y de diálogos griegos, latinos y actuales. Lo que prefería eran las cartas de tono familiar, de introspección, de confesión, de incertidumbre. Desconfiaba desde lo más profundo de su ser de la gente que estaba segura de todo. Je m'abstiens era una de sus divisas preferidas: me abstengo. Sus críticos mejores, sobre todo los alemanes, sostienen que los diálogos de Platón construían certezas intelectuales impresionantes y que Montaigne, el Señor de la Montaña, como le decía don Francisco de Quevedo, se esmeraba, con una sonrisa, con una mirada y un gesto socarrones, en desarmarlas. Era el tono más adecuado para una epístola dirigida a un amigo de confianza. El Señor de la Montaña, por ejemplo, perfecto conocedor de lo que se escribía al sur de los Pirineos, fue un lector asiduo de las Epístolas familiares del español Antonio de Guevara: reflexiones sueltas, tomadas de Plutarco en su gran mayoría, pero puestas por escrito en forma desordenada, sin el menor intento de composición general.
Pues bien, el maestro de Burdeos dijo en alguna oportunidad que escribía ensayos porque no tenía, después de la muerte de su amigo Etienne de la Boétie, ninguna persona cercana capaz de recibir una correspondencia sostenida suya.
Uno de los mejores trabajos que conozco sobre su obra es del crítico alemán Hugo Friedrich, escrito y publicado a fines de la década de los cuarenta, a la salida en su país y en la mitad de Europa de una etapa de fanatismos feroces, destructivos y autodestructivos. Y el trabajo de Friedrich, difícil de encontrar hoy, estudia de una manera magistral la formación del género. Explica que la raíz de ensayo viene del latín tardío exagium, que significa pesar, peso, medida de peso. En Francia, dice Friedrich, en el siglo XVI, esto es, en el siglo de Michel Eyquem de Montaigne, la voz ensayo tenía las acepciones siguientes: ejercicio, preludio, tentativa, muestra de alimento, y ensayar era tantear, verificar, probar, experimentar, inducir en tentación, emprender, exponerse a un peligro, correr un riesgo, pesar, sopesar, tomar impulso.
Termino de leer esta enumeración y me quedo sentado, mirando las copas de los árboles del cerro Santa Lucía bajo nubarrones otoñales. El ensayo, me digo, es una forma abierta por definición, y no está lejos de las orientaciones de la novela moderna. Es por eso que ensayistas y novelistas, a lo largo de los últimos dos siglos, han provocado la mayor desconfianza de las mentes autoritarias, totalitarias.
Hablé de dos siglos, pero tengo conciencia de que la historia viene de muy atrás, y de que se renueva a cada rato con disfraces diferentes. Un poeta algo mayor que nuestro ensayista, Clément Marot, describió unos recuerdos juveniles suyos como "golpes de ensayo... solo un pequeño jardín, pero donde ustedes no encontrarán ni una sola brizna de preocupación...".
Si volviéramos a las formas originales del ensayo, podríamos ventilar nuestros asuntos con menos intolerancia, con algo menos de aspereza, con gestos menos distorsionados. Porque nos picamos a la primera provocación, nos sulfuramos con gran facilidad, y muchas veces nos olvidamos de pensar antes de hablar. Avanzar sin transar, decía uno, en épocas que todavía recordamos, y el otro contestaba: avanzar sin pensar.
Jorge Edwards es escritor chileno.
El ensayo es el género literario de la libertad. Nosotros hemos tenido ensayistas y todavía los tenemos, pero son autores que no siempre comprenden la esencia, la naturaleza propia del género que cultivan. A veces pontifican, dictaminan, se emborrachan de citas librescas, nos castigan.
El ensayo, en cambio, es amable, libre, cercano a la naturaleza. Huye de la pedantería y del dogmatismo. Desconfía de cualquier especie de jerga, de sistema cerrado de signos, y busca el lenguaje de la calle, de las regiones, de artesanos y campesinos. Representa una reacción rápida, intuitiva, frente a temas del presente, y se mueve entre diferentes puntos de vista, salta del uno al otro, pero siempre con amabilidad, y sin miedo de incurrir en la contradicción.
Montaigne, fundador del ensayo moderno, dice que le podría encender un cirio a san Miguel y otro a su serpiente. Las imágenes tradicionales muestran a san Miguel Arcángel hundiendo una lanza en una serpiente pecaminosa. Para Montaigne, el santo era símbolo de la poesía celeste, que subía al cielo, y la serpiente era el barro humano. Entre ambos extremos, encontraba serias dificultades para decidir. El ensayo era una síntesis de las alturas líricas y de las verdades terrestres, cotidianas. Su lenguaje tenía gracia poética, ritmos alados, pero estaba lleno de cables a tierra. Un amigo erudito, académico, vecino suyo, quedó escandalizado porque no le había pasado el manuscrito de sus ensayos completos para que lo corrigiera.
