Electra, electricidad
JORGE EDWARDS
Tan viva como la misma electricidad, dice uno de los personajes, misteriosa, repentina, de sumo cuidado. Destruye, trastorna, ilumina". Hablo de una obra de Benito Pérez Galdós que ya tiene más de 100 años y que fue reestrenada la semana pasada en Las Palmas de Gran Canaria. El nombre de la obra, en los años de su creación, Electra, era griego y moderno: representaba un pasado mítico y un presente positivista, fascinado por el progreso científico, por ideales de una sociedad nueva, por el rechazo de la oscuridad, la intolerancia, el fanatismo de épocas anteriores.
Pérez Galdós escribió un texto desordenado, algo excesivo, pero de un diálogo brillante y punzante, demoledor en muchos de sus pasajes. Es la historia de una muchacha de 18 años, Electra, hija natural de una madre que se tomó libertades no permitidas en su tiempo, Eleuteria, nombre que viene, precisamente, del término griego para libertad. Son alusiones transparentes y que en los años de Galdós provocaron resistencias furibundas. Electra, que no sabe quién es su padre, se ha educado en un colegio religioso francés y después ha sido recogida por parientes de Eleuteria, burgueses enriquecidos y que la mantienen en un palacete de gran lujo, atestado de galerías, de salas profundas, de perspectivas, de balconajes que dan sobre un parque frondoso.
El drama galdosiano ha sido adaptado por un dramaturgo de hoy, Francisco Nieva, pero tengo la impresión de que todavía sobran páginas. La escenografía, que juega con la amplitud de los salones y galerías, con las grandes escalinatas, con los cuadros, con los experimentos de Máximo, el hombre de ciencias, el domador de fuerzas secretas, es de lo mejor del estreno. No transmite en ningún momento la sensación de escasez, de pobreza de medios, de relativa sordidez, de casi todo el teatro chileno de hoy. Y escribo "de hoy" en forma deliberada, porque el teatro experimental y el de ensayo de las universidades chilenas de los años cincuenta tenía una amplitud mental y material, una visión en grande, que ahora se echa casi siempre de menos. Me gustan, me sorprenden, me provocan una sonrisa, los vuelos imaginativos, aéreos, espaciales, de esta curiosa Electra. Son un llamado vibrante a la libertad, a la lucha contra los prejuicios, las nociones y costumbres pacatas, el clasismo ciego.
Se podría escribir otra obra de teatro o una novela acerca de lo que sucedió con el drama de Pérez Galdós en el Madrid de 1901. Había ocurrido un hecho real el año anterior. Una muchacha de 15 años de edad, Adelaida Ubao e Icaza, heredera de una gran fortuna, había asistido a unos ejercicios espirituales dirigidos por un sacerdote jesuita y había terminado por ingresar, sin autorización de su madre viuda, al conventode las Esclavas del Corazón de Jesús. La madre entabló un proceso, que perdió en primera instancia frente a diversas argucias y tinterilladas de la parte contraria, y el tema llegó a dividir a la sociedad española de entonces.
En el drama de Galdós, la joven y desamparada Electra, manipulada por don Salvador Pantoja, hombre rico y fanático, católico integrista de aquellos años, queda también encerrada en un convento madrileño. Pero el argumento tiene una sutileza interesante: Pantoja insinúa que es el padre de la niña, fruto de una desviación pecaminosa de su juventud, y que tiene la obligación de encerrarla para que no se convierta en una libertina, en una arrastrada, como su madre Eleuteria.
Pantoja, siempre vestido de oscuro, triste, de una cortesía constante y extraña, es la encarnación teatral del despotismo, del autoritarismo, de la hipocresía en la más maligna de sus facetas. Los jóvenes autores de la generación del 98, que admiraban a Galdós pero que también solían criticarlo en forma despiadada, acudieron en masa al estreno, dispuestos, al fin, a rendirle homenaje al viejo maestro. Pío Baroja escribió en sus Memorias que el escándalo provocado por Electra sólo se podía comparar con el de Hernani, de Victor Hugo, en la Francia del romanticismo. Hubo pataletas, imprecaciones, ovaciones y silbatinas. Cuentan que Ramiro de Maeztu, anarquista y provocador en sus años juveniles, gritó desde la galería: "¡Mueran los jesuitas!".
