Guerras, querellas, intereses foráneos y riqueza natural cruzan historia de autonomías en Bolivia

Sucre, ABI
Bolivia se dotaba desde el domingo de un régimen autonomías departamentales, regionales, indígenas y municipales después de superar, en 185 años de historia, el temor de la desmembración territorial y, ahora último, un intento abortado de secesión por parte de grupos de poder económico coludidos con intereses foráneos.

Sus recursos naturales, sobre todo el petróleo y el gas, además del estaño, han sido fuente inagotable de sus hondas diferencias.

Calificada de "absurdo geográfico", en la década de los años 40 del siglo pasado, y sujeto incluso de "polonización", frases acuñadas por el español Bahía Malgradida y el chileno Augusto Pinochet respectivamente, Bolivia debió remontar cruciales circunstancias históricas y afirmar la fuerza de su Estado antes de poner en rieles la autonomía de sus regiones.

La debilidad secular de su Estado, ausente sino hasta hace pocos meses en regiones del norte y nordeste amazónicos y también en el anillo de sus 7.000 km lineales de frontera con Chile, Argentina, Brasil, Paraguay y Perú, puso a este país que nació a la vida independiente, en 1825, con más de 2 millones de km2 de territorio, en trance de fragmentación reiteradas veces.

Bolivia perdió casi medio millón de km2 de territorios amazónicos con Brasil, al amanecer del siglo XX, lo mismo que con Paraguay (250.000 km2 en 1938) y con Chile (120.000 km2 y 400 km lineales de litoral en 1904) tras sendas guerras.

Por la vía de tribunales internacionales o negociaciones bilaterales, también con Perú y Argentina.

País invertebrado hasta la mitad del siglo XX; Bolivia perdió territorios, más de un millón de km2 en zonas donde su Estado, literalmente, no podía defender, es decir lejos de sus centros más mayor densidad demográfica.

En el siglo XIX, gobiernos de escaso rigor institucional pergeñaron al menos una decena de proyectos de descentralización administrativa y política.

En su mayor parte de facto, los gobiernos de ese lapso trataron tangencialmente la posibilidad alentada, sobre todo, por poderes foráneos inoculados en negocios fundados en la explotación de recursos naturales y bajo el espectro de la división territorial.

En los albores del siglo XX, tuvo lugar la denominada Guerra Federal que enfrentó dos proyectos de Estado mutuamente excluyentes, el primero de ellos capitaneado por grupos de poder económico instalados en la minería, en la entonces sede del Poder Ejecutivo, Sucre, a la cabeza del presidente Severo Fernández Alonzo, jun aristócrata de puño conservador y, el segundo, timoneado por los cholos liberales de La Paz.

El conflicto, cruento en sus tramos finales, zanjó con el cambio de capitalía a La Paz. El entuerto involucró por primera vez a los indígenas andinos, entonces y hasta 1952 sometidos a un régimen de esclavitud, por lo tanto ostrados de la política criolla.

Los más intensos tuvieron lugar en la primera mitad del siglo XX, marcada por una pugna hegemónica regional de dos de sus potentes vecinos, Brasil y Argentina, ambos adscritos a sistemas federales.

En el embrión de la Guerra del Chaco, que enfrentó a las armas bolivianas y paraguayas, dos de los Estados más débiles, en el orden institucional y estructural de Sudamérica, el presidente Daniel Salamanca llevó hasta las últimas instancias legislativas un proyecto de descentralización que aprobado por el Congreso boliviano estuvo a punto de coronar en 1932.

El proyecto de descentralización boliviano fue objeto, incluso, de una consulta plebiscitaria en 1929, junto a otras 9 urgencias legales.

Al estallar la guerra con Paraguay, en junio de 1932, el propio Salamanca vetó la ley de descentralización, tenida, por los gobiernos siguientes hasta 1957, como el motor de una atomización territorial de Bolivia.

En 1957, el gobierno del entonces presidente Hernán Siles Suazo, debió enfrentar una arremetida de líderes del departamento oriental de Santa Cruz, que demandaban, entre gritos separatistas, autonomía para controlar los recursos naturales discrecionalmente en desmedro de las competencias nacionales del gobierno central en La Paz.

Desde entonces y con furibundia se escucharon gritos separatistas en esa región que concentra casi el 40% del territorio nacional, donde no llegaron las grandes conquistas de la revolución nacionalista de 1952, que instauró la reforma agraria en un país netamente latifundista, el voto universal, el acceso a derechos políticos y a la educación y principalmente la manumisión del indio.