El texto impreso estaba salpicado de expresiones gasconas, de dichos populares, de palabras mal sonantes y hasta malolientes. Al observar el escándalo de su amigo, Montaigne se rió. No le había pasado el manuscrito, precisamente, para que no pudiera introducirle esas correcciones. Eran los días del paso del latín a las lenguas romances: días de ambigüedad, de inestabilidad, de infancia de las nuevas lenguas. En vez de tratar de frenar el proceso, como su amigo académico, el ensayista bordelés se instalaba en el movimiento. Le aseguraban que su libro sería ilegible 50 años más tarde y se encogía de hombros. Era un lector apasionado, desordenado, voraz, de los clásicos latinos y griegos y de sus contemporáneos ingleses, italianos, españoles, franceses. Cincuenta años después era, en efecto, difícil leer su prosa.
Tres o cuatro siglos más tarde se volvió bastante fácil. Me he pasado dos años en el remoto Chile del siglo XXI dedicado a escribir una novela inspirada en Montaigne: una fantasía literaria, un juego, un divertimento, si quieren ustedes, una obra que está más relacionada con la serpiente que con el arcángel. Mientras leía y escribía, muchos de mis coterráneos estaban trenzados en polémicas furiosas. ¿Qué les pasará, me preguntaba, qué mosca los habrá picado?
Mi editora me dice en un llamado de larga distancia que Montaigne se ha puesto de moda en toda Europa. Terminaron las ideologías del futuro, de "los mañanas que cantan", como solían decir los "progres" franceses, y se ha vuelto a la contemplación del presente con suscontradicciones, sus perplejidades, su desolada belleza. Mientras los integrismos chilenos de todo orden, de uno y otro extremo, desinformados, se confunden en sus batallas verbales.
Montaigne inventó la forma del ensayo moderno a partir de su intensa lectura de epistolarios antiguos y de su tiempo y de diálogos griegos, latinos y actuales. Lo que prefería eran las cartas de tono familiar, de introspección, de confesión, de incertidumbre. Desconfiaba desde lo más profundo de su ser de la gente que estaba segura de todo. Je m'abstiens era una de sus divisas preferidas: me abstengo. Sus críticos mejores, sobre todo los alemanes, sostienen que los diálogos de Platón construían certezas intelectuales impresionantes y que Montaigne, el Señor de la Montaña, como le decía don Francisco de Quevedo, se esmeraba, con una sonrisa, con una mirada y un gesto socarrones, en desarmarlas. Era el tono más adecuado para una epístola dirigida a un amigo de confianza. El Señor de la Montaña, por ejemplo, perfecto conocedor de lo que se escribía al sur de los Pirineos, fue un lector asiduo de las Epístolas familiares del español Antonio de Guevara: reflexiones sueltas, tomadas de Plutarco en su gran mayoría, pero puestas por escrito en forma desordenada, sin el menor intento de composición general.
Pues bien, el maestro de Burdeos dijo en alguna oportunidad que escribía ensayos porque no tenía, después de la muerte de su amigo Etienne de la Boétie, ninguna persona cercana capaz de recibir una correspondencia sostenida suya.
Uno de los mejores trabajos que conozco sobre su obra es del crítico alemán Hugo Friedrich, escrito y publicado a fines de la década de los cuarenta, a la salida en su país y en la mitad de Europa de una etapa de fanatismos feroces, destructivos y autodestructivos. Y el trabajo de Friedrich, difícil de encontrar hoy, estudia de una manera magistral la formación del género. Explica que la raíz de ensayo viene del latín tardío exagium, que significa pesar, peso, medida de peso. En Francia, dice Friedrich, en el siglo XVI, esto es, en el siglo de Michel Eyquem de Montaigne, la voz ensayo tenía las acepciones siguientes: ejercicio, preludio, tentativa, muestra de alimento, y ensayar era tantear, verificar, probar, experimentar, inducir en tentación, emprender, exponerse a un peligro, correr un riesgo, pesar, sopesar, tomar impulso.
Termino de leer esta enumeración y me quedo sentado, mirando las copas de los árboles del cerro Santa Lucía bajo nubarrones otoñales. El ensayo, me digo, es una forma abierta por definición, y no está lejos de las orientaciones de la novela moderna. Es por eso que ensayistas y novelistas, a lo largo de los últimos dos siglos, han provocado la mayor desconfianza de las mentes autoritarias, totalitarias.
Hablé de dos siglos, pero tengo conciencia de que la historia viene de muy atrás, y de que se renueva a cada rato con disfraces diferentes. Un poeta algo mayor que nuestro ensayista, Clément Marot, describió unos recuerdos juveniles suyos como "golpes de ensayo... solo un pequeño jardín, pero donde ustedes no encontrarán ni una sola brizna de preocupación...".
Si volviéramos a las formas originales del ensayo, podríamos ventilar nuestros asuntos con menos intolerancia, con algo menos de aspereza, con gestos menos distorsionados. Porque nos picamos a la primera provocación, nos sulfuramos con gran facilidad, y muchas veces nos olvidamos de pensar antes de hablar. Avanzar sin transar, decía uno, en épocas que todavía recordamos, y el otro contestaba: avanzar sin pensar.
Jorge Edwards es escritor chileno.