La otra cara de Brasilia
Juan Arias
Existe el milagro de Brasilia, el arquitectónico, el mágico, el del juego de las curvas y de los espacios osados con sus horizontes infinitos, y existe el pecado de Brasilia: su millón de pobres hacinados en la inmensa y gris favela que rodea la ciudad de las luces y sus lagos.
La primera, la rica, la bella, tiene forma de avión o de cruz. Fue planificada y pensada; la segunda, la de la miseria es informe, nadie la ideó, fue creciendo como un cáncer. En la primera reina la paz, el sosiego, en la segunda la violencia y el ruido. La primera tiene la mayor flota de barcos de deporte en el país, con 12.000 veleros que se pasean por el lago artificial, Paranoá, de 42 kilómetros cuadrados donde se observan puestas de sol como incendios; la segunda, la inmensa favela de un millón de pobres, no tiene aún, en su mayoría, agua de grifo.
En la ciudad de primera, la renta per cápita llega a 4.972 reales. En los barrios no supera los 800. Brasilia, la del mundo político y diplomático, es la ciudad con mayor número de criadas del país, más que la rica Sâo Paulo.
Quienes habitan esa mancha de pobreza sólo visible por avión son ya los hijos y nietos de los miles de trabajadores que de todo el país acudieron hace 50 años a construir el milagro de Brasilia. Allí se fueron quedando, sólos, sin planes de urbanismo, ignorados, amontonados, sin turistas que los visiten, en contraste con la ciudad con mayores espacios verdes del mundo.
El genial Oscar Niemayer convirtió hace 50 años junto con el urbanista Lucio Costa el sueño del entonces presidente de la República, Juscelino Kubitschek, llora ahora literalmente al ver cómo la ciudad que él levantó como una flor nacida del desierto se ve coronada de las espinas de las favelas, fruto, como él dice, de una ocupación desenfrenada del suelo y del oportunismo político.
La transferencia de la capitalidad de Río para un lugar más cercano al interior del inmenso país, que es más que sus playas paradisíacas, empezó ya a ser estudiada durante el periodo colonial.
Fueron- antes de que la ciudad surgiera de la nada -, 140 años de estudio y viajes para identificar en el llamado Planalto Central, una especie de meseta castellana, el lugar ideal para hacer surgir la nueva capital. Según los analistas, aquella decisión que hizo realidad Kubitchef ayudó a redescubrir a Brasil, sobre todo el Brasil de la agricultura y de los productos industrializados.
Hoy, Brasilia, la espléndida, la de los turistas, empezando por el Palacio Presidencial de la Alvorada, está siendo restaurada de las heridas del tiempo. Ella vive feliz. La otra, la del millón de trabajadores con poco trabajo, fue siempre invernadero de votos para los políticos locales, envueltos aún hoy en una serie de escándalos de corrupción.
La Brasilia política es, según el economista Julio Miragaya, una bella cincuentona descansando en su cama de oro. La proletaria es y seguirá siendo, desde su triste aninimato, la voz ronca de su mala conciencia.
Existe el milagro de Brasilia, el arquitectónico, el mágico, el del juego de las curvas y de los espacios osados con sus horizontes infinitos, y existe el pecado de Brasilia: su millón de pobres hacinados en la inmensa y gris favela que rodea la ciudad de las luces y sus lagos.
La primera, la rica, la bella, tiene forma de avión o de cruz. Fue planificada y pensada; la segunda, la de la miseria es informe, nadie la ideó, fue creciendo como un cáncer. En la primera reina la paz, el sosiego, en la segunda la violencia y el ruido. La primera tiene la mayor flota de barcos de deporte en el país, con 12.000 veleros que se pasean por el lago artificial, Paranoá, de 42 kilómetros cuadrados donde se observan puestas de sol como incendios; la segunda, la inmensa favela de un millón de pobres, no tiene aún, en su mayoría, agua de grifo.
En la ciudad de primera, la renta per cápita llega a 4.972 reales. En los barrios no supera los 800. Brasilia, la del mundo político y diplomático, es la ciudad con mayor número de criadas del país, más que la rica Sâo Paulo.
Quienes habitan esa mancha de pobreza sólo visible por avión son ya los hijos y nietos de los miles de trabajadores que de todo el país acudieron hace 50 años a construir el milagro de Brasilia. Allí se fueron quedando, sólos, sin planes de urbanismo, ignorados, amontonados, sin turistas que los visiten, en contraste con la ciudad con mayores espacios verdes del mundo.
El genial Oscar Niemayer convirtió hace 50 años junto con el urbanista Lucio Costa el sueño del entonces presidente de la República, Juscelino Kubitschek, llora ahora literalmente al ver cómo la ciudad que él levantó como una flor nacida del desierto se ve coronada de las espinas de las favelas, fruto, como él dice, de una ocupación desenfrenada del suelo y del oportunismo político.
La transferencia de la capitalidad de Río para un lugar más cercano al interior del inmenso país, que es más que sus playas paradisíacas, empezó ya a ser estudiada durante el periodo colonial.
Fueron- antes de que la ciudad surgiera de la nada -, 140 años de estudio y viajes para identificar en el llamado Planalto Central, una especie de meseta castellana, el lugar ideal para hacer surgir la nueva capital. Según los analistas, aquella decisión que hizo realidad Kubitchef ayudó a redescubrir a Brasil, sobre todo el Brasil de la agricultura y de los productos industrializados.
Hoy, Brasilia, la espléndida, la de los turistas, empezando por el Palacio Presidencial de la Alvorada, está siendo restaurada de las heridas del tiempo. Ella vive feliz. La otra, la del millón de trabajadores con poco trabajo, fue siempre invernadero de votos para los políticos locales, envueltos aún hoy en una serie de escándalos de corrupción.
La Brasilia política es, según el economista Julio Miragaya, una bella cincuentona descansando en su cama de oro. La proletaria es y seguirá siendo, desde su triste aninimato, la voz ronca de su mala conciencia.