Al término de la función, Pérez Galdós fue paseado en andas por los jóvenes en las calles del centro de Madrid. Los gritos de "¡Viva Galdós!" se alternaban con los de "¡Muera el clero!". Al cabo de algunas funciones, se hizo habitual interpretar el Himno de Riego, el de los liberales españoles en lucha contra Fernando VII, después de la bajada del telón. En una de las funciones, los clericales, que se confundían con las clases más ricas, compraron la mitad del teatro y dejaron los asientos vacíos en señal de protesta. La edición del drama en forma de libro tuvo un éxito notable: más de 27.000 ejemplares vendidos en las primeras semanas.
De alguna manera, guardando todas las distancias del caso, mis lecturas de estos días sobre el escándalo de Electra en su estreno me han hecho recordar el caso de la publicación de El inútil de Joaquín Edwards Bello en el Santiago de 1910. El personaje principal de la novela, Eduardo Briset Lacerda, se proclamaba socialista y ateo y participaba en una huelga obrera, todo lo cual, para la burguesía chilena de comienzos del siglo XX, no era poco. En años posteriores, Edwards Bello, gran cultivador de la contradicción, desdeñoso de la coherencia racional, afirmaba que era ateo con respecto a Dios Padre y creyente piadoso de la Virgen María. Cuando publiqué mi novela sobre el tema, El inútil de la familia, recibí cartas y testimonios que me sorprendieron, que parecían salir de lo más profundo del pasado. Un viejo pariente me escribió desde Valparaíso para contarme que Joaquín, a pesar de sus dichos, era creyente, pero iba a misa a las seis o siete de la mañana porque no le gustaba que lo vieran en las iglesias. Le rezaba a la Virgen antes de salir de su casa, ya que sentía que si no lo hacía le podía ocurrir alguna desgracia, pero también respetaba al Dios del Antiguo Testamento. Quizá, pienso, lo respetaba y le tenía miedo, como a su propio padre, cuyas botas escuchaba en la madrugada, entre sueños, cuando él partía a su trabajo.
El odio galdosiano a Pantoja, en cambio, no tiene contradicción ni redención alguna.
¿Producto de una sociedad más estricta, más tradicional, que no conoce la licencia y la fiesta sudamericana? En todo caso, me parece interesante que se pueda comparar la actitud del novelista y cronista chileno con la del autor de Fortunata y Jacinta. En alguna medida, Edwards Bello fue uno de los sudamericanos más hispanistas de su generación. Fue gran amigo de Ramón Gómez de la Serna, del "pintor Zuloaga", como le gustaba llamarlo, de muchos otros. Cita con frecuencia a Galdós, a Baroja, incluso a doña Emilia Pardo Bazán. En su calidad de jugador empedernido, conoció a fondo los garitos de los alrededores de la Puerta del Sol y probablemente le rezó a la Virgen María después de colocar algunas fichas. El chileno en Madrid, arbitrario, ingenuo, pero bien observado, lleno de vida, un poco eléctrico a la manera de Electra, se puede leer perfectamente ahora. Y revela coincidencias, parentescos, vasos comunicantes que todavía nos sorprenden.
A veces pienso que nadie se interesa ahora en estas cosas. Pero El chileno en Madrid se podría traducir a una película de hoy, de Almodóvar o del chileno Raúl Ruiz, y podría ser muy divertida, además de original y provocativa. Habría que usar, creo, los grises y los sepias de las viejas fotografías. Pero yo, por mi lado, no pretendo entrar en esta aventura.