La historia boliviana de las luchas autonomistas, incluso más allá del federalismo, registra el antes y después de los episodios sangrientos en la población de Terevinto, en Santa Cruz, donde fuerzas campesinas ahogaron la rebeldía de un grupos de familias conservadoras, que enarbolaban los dogmas políticos de la falange española, alzados contra La Paz, es decir contra Siles Suazo.

En 1959, Santa Cruz, en cabeza de médico Melchor Pinto Parada, arrancó a La Paz el control del 11% de las regalías petroleras, germen de una lucha por la autonomía regional que inspiró movimientos autonomistas, algunos dislocados del concepto de bolivianidad.

Las reivindicaciones más recientes comenzaron a multiplicarse geomágtricamente desde enero de 2005, cuando el devenido político empresarial Comité Pro Santa Cruz (CPSCZ, que fundó Pinto Parada), se embarcó en una lucha, galvanizada por grupos de poder económico, por la autonomía regional.

A contrapelo de una política centralista sin concesiones acuñada por los gobiernos desde 1960, la administración transitoria de Carlos Mesa (2003-2005) concedió la elección de prefectos, cuya designación, hasta 2005, era un atributo privativo del Presidente de la República.

Pulmón económico de Bolivia, desde la década de los '70, Santa Cruz debe su envergadura productiva e industrial, concentrada en pocas manos, a los recursos que generaron los mineros andinos en su gran mayoría entre los años 30 y 80 del siglo precedente.

El movimiento autonomista galvanizado por el CPSCZ creció así hasta generar una ficción geográfica, la Media Luna, que dividía Bolivia en dos e incorporaba, además de Santa Cruz, a los departamentos amazónicos de Beni y Pando, a Tarija.

También a las partes más ricas de los departamentos de La Paz y Chuquisaca, que contienen importantes acopios de petróleo y gas natural.

.Su querella se alzaba contra un supuesto ?andinocentrismo? preconizado por el poder central de La Paz.

La posición, que planteó antinomias tales como indio-blanco; colla (habitante indígena de los Andes)-camba (de Santa Cruz); pobre-rico, autonomista-centralista e izquierda-derecha y que pasó de la virulencia en los discursos a la violencia física, se cebó en el gobierno del presidente indígena Evo Morales, miembro del pueblo llano, electo en las urnas en diciembre de 2005 y apuntalado por movimientos sociales, nuevo fenómeno en la política criolla.

Contra él se lanzó una campaña de desprestigio, preñada de conspiraciones y hasta una intentona golpista combinada por potencias foráneas, para conseguir su alejamiento del gobierno.

Sin embozos, los prefectos de Santa Cruz, Rubén Costas: de Beni, Ernesto Suárez; de Tarija, Mario Cossio; de Pando, Leopoldo Fernández, de Cochabamba, Manfred Reyes Villa, y de Chuquisaca, la indígena quechua Savina Cuéllar, se despacharon, connividos hasta con el embajador de EEUU en La Paz, Philip Golberg, contra Morales.

Los prefectos en colusión mandaron a aprobar, en comicios locales, estatutos autonomistas al margen de la Constitución boliviana y que, según observadores, tenían tufillo federalista.

Bolivia al extremo de la exacerbación de contradicciones, se enfrentó, ya en el terreno fangoso de lo político, a una de sus peores crisis de Estado entre 2006 y 2007, en momentos en que deliberaba una Asamblea Constituyente, de mayoría indígena mestiza y afín al proyecto de Estado cercano al socialismo comunitario.

Acostumbrado ya a frenar sus embrollos en la marquesina, Bolivia terminó homologando un nueva Constitución, que comporta un régimen autonómico departamental, regional, indígena y municipal, lejos de calcar el modelo centralista en los nueve distritos bolivianos, de afectar la soberanía del Estado sobre el territorio y sus recursos naturales y de limitar la distribución del excedente estatal con equidad.

En este contexto se inscriben con fuerza demoledora los movimientos sociales y un rigor constitucional sin precedentes de las Fuerzas Armadas, que gobernaron el país de facto entre 1964 y 1982.

Desde este domingo las regiones bolivianas podrán elegir a sus autoridades y legislar en el orden regional, sin afectar al régimen presidencialista, tradicional en Bolivia.

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