Haití: escombros, caos y lluvias torrenciales
PUERTO PRÍNCIPE, Agencias
Yamina Naika tiene cinco años y vive con su familia en Tabarré, a las afueras de Puerto Príncipe, en un campamento que da cobijo a mil setenta personas. En este espacio, creado bajo el impulso de los padres paúles y de la ONG española Mensajeros de la Paz, se han inaugurado 50 barracones de madera que servirán de hogar a decenas de familias haitianas. A las más numerosas de la zona. El resto tendrán que conformarse con las mismas chabolas en las que vivían antes de que un seísmo de 7 grados en la escala de Richter devastara su isla el pasado 12 de enero. Pero en las que ahora tienen agua y comida.
Han pasado más de cuatro meses desde que el terremoto golpeara a Haití y con especial saña a su capital, Puerto Príncipe. Las cifras de este pequeño país caribeño son muy reveladoras. Diez millones de habitantes, la mitad de ellos en Puerto Príncipe. Un 80% de la población bajo el umbral de la pobreza. Una esperanza media de vida de 59 años. Altos índices de analfabetismo. Un país formado en sus orígenes por esclavos traídos del África subsahariana. Un permanente Estado fallido y el último puesto del hemisferio americano en el Índice de Desarrollo Humano elaborado por Naciones Unidas.
A estos números terribles, hay que añadir desde el pasado enero, 200.000 muertos, 500.000 niños huérfanos, 1.600.000 personas sin hogar y tres millones de damnificados. El Palacio Nacional y la Catedral Católica de Notre Dame se derrumbaron con el seísmo. Como un símbolo de que ambos poderes habían sido duramente golpeados. El arzobispo, Joseph Serge Miot, fue encontrado muerto entre los escombros. El presidente, René Préval, huyó al país vecino, República Dominicana. La catástrofe era superior a sus fuerzas.
Una capital llena de refugiadosDecenas de campamentos de refugiados se esparcen a las afueras de Puerto Príncipe. Grandes carpas de lona azul dan cobijo a los supervivientes de la catástrofe. Allí tienen techo y comida. Por todas partes se ven todoterrenos de la ONU, cascos azules y soldados norteamericanos. Los haitianos, sentados en la calle, miran. Parecen espectadores de una película. Una de terror. Resulta sorprendente que asistan a ella como espectadores pasivos y no como lo que en realidad son, protagonistas.
El lugar más afectado por el seísmo fue la zona baja de la capital y, en especial, el centro. La pobre calidad de las edificaciones hizo que la mayoría se vinieran abajo. Desde enero, nadie se ha molestado en retirar los escombros. Se desconoce la cifra de cadáveres que puedan continuar allí. La basura se esparce junto a las aceras. Charcos de agua estancada completan la escena. En todo el recorrido por la ciudad, esta periodista sólo ha visto una máquina quita-escombros. Pero eso no interrumpe la cotidianidad de los días.
Las paredes que continuaron en pie tras el seísmo albergan pintadas que dicen “Abajo Préval”, “Viva Aristid” u “Obama, we need a change
Niños vestidos de uniforme regresan de la escuela. Un hombre se lava los antebrazos en un charco. Los jóvenes conversan tumbados sobre sus motocicletas. Entre la basura y los edificios derruidos han establecido pequeños puestos. Venden comida, ropa o productos de higiene. Muchos de ellos se han aprovisionado a costa del saqueo. El tráfico es caótico. Un desagradable hedor lo impregna todo. Del suelo se levanta una polvareda. Las paredes que continuaron en pie tras el seísmo albergan pintadas que dicen “Abajo Préval”, “Viva Aristid” u “Obama, we need a change”.
Cerca del Palacio Presidencial se encuentra el Hospital Universitario de Estado de Haití. Es uno de los cinco hospitales de Puerto Príncipe. Cinco hospitales para cinco millones de personas. Ya no quedan pacientes del terremoto. Sí médicos extranjeros que viajan allí en su temporada de vacaciones para prestar un poco de su ayuda. Los enfermos se agrupan entre el edificio de urgencias y unas carpas instaladas en el jardín. No hay camas en el pabellón central. Tienen miedo de que se derrumbe.
Sin solución a corto y medio plazoEn una de las salas de este edificio, el director y la administradora se reúnen con un grupo de cooperantes mexicanos. El director sonríe paciente. En los últimos meses ha vivido esta escena repetidas veces. Llegan los cooperantes extranjeros con la mejor de sus intenciones. Ofrecen su ayuda, pero pocas veces llega a ser efectiva. Hablan diferentes idiomas. En dos planos paralelos que no se encuentra. Los voluntarios explican que necesitan una lista detallada de las necesidades que tiene el hospital para poder presentarla a su fundación. El director les replica: “¿Necesidades? No me preguntes que necesito, dime qué me puedes dar”.
Los cooperantes y diplomáticos extranjeros no esconden su preocupación. No ven solución posible ni a corto ni a medio plazo. No, como indica el embajador de España en Haití, Juan Fernández Trigo, mientras falte un liderazgo político fuerte. Aunque la ayuda internacional es abundante, “hay cosas que los extranjeros no podemos hacer”, explica.
Haití se enfrenta ahora a tres meses de lluvias torrenciales, que en 2008 trajeron consigo cuatro huracanes. Nadie se quiere marchar de Puerto Príncipe. Allí está la comida. Y se da la cuestión de la propiedad. Hay haitianos que sólo tienen un par de metros cuadrados de lo que antes era una vivienda, pero son suyos. Las lluvias arrastrarán consigo de nuevo a miles de muertos. Las previsiones rondan los 30.000 o 40.000. Suena apocalíptico, pero es que Haití es el fin del mundo.