Jorge Edwards es escritor chileno.
Tan viva como la misma electricidad, dice uno de los personajes, misteriosa, repentina, de sumo cuidado. Destruye, trastorna, ilumina". Hablo de una obra de Benito Pérez Galdós que ya tiene más de 100 años y que fue reestrenada la semana pasada en Las Palmas de Gran Canaria. El nombre de la obra, en los años de su creación, Electra, era griego y moderno: representaba un pasado mítico y un presente positivista, fascinado por el progreso científico, por ideales de una sociedad nueva, por el rechazo de la oscuridad, la intolerancia, el fanatismo de épocas anteriores.
Pérez Galdós escribió un texto desordenado, algo excesivo, pero de un diálogo brillante y punzante, demoledor en muchos de sus pasajes. Es la historia de una muchacha de 18 años, Electra, hija natural de una madre que se tomó libertades no permitidas en su tiempo, Eleuteria, nombre que viene, precisamente, del término griego para libertad. Son alusiones transparentes y que en los años de Galdós provocaron resistencias furibundas. Electra, que no sabe quién es su padre, se ha educado en un colegio religioso francés y después ha sido recogida por parientes de Eleuteria, burgueses enriquecidos y que la mantienen en un palacete de gran lujo, atestado de galerías, de salas profundas, de perspectivas, de balconajes que dan sobre un parque frondoso.
El drama galdosiano ha sido adaptado por un dramaturgo de hoy, Francisco Nieva, pero tengo la impresión de que todavía sobran páginas. La escenografía, que juega con la amplitud de los salones y galerías, con las grandes escalinatas, con los cuadros, con los experimentos de Máximo, el hombre de ciencias, el domador de fuerzas secretas, es de lo mejor del estreno. No transmite en ningún momento la sensación de escasez, de pobreza de medios, de relativa sordidez, de casi todo el teatro chileno de hoy. Y escribo "de hoy" en forma deliberada, porque el teatro experimental y el de ensayo de las universidades chilenas de los años cincuenta tenía una amplitud mental y material, una visión en grande, que ahora se echa casi siempre de menos. Me gustan, me sorprenden, me provocan una sonrisa, los vuelos imaginativos, aéreos, espaciales, de esta curiosa Electra. Son un llamado vibrante a la libertad, a la lucha contra los prejuicios, las nociones y costumbres pacatas, el clasismo ciego.
Se podría escribir otra obra de teatro o una novela acerca de lo que sucedió con el drama de Pérez Galdós en el Madrid de 1901. Había ocurrido un hecho real el año anterior. Una muchacha de 15 años de edad, Adelaida Ubao e Icaza, heredera de una gran fortuna, había asistido a unos ejercicios espirituales dirigidos por un sacerdote jesuita y había terminado por ingresar, sin autorización de su madre viuda, al conventode las Esclavas del Corazón de Jesús. La madre entabló un proceso, que perdió en primera instancia frente a diversas argucias y tinterilladas de la parte contraria, y el tema llegó a dividir a la sociedad española de entonces.
En el drama de Galdós, la joven y desamparada Electra, manipulada por don Salvador Pantoja, hombre rico y fanático, católico integrista de aquellos años, queda también encerrada en un convento madrileño. Pero el argumento tiene una sutileza interesante: Pantoja insinúa que es el padre de la niña, fruto de una desviación pecaminosa de su juventud, y que tiene la obligación de encerrarla para que no se convierta en una libertina, en una arrastrada, como su madre Eleuteria.
Pantoja, siempre vestido de oscuro, triste, de una cortesía constante y extraña, es la encarnación teatral del despotismo, del autoritarismo, de la hipocresía en la más maligna de sus facetas. Los jóvenes autores de la generación del 98, que admiraban a Galdós pero que también solían criticarlo en forma despiadada, acudieron en masa al estreno, dispuestos, al fin, a rendirle homenaje al viejo maestro. Pío Baroja escribió en sus Memorias que el escándalo provocado por Electra sólo se podía comparar con el de Hernani, de Victor Hugo, en la Francia del romanticismo. Hubo pataletas, imprecaciones, ovaciones y silbatinas. Cuentan que Ramiro de Maeztu, anarquista y provocador en sus años juveniles, gritó desde la galería: "¡Mueran los jesuitas!".
Al término de la función, Pérez Galdós fue paseado en andas por los jóvenes en las calles del centro de Madrid. Los gritos de "¡Viva Galdós!" se alternaban con los de "¡Muera el clero!". Al cabo de algunas funciones, se hizo habitual interpretar el Himno de Riego, el de los liberales españoles en lucha contra Fernando VII, después de la bajada del telón. En una de las funciones, los clericales, que se confundían con las clases más ricas, compraron la mitad del teatro y dejaron los asientos vacíos en señal de protesta. La edición del drama en forma de libro tuvo un éxito notable: más de 27.000 ejemplares vendidos en las primeras semanas.
De alguna manera, guardando todas las distancias del caso, mis lecturas de estos días sobre el escándalo de Electra en su estreno me han hecho recordar el caso de la publicación de El inútil de Joaquín Edwards Bello en el Santiago de 1910. El personaje principal de la novela, Eduardo Briset Lacerda, se proclamaba socialista y ateo y participaba en una huelga obrera, todo lo cual, para la burguesía chilena de comienzos del siglo XX, no era poco. En años posteriores, Edwards Bello, gran cultivador de la contradicción, desdeñoso de la coherencia racional, afirmaba que era ateo con respecto a Dios Padre y creyente piadoso de la Virgen María. Cuando publiqué mi novela sobre el tema, El inútil de la familia, recibí cartas y testimonios que me sorprendieron, que parecían salir de lo más profundo del pasado. Un viejo pariente me escribió desde Valparaíso para contarme que Joaquín, a pesar de sus dichos, era creyente, pero iba a misa a las seis o siete de la mañana porque no le gustaba que lo vieran en las iglesias. Le rezaba a la Virgen antes de salir de su casa, ya que sentía que si no lo hacía le podía ocurrir alguna desgracia, pero también respetaba al Dios del Antiguo Testamento. Quizá, pienso, lo respetaba y le tenía miedo, como a su propio padre, cuyas botas escuchaba en la madrugada, entre sueños, cuando él partía a su trabajo.
El odio galdosiano a Pantoja, en cambio, no tiene contradicción ni redención alguna.
¿Producto de una sociedad más estricta, más tradicional, que no conoce la licencia y la fiesta sudamericana? En todo caso, me parece interesante que se pueda comparar la actitud del novelista y cronista chileno con la del autor de Fortunata y Jacinta. En alguna medida, Edwards Bello fue uno de los sudamericanos más hispanistas de su generación. Fue gran amigo de Ramón Gómez de la Serna, del "pintor Zuloaga", como le gustaba llamarlo, de muchos otros. Cita con frecuencia a Galdós, a Baroja, incluso a doña Emilia Pardo Bazán. En su calidad de jugador empedernido, conoció a fondo los garitos de los alrededores de la Puerta del Sol y probablemente le rezó a la Virgen María después de colocar algunas fichas. El chileno en Madrid, arbitrario, ingenuo, pero bien observado, lleno de vida, un poco eléctrico a la manera de Electra, se puede leer perfectamente ahora. Y revela coincidencias, parentescos, vasos comunicantes que todavía nos sorprenden.
A veces pienso que nadie se interesa ahora en estas cosas. Pero El chileno en Madrid se podría traducir a una película de hoy, de Almodóvar o del chileno Raúl Ruiz, y podría ser muy divertida, además de original y provocativa. Habría que usar, creo, los grises y los sepias de las viejas fotografías. Pero yo, por mi lado, no pretendo entrar en esta aventura.
Jorge Edwards es escritor chileno.