Yamina Naika tiene cinco años y vive con su familia en Tabarré, a las afueras de Puerto Príncipe, en un campamento que da cobijo a mil setenta personas. En este espacio, creado bajo el impulso de los padres paúles y de la ONG española Mensajeros de la Paz, se han inaugurado 50 barracones de madera que servirán de hogar a decenas de familias haitianas. A las más numerosas de la zona. El resto tendrán que conformarse con las mismas chabolas en las que vivían antes de que un seísmo de 7 grados en la escala de Richter devastara su isla el pasado 12 de enero. Pero en las que ahora tienen agua y comida.
Han pasado más de cuatro meses desde que el terremoto golpeara a Haití y con especial saña a su capital, Puerto Príncipe. Las cifras de este pequeño país caribeño son muy reveladoras. Diez millones de habitantes, la mitad de ellos en Puerto Príncipe. Un 80% de la población bajo el umbral de la pobreza. Una esperanza media de vida de 59 años. Altos índices de analfabetismo. Un país formado en sus orígenes por esclavos traídos del África subsahariana. Un permanente Estado fallido y el último puesto del hemisferio americano en el Índice de Desarrollo Humano elaborado por Naciones Unidas.
A estos números terribles, hay que añadir desde el pasado enero, 200.000 muertos, 500.000 niños huérfanos, 1.600.000 personas sin hogar y tres millones de damnificados. El Palacio Nacional y la Catedral Católica de Notre Dame se derrumbaron con el seísmo. Como un símbolo de que ambos poderes habían sido duramente golpeados. El arzobispo, Joseph Serge Miot, fue encontrado muerto entre los escombros. El presidente, René Préval, huyó al país vecino, República Dominicana. La catástrofe era superior a sus fuerzas.
Una capital llena de refugiadosDecenas de campamentos de refugiados se esparcen a las afueras de Puerto Príncipe. Grandes carpas de lona azul dan cobijo a los supervivientes de la catástrofe. Allí tienen techo y comida. Por todas partes se ven todoterrenos de la ONU, cascos azules y soldados norteamericanos. Los haitianos, sentados en la calle, miran. Parecen espectadores de una película. Una de terror. Resulta sorprendente que asistan a ella como espectadores pasivos y no como lo que en realidad son, protagonistas.
El lugar más afectado por el seísmo fue la zona baja de la capital y, en especial, el centro. La pobre calidad de las edificaciones hizo que la mayoría se vinieran abajo. Desde enero, nadie se ha molestado en retirar los escombros. Se desconoce la cifra de cadáveres que puedan continuar allí. La basura se esparce junto a las aceras. Charcos de agua estancada completan la escena. En todo el recorrido por la ciudad, esta periodista sólo ha visto una máquina quita-escombros. Pero eso no interrumpe la cotidianidad de los días.
Las paredes que continuaron en pie tras el seísmo albergan pintadas que dicen “Abajo Préval”, “Viva Aristid” u “Obama, we need a change
Niños vestidos de uniforme regresan de la escuela. Un hombre se lava los antebrazos en un charco. Los jóvenes conversan tumbados sobre sus motocicletas. Entre la basura y los edificios derruidos han establecido pequeños puestos. Venden comida, ropa o productos de higiene. Muchos de ellos se han aprovisionado a costa del saqueo. El tráfico es caótico. Un desagradable hedor lo impregna todo. Del suelo se levanta una polvareda. Las paredes que continuaron en pie tras el seísmo albergan pintadas que dicen “Abajo Préval”, “Viva Aristid” u “Obama, we need a change”.
Cerca del Palacio Presidencial se encuentra el Hospital Universitario de Estado de Haití. Es uno de los cinco hospitales de Puerto Príncipe. Cinco hospitales para cinco millones de personas. Ya no quedan pacientes del terremoto. Sí médicos extranjeros que viajan allí en su temporada de vacaciones para prestar un poco de su ayuda. Los enfermos se agrupan entre el edificio de urgencias y unas carpas instaladas en el jardín. No hay camas en el pabellón central. Tienen miedo de que se derrumbe.
Sin solución a corto y medio plazoEn una de las salas de este edificio, el director y la administradora se reúnen con un grupo de cooperantes mexicanos. El director sonríe paciente. En los últimos meses ha vivido esta escena repetidas veces. Llegan los cooperantes extranjeros con la mejor de sus intenciones. Ofrecen su ayuda, pero pocas veces llega a ser efectiva. Hablan diferentes idiomas. En dos planos paralelos que no se encuentra. Los voluntarios explican que necesitan una lista detallada de las necesidades que tiene el hospital para poder presentarla a su fundación. El director les replica: “¿Necesidades? No me preguntes que necesito, dime qué me puedes dar”.
Los cooperantes y diplomáticos extranjeros no esconden su preocupación. No ven solución posible ni a corto ni a medio plazo. No, como indica el embajador de España en Haití, Juan Fernández Trigo, mientras falte un liderazgo político fuerte. Aunque la ayuda internacional es abundante, “hay cosas que los extranjeros no podemos hacer”, explica.
Haití se enfrenta ahora a tres meses de lluvias torrenciales, que en 2008 trajeron consigo cuatro huracanes. Nadie se quiere marchar de Puerto Príncipe. Allí está la comida. Y se da la cuestión de la propiedad. Hay haitianos que sólo tienen un par de metros cuadrados de lo que antes era una vivienda, pero son suyos. Las lluvias arrastrarán consigo de nuevo a miles de muertos. Las previsiones rondan los 30.000 o 40.000. Suena apocalíptico, pero es que Haití es el fin del mundo.